Crítica película El zorro (Der Fuchs) de Adrian Goiginger

Crítica película El zorro de Adrian Goiginger por Gonzalo Franco Blanco

Ficha

Título original: Der Fuchs.

Año: 2022.

Duración: 118min.

País: Austria.

Dirección: Adrian Goiginger.

Idioma original: alemán

Guion: Adrian Goiginger.

Fotografía: Yoshi Heimrath y Paul Sprinz.

Música: Arash Safaian.

Reparto: Simon Morzé, Adrianna Gradziel, Karl Markovics, Alexander Beyer, Pit Bukowski, Joseph Strosit, Marko Kerezovic, Cornelius Obonya, Jannik Görger.

Productora: coproducción Austria/Alemania. 2010 Entertaiment, Gelssendörfer Pictures, Giganyen, Film Produktions, Lotus Film.

Género: Drama. Bélico. Basada en hechos reales. II Guerra Mundial. Nazismo. Animales.

Sinopsis

Historia inspirada en la biografía de Franz Streitberger, el bisabuelo del director, de orígenes campesinos, adoptado por otra familia ya que la suya no tenía recursos para mantenerle. Al alcanzar la mayoría de edad se enrola como voluntario en el ejército austriaco, y luego sería reclutado por la Wehrmacht tras la anexión nazi (Anschluss) de Austria. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, unas horas antes de la invasión de Francia en 1940, Franz (Simon Morzé) encuentra un cachorro de zorro malherido al que decide recoger y cuidar, ofreciéndole la protección y el cariño que a él siempre le faltó en su infancia y recibiéndola del raposillo a cambio. El zorro se convierte desde ese momento en su mejor amigo y permanece al lado del soldado durante el primer año de la ocupación de Francia. Hasta que en 1941, Franz es enviado a otro frente de guerra, el oriental: se inicia la invasión de la Unión Soviética.

Crítica:

Coinciden en las pantallas El zorro con Indiana Jones y el dial del destino (imprescindible leer la crítica de Luisjo Cuadrado), cuyo nexo en común son la II Guerra Mundial y la presencia de nazis o exnazis reconvertidos. Pero mientras la película dirigida por James Mangold es puro cine clásico de aventuras y de acción, con unos nazis muy malos, especialmente malos, como señala Jacinto Antón en su crónica “Nunca debiste invadir Polonia”: los mejores nazis están en ‘Indiana Jones y el dial del destino’ (El País, 8 de julio de 2023), en Der Fuchs Adrian Goiginger, rescata un episodio de la vida de uno de sus abuelos, desde su infancia en una granja de la montaña austriaca, hasta el episodio central de ese abuelo como soldado del III Reich durante la II Guerra Mundial, en este caso destinado en una unidad como enlace o mensajero motorizado.

Si bien el episodio de la relación entre Franz y el zorrillo es el núcleo central de la historia, a Adrian Goiginger le importan algunas cuestiones más que va tratar como episodios cerrados, pero unidos a los demás como eslabones de una cadena. El primero es la infancia de Franz (Maximilian Reinwald), en los años veinte del siglo XX, en el seno de una familia campesina que no tiene recursos suficientes para alimentar a toda su prole. Lo que harán, como ocurría en nuestro país no hace tanto, es entregar a Franz a otra familia acomodada, como niño esclavo, mano de obra infantil (diríamos hoy), que solo recibe a cambio su manutención. Goiginger ha sabido contarnos esto con sobriedad, sin caer en sensiblerías innecesarias y contraproducentes, de forma un tanto cortante, al estilo campesino, subrayando también los lazos de afecto, casi siempre invisibles en una sociedad tradicional donde estos se debían ocultar y más entre hombres. Resulta enternecedora la historia sobre la muerte que le cuenta el padre al hijo, y resulta desgarrador el momento en que el hijo es “secuestrado” por el nuevo amo, ante la inmovilidad dolorosa de su madre y de su padre.

La historia da un salto, entra en otro episodio, con Franz mayor de edad, emancipado de la tutela de la familia explotadora que le “adoptó, sin tener dónde caerse muerte, motivo por el cual decide enrolarse como voluntario en el ejército austriaco. Ejército absorbido por el alemán tras el Anschluss, y que sitúa a Franz y a su unidad como enlaces o mensajeros preparando en el frente occidental la invasión de Francia en mayo de 1940. Es en este episodio sobre la vida en una unidad militar, con la típica convivencia entre soldados fundada en la confianza mutua y sometido a las ordenanzas y a la propaganda nazi, cuando Franz tiene el encuentro con el zorrillo; ocurre en el bosque que rodea el campamento donde está acuartelado. Es un raposillo huérfano, pues su madre ha muerto en una trampa, en esa edad en que los cachorros de los mamíferos (nosotros mismos) necesitan, necesitamos, ser amamantados por nuestra madre.

¿Qué le impulsa a Franz a recoger al zorrillo, guardarlo bajo su uniforme, y regresar por eso mismo tarde al cuartel cuando toda la tropa está saliendo en sus motos con sidecar hacia los destinos marcados por el mando? Es la pregunta que se haría muchas veces Franz Streitberger, el abuelo del director, y que se haría Adrian Goiginger más tarde antes de ponerse a escribir el guion y rodar el film comentado. Es ese impulso que sale de nuestras entrañas, contra todo sentido común y, como en este caso, contra las circunstancias más adversas: la disciplina sumaria castrense, la operación militar en marcha, la guerra en sí misma…

Durante casi un año, de mayo de 1940 a la Operación Barbarroja en junio de 1941, Franz alimentará, cuidará, protegerá y, sobre todo, convivirá con el zorrillo que acabará convertido en un zorro adulto. Lo ocultará, se escapará, lo reencontrará, lo pondrá en aprietos hasta el punto de ser acusado de desertor por no estar presente en el momento del inicio de la operación. Pero contará con la solidaridad de algunos de sus camaradas, tanto para justificar su momentánea ausencia (sin mencionar que lo fue por el raposo), como para ayudarle a ocultarlo. La relación de Franz y el raposo es de afecto mutuo, de convivencia entre dos seres solos en el mundo, en una de las circunstancias más adversas posibles, como es la de la guerra, con sus desastres (que diría Goya) y sus enormes crueldades.

Creo que el mejor sustantivo para describir la relación de Franz y el zorrillo, es el de amistad. La misma que establecemos con los perros y gatos domésticos que conviven con nosotros.  Baste recordar este último año de guerra en Ucrania, y el desgarro que supone para muchos de los expulsados de sus casas y ciudades, no poder llevarse, en muchos casos, a sus mascotas o a sus animales domésticos (vacas, gallinas…): una crueldad más añadida a dosis ya altas de crueldad. La única obra de Victoria Amelina traducida al castellano (escritora ucrania asesinada por un misil ruso) se titula Un hogar para Dom, y nos cuenta la historia de un perro, Dom, que se busca la vida, como todos nosotros, y que solo quiere encontrar un hogar. Como quedan en el recuerdo por su especial crudeza los testimonios recogidos por Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil, sobre los evacuados que tenían que abandonar en la zona de exclusión a sus animales domésticos por orden de las autoridades, pues en una sociedad con derechos limitados, esos otros animales no tenían ni siquiera el derecho a la vida. Son ejemplos, en todo caso, sobre la especial relación emocional que se puede tener con esos otros animales y la dictadura vivida hasta hace poco en Occidente, y en España en particular, que solo los catalogaba como cosas, como “res semoviente”. En Los profesionales (1966), de Robert Brooks, el personaje encarnado por Robert Ryan tiene que intervenir, casi manu militari, para que no se sacrifiquen a los caballos que les han llevado hasta su destino y que ya no necesita: “Ellos son inocentes”, dice Ryan. Lo que dan a entender que ellos, los profesionales, los humanos en general, no lo son, no lo somos.

El tercer episodio, en buena aparte incrustado en este segundo, es la relación que Franz establece con una chica francesa en el tiempo de acantonamiento en Francia, en Normandía, de la unidad de Franz. La tropa es alojada por el ejército de ocupación alemán en edificios confiscados y en casas particulares. Franz consigue hacerlo en una alquería que regenta una mujer joven que vive y trabaja sola. No estamos ante una historia de amor, o ante una relación de interés entre soldados alemanes y mujeres francesas (que tras la liberación pagarían un precio muy alto por eso), sino ante la coexistencia de dos personas solas, solitarias, que establecen unos lazos mínimos de entendimiento, de respeto mutuo, de un imposible llegar a algo más pues la situación, el rol de cada cual (invasor e invadida, amo y esclava), lo impide. Un equívoco provocado por una carta produce desgarro definitivo, más que nada emocional, entre ambos, imposible de superar porque cada uno de ellos sobrevive en trincheras enfrentadas, y no por su elección.

El cuarto episodio es el traslado de la unidad de Franz al frente oriental, durante los preparativos de la Operación Barbarroja. Es el último desgarro que nos cuenta el film; las relativas facilidades que supone el acantonamiento de las tropas alemanas en Francia han ayudado a la ocultación del zorro, ya adulto. Pero ahora ya no es posible. Muchas veces, o algunas veces, decimos lo siento en nuestra vidas, pero en esta película, dicha por un homo sapiens a un vulpes vulpes (un enemigo ancestral), es bastante brutal y muy desgarrador… El director sabe contarnos y transmitirnos ese desgarro. Y con él nos quedamos más allá del fin de la película.

Hay un quinto episodio, pero este es reparador, digamos. Esa carta enviada sin su consentimiento por la anfitriona de Franz estaba destinada a su padre. El padre que lo abandonó y que le contaba leyendas sobre cómo burlar a la muerte, sin tomarla demasiado el pelo. El soldado ha sobrevivido y regresa a casa del padre, o a lo que queda de ella. Y encuentra esa carta que fue enviada contra su voluntad por la chica francesa, y descubre tarde que todo en la vida tiene causas y consecuencias, pero que lejos de un fatalismo nihilista hay capacidad para reparar los dolores más profundos y antiguos. El círculo, dentro de lo posible, se ha cerrado.

Contar esta historia, tan personal en cierta forma enraizada en la propia historia familiar del cineasta, hablar de la II Guerra Mundial, de los soldados alemanes, de la ocupación de países invadidos, resulta complicado para un austriaco o un alemán. “Yo no soy un desertor”, exclamará más de una vez Franz. Franz, como soldado, cumple con su deber o con lo que considera su deber. Bien es cierto que su unidad de enlace no tiene una implicación tan directa en los hechos bélicos como lo tienen otras. Y que la guerra que ve Franz desde su moto, se parece a la batalla de Waterloo que presencia Fabricio, héroe de la Cartuja de Parma de Stendhal, que consiste en solo ruido, humo y vértigo. Franz recorre las carreteras de Francia mientras se desarrolla la invasión y le rodean las explosiones, y también algunos muertos, sobre todo civiles, pero la impresión que percibimos los espectadores es la de un Fabricio, como si la batalla o la guerra fuera un fondo de escena. Es lo que ha parecido pretender Adrian Goiginger, para que la historia principal, que es esa burbuja creada por su abuelo Franz y el zorrillo, fueran el asunto principal: una cápsula de asilamiento entre los desastres de la guerra.

Una excelente fotografía naturalista, tanto del paisaje como de los interiores de la granja, o de las dependencias militares, así como una cuidada ambientación, o una reconstrucción verosímil de las escenas de guerra, contribuyen a dar autenticidad al film. Con una banda sonora de Arash Safaian (La profesora de piano, 2019) que acompaña sin sobreponerse a lo que estamos viendo. La misma narrativa del director, que deja respirar a sus personajes, consigue que entendamos sus sentimientos y sus reacciones. Morosidad que se complementa con escenas de enorme brutalidad emocional, que son cortantes y rápidas en contraste. Simon Morzé es el héroe o protagonista absoluto de la película: compone un personaje de pocas palabras, por lo que sus sentimientos nos llegan a través de su mirada y del lenguaje corporal en buen parte. Una excelente interpretación muy bien complementada por el actor que interpreta al niño Franz (Maximilian Reinwald) y por la actriz Adriane Grandziel en el papel de la chica francesa.

¿Que si hay nazis malones? Es evidente que los hubo y debe haberlos, pero en esta película se queda en el fondo del escenario. La propia invasión de la Unión Soviética y el papel que Franz pudiera tener en ella forman parte de una gran elipsis. La historia que quería contar Adrian Goiginger es la cruda infancia de su abuelo Franz y la bella relación que tuvo durante un año con un zorrillo. También es la historia de una carta y de una verdad que descubrirá tarde, como casi todas las verdades, lo que no impiden que sean reparadoras.

Como coda del film, casi en los créditos, hay unos fotogramas caseros de Franz, el abuelo del director, donde comenta ante la cámara, muchos años después, su experiencia durante la guerra con el zorro. En blanco y negro y en formato de tomavistas.

Os dejo un tráiler:

Gonzalo Franco Blanco

Revista Atticus