Obituario: Jane Birkin (1946 – 2023) en tres interpretaciones y una canción

Jane Birkin en tres interpretaciones y una canción sensual

            El domingo nos despertó aún con cerco de lágrimas por el fallecimiento del enorme Francisco Ibáñez cuando nos asestó una nueva puñalada entre loas a la virgen del Carmen, campanas al vuelo de iglesias incluidas, y aromas a vermú torero: Jane Birkin, la musa de la liberación sexual y mirada transparente nos había dejado también a un nuevo viaje donde dejar a otros boquiabiertos con su aspecto andrógino y sus interpretaciones sorprendentemente completas y de una madurez escandalosa.

            Yo quiero hablar de sus tres películas que más me marcaron y que cuando regreso a ellas me siguen diciendo tanto que nunca me arrepiento de volver a revisarlas. Y, cómo no, de aquella canción compuesta e interpretada por su entonces pareja, el libertino y liberado del yugo de la moral judeocristiana, tan dañina siempre, Serge Gainsbourg: Je t’aime moi non plus, donde toda la carcundia del nacionalcatolicismo de aquellos días (tan cercana a la actual para desgracia colectiva de este país) se movió hasta prohibirla porque Serge y Jane, que había dejado a su esposo, el sacramento y todo lo que conllevaba, incluido Londres, por este vivalavirgen de ojos cargados y olor a marihuana como perfume; tenían relaciones sexuales mientras registraban sus voces en el sencillo. Y, claro, había que prohibir todo aquello. Ella nos regaló una sensualidad desconocida en aquella España oscura donde los emigrantes en Alemania o Francia contaban al regresar para hacer la mili que las chicas llevaban las faldas muy cortas y la sonrisa lacada en colores vivos. La España que soñaban aquellos reaccionarios se rompía por todas partes y Jane Birkin fue un cartucho de dinamita fundamental para que aquella presa reventase de una vez y nos inundase con su sensualidad andrógina y su mirada brillante.

            Poco después de aquel escándalo entre la adúltera y el libertino a cuarenta y cinco revoluciones por minuto llegó su Penélope, la chica que jugando a hacerse la inocente era de todo menos eso en La Piscina (La piscine, J. Deray, 1969), un potentísimo thriller psicológico donde daba la réplica a tres pesos pesados del cine europeo: Alain Delon, Rommy Schneider y Maurice Ronet. El rescoldo que hay en lo que fue fuego en el triángulo amoroso entre los tres personajes y esa hija casi adolescente que ve todo y analiza todo sabedora de que no le gusta nada su padre de nuevo cuño y con el que apenas ha tenido relación y el escritor metido a publicista juegan un triángulo diferente de odio que Jane solventa con una estudiada frialdad que se come a ratos, especialmente en la jornada que pasa junto a Jean Paul (Delon) en la playa, a su personaje y lo eleva a esa categoría de Lolita ígnea y gélida a un tiempo. Todo un bombazo que en España vimos mutilada hasta hacer incomprensibles algunos momentos y que hasta pasados unos años de la muerte del tirano no pudimos ver (y entender) la dimensión que Jacques Deary quería dar. Jane venía de hacerse famosa con Blow up, la joya de Antonioni rodada en Londres hablando del mundo de la moda, pero aquí alcanzó esa categoría que tanto cuesta y que, por desgracia, los penosos periodistas rosas tanto han sobado, ser musa. Y lo fue de toda una generación de gente que odiaba la hipocresía y el cinismo que escondían las sotanas, los “como dios manda” y todo lo que había significado aquello de “oír, ver y callar” que el miedo social imponía con una frialdad que convertía la sociedad en una colección de meritorios de ópera cada día. Jane Birkin musitaba palabras, las arrastraba y para hacer perder el sentido a la audiencia erotizada por sus ojos transparentes donde se mecía entonces el disipado compositor francés.

            Y murió el dictador y cayó su régimen del miedo y los curas se dedicaron a lo que tanto les gustaba, el dinero y se apartaron del yo social salvo los de barrio obrero, que fueron otro cartucho en el muro que la conferencia episcopal y los generales creían infranqueable. Y Jane fue contratada por Pedro Masó para protagonizar la pequeña obra maestra La Miel (Ib., P. Masó, 1979) donde sobre un guion del propio Masó y el incombustible Rafael Azcona se habla de la prostitución cara de aquella España repleta de sombras (algunas aún arrastramos) donde un niño rebelde lleva a que su maestro, un seglar con aspecto de cura preconciliar interpretado magistralmente por el siempre efectivo y a veces más que brillante José Luis López Vázquez conoce a la madre, que juega el papel de viuda joven y bella en lugar del de puta que debe complacer a señores de postín para que su hijo tenga la mejor educación posible y las oportunidades que a ella se le negaron en un momento dado. Jorge Sanz niño estaba especialmente divertido y Agustín González y Amelia de la Torre completaban un reparto de antología para una película a la que los críticos de la época dieron lo suyo y que ha envejecido francamente bien incluida la mirada con la que ella enamora definitivamente al curilla de tercera fila que nunca se pudo ordenar porque le gustaban las mujeres. Cuando ella juega el papel de viuda afligida y enamorada frente a la hermana, alegoría del régimen recién fallecido, o cuando sale a la puerta de la iglesia a buscar al novio y sus dudas porque ella ha sido sincera y él sabe todo, con una ternura en su mirada que convencería al mismo Job de que blasfemase por su mala suerte.

            Más de una década más tarde a Jane le llega el papel de su vida haciendo de lo que fue para Gainsbourg, una musa que ya no lo era y que debía soportar a una nueva inspiración desnuda para su creatividad. La Bella Mentirosa (La Belle Noiseuse, J. Rivette,1991) nos muestra una mujer madura y rozando la perfección en su interpretación, especialmente en la parte gestual, ya que los textos inspirados en una obra de Honore de Balzac sirven para subrayar lo que las imágenes, con un arco cromático cuidadísimo y unas localizaciones mágicas y perfectamente adecuadas a la temática del filme, nos van contando y que se resumen en la frase de Jane a la nueva musa, Emmanuelle Beart, sobre “si le quiere pintar la cara no se deje”, a lo que la joven contesta despectivamente. Una obra grandiosa de cuatro horas de duración donde se nos cuentan cosas tan grandes como la creación artística, el egoísmo del artista y la soledad de las musas cuando dejan de serlo, mayor aún que cuando lo son: desnudas y vulnerables ante la posteridad que les otorgará su posado. Para mí, fue su gran papel, quizás demasiado cercano a su propia vida, quizás demasiado alejado de aquella niña inglesa que soñaba con ser modelo y que acabo siendo una cantante de susurros al alma y una actriz capaz de llenar la pantalla con su mera presencia…

            Por desgracia vivimos tiempos parejos de conservadurismo y censuras… Pero que nadie se engañe, a Jane Birkin la catapultaron a una fama que no fue efímera sino trascendente, que lo sepan los censores (y no sólo hablo de los políticos ultras).

            Descansa en paz o inicia una nueva batalla por la libertad individual frente a la putrefacta moral social allá donde estés y decidas estar, porque, como dijo Oscar Wilde “sólo tú realmente te conoces, así que sólo tú puedes juzgarte”, ya sé que esto dinamita la moral de las religiones monoteístas, pero creo que Jane nada tenía que ver con Pantocrátores y los miedos inoculados por estas entelequias.

Os recuerdo el tema musical que le marcó su carrera.

Carlos Ibañez

Revista Atticus