Crítica exposición El realismo íntimo de Isabel Quintanilla en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

Isabel Quintanilla, La mesa azul, 1993, (The Blue Table), Óleo sobre lienzo, 83 × 75 cm. Colección privada

El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha conseguido reunir cerca de noventa obras del realismo íntimo de Isabel Quintanilla. La exposición está comisariada por Leticia de Cos Martín y se convierte en la primera muestra que la institución dedica a una artista española. Organizada de forma cronológica es un viaje deslumbrante por la obra de la artista que formó parte de ese grupo de realista de Madrid. Una pintora virtuosa en la descripción de los objetos cotidianos y que nos hace participes de la intimidad del hogar, ese templo sagrado al que pocos tenían acceso, como es su casa y su taller.

La pintora madrileña (1938 – 2017) perteneció a ese selecto grupo de pintores realistas de Madrid. Formado por amigos, e incluso familiares, entre los que se encontraban María Moreno (1933 – 2020) y su marido Antonio López García (1936) -quizás el más conocido de todo ellos-; los hermanos Julio (1930 – 2018) y Francisco López Hernández (1932 – 2017) junto a su mujer Esperanza Parada (1928 – 2011); Amalia Avia (1930 – 2011) -quien estuvo casada con el artista Lucio Muñoz (1929 – 1998)-. Unos amigos a los que no les movió un interés deliberado de constituirse como un grupo de artista bajo ninguna adscripción, pero que sí que compartieron un género artístico muy concreto: el realismo, en un momento de la historia (segunda mitad del siglo XX) y en un marco geográfico concreto también: la ciudad de Madrid. 

Aunque todos ellos se retroalimentaban como un sólido grupo, Isabel Quintanilla no participó de plasmar en sus lienzos esos paisajes, de gran formato, que pronto acapararon sus integrantes. La artista madrileña se va a centrar más en lo íntimo, en lo cercano, en los detalles, en definitiva, aquello que más a mano tenía: su ambiente doméstico.

Hay un espacio dentro de esta exposición dedicada a las compañeras de vida de la artista (María Moreno, Amalia Avia y Esperanza Parada) y que recoge muy bien esa idea de una estética sencilla, en unos ambientes domésticos que nos muestra unas paredes desconchadas, unas ventanas -algunas de las cuales nos enseñan el paso del tiempo a través del descascarillado de la pintura- cuyos cristales dejan paso a la tenue luz del atardecer.

Isabel Quintanilla, Autorretrato, 1962, (Self-portrait)
Lápiz sobre papel, 53 × 38 cm. Colección privada

La presencia de estas artistas no tiene la intención de comparar su estilo, sino de llamar la atención de estas mujeres que se conocieron en Madrid en un duro momentos. Las cuatro sufrieron los rigores de la posguerra durante su niñez. Fue un grupo pionero en España no solo como mujeres sino como mujeres que superaban en número al de sus compañeros e incluso llegando a ocupar un lugar igual de relevante que ellos.

Quintanilla lo recordaba así:

Retomemos esos rincones domésticos en los que la artista parece abrir a nuestra mirada. Podemos descubrir ese objeto que ha pasado a formar parte de nuestra memoria como es el teléfono de sobremesa de color ver beis, o esa puerta entreabierta que da acceso al baño o esa otra que nos invita a salir al jardín. Pero sin duda, uno de los objetos retratados que más llama la atención es el vaso de Duralex. Parece que a los pintores realistas el vidrio les llamaba poderosamente la atención. Quizás como el mejor ejercicio posible para la representación de la realidad (hemos podido comprobarlo en las exposiciones que bajo el título de hiperrealismo han sucedido a lo largo de los años en estos mismos espacios). Ese vidrio con el reflejo de la luz en sus bordes es un objeto primorosamente retratado. Como explica la propia comisaria de la exposición Leticia de Cos Martín «en lo pequeño y en lo sencillo es donde ella encuentra la emoción y la invitación a pintar».

Isabel Quintanilla no pintó muchas figuras humanas. En esta exposición apenas contamos con tres que tengan como protagonista a la figura humana: un autorretrato situado al principio de la muestra cuando la joven contaba con veinticuatro años; un óleo con su marido Paco escribiendo y otro dibujo en el que figura su marido retratando a Antonio López. Pero sí que es cierto que en sus pinturas hay un componente sentimental. En estancias de su propia casa vemos la hamaca de un bebé (en alusión a su nieto, hijo de Francesco) o a los utensilios de pintura utilizados tanto por ella como por su marido o la máquina de coser que en toda buena casa había (en una clara alusión a su madre que trabajó de modista para sacar adelante a su familia).

La exposición reúne cerca de noventa pinturas, muchas de las cuales no se habían visto nunca aquí ya que la mayoría pertenece a coleccionistas y museos de Alemania. Quintanilla alcanzó una gran sintonía con Ernest Wuthenow, alemán, marchante y coleccionista y socio fundador de la Galería Juana Mordó de Madrid. Junto a Hans Brockstedt y Herbert Meyer-Ellinger, consigue exponer su obra por toda Alemania durante las décadas de 1970 y 1980, circunstancia que le posibilitó que buena parte de su colección se exportara a este país.

Isabel Quintanilla, La lamparilla, 1956, (The Table Lamp), Óleo sobre lienzo, 32,5 × 40,5 cm. Colección privada

Isabel Quintanilla Martínez tuvo una infancia dura con la trágica ausencia de un padre, comandante del Ejército Republicano, que fue asesinado por el régimen franquista en el Campo de Valdenoceda (Burgos) el 28 de febrero de 1941. Isabel apenas contaba con tres años de edad. Nació en Madrid el 22 de julio de 1938 en pleno asedio a la capital por parte del bando sublevado. Su familia, de clase media, no tenía ninguna vinculación con los ambientes culturales que pudieran despertar en la joven un interés por el arte del dibujo. Más bien este interés se manifestó de forma natural en la escuela. No dudaron en apoyar a la niña con clases particulares hasta que apenas con quince años superó la prueba de ingreso en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando en un mundo donde la mujer seguía relegada a un segundo plano. Isabel no pareció sentirse tentada por la abstracción. Seguía con interés el trabajo de Eusebio Sempere (1923 – 1985). Y su preferencia era el realismo dentro de la tradición español, sin dejar a un lado artistas como Courbet e incluso el propio compañero y amigo Antonio López del que parece tomar ciertos elementos en sus primeras pinturas como la gama de colores parduzcos o utilizar el fondo neutro y el uso de la luz de origen impreciso que entra por la derecha.

Su madre, costurera, fue quien tuvo que sacar a la familia adelante. Su presencia, de una manera u otra, es evidente en algunas de sus obras. No la pinta nunca pero su evocación es constante en enseres como la máquina de coser, dedales, tijeras o la tabla de planchar.

Pero volvamos con su formación. Tras terminar los estudios en Madrid y tras conocer a Francisco López se casó con él y en 1960 se trasladaron a vivir a Roma, a la Academia de España, donde su marido estaría pensionado por la institución. Durante esos cuatro años la artista se sigue formando gracias a su curiosidad e interés por los monumentos y museos y por el constante apoyo de su marido. A su regreso la paleta ha virado de una luz plana y oscura a una paleta de colores vibrantes y una luz moldeadora, pero sobre todo ejecutados con una técnica prodigiosa conseguida a base de muchas horas de trabajo. Esa factura se detecta al contemplar sus cuadros en los cuales no quedan rastros de las pinceladas algo inherente a toda obra realista. Esto la sitúa tanto a ella como a sus compañeros en la órbita del hiperrealismo americano. Un movimiento que admiraban pero que la forma de entender la pintura les aleja de ellos. Ellos copiaban a la fotografía y sin embargo los artistas de Madrid atrapan la realidad casi de manera autobiográfica, haciéndola suyas. Y es que, en lo sencillo, en lo próximo, en lo cotidiano es donde habita la emoción. Todo lo contrario que esos lienzos del hiperrealismo. Es indudable que la mirada de Quintanilla es fotográfica, pero la madrileña solo pintaba al natural. La obsesión de Quintanilla es la captura del rastro que la luz deja al tocar los objetos.

Isabel Quintanilla, Pensamientos sobre la nevera, 1972, (Pansies on Top of the Fridge), Óleo sobre tabla, 41 × 33 cm. Colección privada. Cortesía Galería, Leandro Navarro, Madrid

El vaso de Duralex, marca de una multinacional francesa cuyos productos eran como los aparatos sanitarios Roca, en todas las casas había uno -sobre todo en los años 60/80- gozaba, por lo tanto, de mucha popularidad, y constituía un buen ejemplo para retratar. Era tosco, era de vidrio y por lo tanto permitía captar la reverberación de la luz. No tenía el refinamiento de un ave desplumada o el brillo de la piel de un buen besugo que tradicionalmente se representaban en las naturalezas muertas. Cabe pensar, por los numerosos ejemplos en su producción, que era un verdadero icono para la artista. Se tienen catalogados cerca de cincuenta ejemplares (en esta retrospectiva se pueden encontrar doce de ellos). Al igual que sucediera con los impresionistas que repetían y repetían los motivos según les incidía la luz sobre ellos, Quintanilla representa el vaso tanto si lo dibuja como si lo pinta. Es un buen recurso para mostrar, sabiamente, como la luz lo atraviesa, lo acaricia y cómo refleja esos rayos de luz. Tres buenos ejemplos que contemplaremos en la exposición son Vaso (1969, lápiz sobre papel), Vaso sobre la nevera (1972, lápiz sobre papel) y Pensamientos sobre la nevera (óleo sobre tabla, 1972. Los dos primeros como si fueran un ejercicio para la representación del cristal y de las texturas del color blanco con una reducida paleta de colores (incluso como boceto a lápiz para luego pintar este último con pensamientos). La artista crea una obra luminosa en la que manifiesta su maestría a la hora de saber captar la luz y plasmarla en un lienzo o papel.

Isabel Quintanilla parece seguir fielmente una de sus declaraciones más frecuentes: «hacer algo nuevo con el lenguaje de siempre». Casi nada. Sigue la tradición a la hora de representar bodegones clásicos, pero a los consabidos elementos típicos como las uvas, granadas, ajos y alguna pieza de caza, les coloca alimentos no tan habituales y no tan asiduos en estas representaciones junto a otros utensilios o complementos como un par de guantes, un monedero, una cajetilla de tabaco o un pintauñas.

En la exposición se pueden observar diversas alusiones a la novela El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio. Esta novela que fue Premio Nadal (1955) fue una referencia para el grupo de realistas. Distintos fragmentos del texto se muestran por las salas de la pinacoteca acompañado de algunas de las obras en las que se puede observar una referencia a ellos. Incluso no falta la representación pictórica del mismo rio Jarama, un claro homenaje a este libro que tanto significó en sus vidas.

Isabel también era una pintora de exteriores. Cuando no está pintando en el interior de su vivienda, aprovecha y sale al patio con su caballete para pintar por ejemplo una maravillosa obra como es la que lleva por título La higuera (1972, lápiz sobre papel). Ese espacio exterior está a salvo de miradas ajenas y así la artista puede observar y contemplar protegida de toda distracción. Para ella el dibujo es igual de importante que la propia pintura. Contemplar la obra de cerca es algo que casi te lleva al misticismo. Me pregunto una y otra vez como se puede llegar a ese grado de perfección. No hay color, solo el negro del grafito como para no distraer nuestra atención. Pulcro, bello, maravilloso. No se puede obtener tanto con tan solo un lápiz. «Para conseguir esto utilizo una técnica sencilla y clásica: grafito, difumino y a veces carbón. Y siempre copio a la naturaleza». Así de sencillo. Echo mano de catálogo para describir esta obra:

«Se podría pensar que los óleos de la artista están sometidos a un trabajo preciso de dibujo previo y, sin embargo, sabemos que apenas marca unas líneas o esbozos sobre el lienzo antes de aplicar el color. Con sus dibujos despierta en el espectador las mismas emociones que con el óleo; no se pierde en ellos nada de carga expresiva. Esta higuera es un completo esqueleto, pero el cambio de estación la convertirá en un árbol frondoso y fértil y así la disfrutamos en el óleo que le dedica veinte años después».

Para terminar, destacaría otras obras magníficas de la artista Isabel Quintanilla. Una de ellas es una obra temprana que lleva por título Medicina (1971, lápiz sobre papel) que constituye otra de esos ejemplos magistrales en la práctica del dibujo. Además del omnipresente vaso el cuadro está lleno de pequeños detalles. Uno de ellos es que la caja de medicina está boca abajo y el otro es que esa misma caja no está cerrada. Son retazos de una realidad exquisita. La obra Cuarto de baño (1968, óleo sobre tabla) es como un grado superior al anterior, aunque esté realizado posteriormente. Está lleno de color. Aparecen utensilios y pequeños enseres domésticos de la vida cotidiana de la artista y su entorno. Debajo de los anaqueles se encuentra un cesto de ropa que le sirve a la artista como pretexto para mostrarnos su habilidad con las formas de los pliegues. No es la pintura detallada y minuciosa de los hiperrealistas, sino que es una pincelada más etérea que capta su esencia por medio de la luz. Es como un silencio congelado en un instante. Hay algo especial en esa atmósfera. La mesa azul (1993, óleo sobre lienzo) es una de sus grandes obras. Se trata de un bodegón en el que la artista conjuga sabiamente algunos elementos típicos y habituales en estas representaciones como son las uvas sobre un plato decorado, una pieza de fruta (una manzana con parte de la rama y unas hojas) sobre una bandeja plateada que recoge algunos reflejos, una copa mediada de vino y una jarra de porcelana ricamente decorada medido dentro de otro utensilio doméstico. Pero también aparece sobre la mesa un par de guantes femeninos y un pequeño manojo de cuatro llaves con dos argollas. Estos dos inusuales objetos pierden protagonismo en favor del color azulón, añil, del mantel o tapete que cubre la mesa. La perspectiva es la habitual para poder contemplar los objetos dispuestos sobre la mesa. A nuestra izquierda hay una línea de fuga marcada, en un primer plano, por una especie de anaquel o alfeizar de una ventana y que parece continuar en un segundo espacio este cubierto con una persiana de lamas. Ese primer espacio carece de persiana o se encuentra levantada en su totalidad para permitir el paso de la luz que ilumina los objetos. Una muy bella composición.

Isabel Quintanilla, Roma, 1998-1999, (Rome), Óleo sobre lienzo pegado a tabla,
135 × 220 cm. Galerie Brockstedt, Berlín

Como si no hubiéramos entrado en su mundo doméstico y privado, la institución madrileña ha situado al final de la exposición un vídeo donde se ve a la pintora entre su gente. Ahí podemos ver como se relaciona en el taller con sus amigos y familiares de este singular grupo. En lo que parece una tarde veraniega vemos los instantes de una vida cotidiana donde alguien reparte helados de una forma coloquial ajenos al que graba el encuentro y ajenos ahora a nuestros ojos. Un buen complemento a la exposición. Vemos como Isabel Quintanilla es una persona humilde, una más en esa casa llena de artistazos. Y ella la primera de todos. Quintanilla cede su protagonismo a sus lienzos, a sus obras, a sus dibujos excelsos. Cede su protagonismo a los reflejos del vaso de Dularex y también lo cede a ese maravilloso dibujo de la higuera que en sus manos parece cobrar siempre vida y está a punto de echar los primeros brotes. Ya he manifestado a el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza que si a la hora de recoger los cuadros, al término de la exposición, el generoso propietario de La higuera no tiene sitio ya en su casa porque lo ha podido ocupar con otra pintura, que cuenten conmigo que gustosamente alojaré en mi casa el cuadro que ha conquistado mi corazón.

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Luisjo Cuadrado

Revista Atticus