Obituario – Concha Velasco: ¡Madre, qué artista!

            Decía Billy Wilder que “la diferencia entre un actor y una estrella es que el primero es muy bueno en su oficio y el segundo, además, trasciende”. Él se refería a su trabajo con Greta Garbo y Marilyn Monroe, ya que fuera de los focos y las cámaras podría ser una persona que pasara desapercibida si quisieran, pero que al llegar al celuloide éste parecía esponjar con ellas registrado en éste. Pues hemos tenido el orgullo de haber coincidido con la gran estrella de la actuación española: Concha Velasco.

            Concepción Velasco Varona (1939 – 2023) vino al mundo en Valladolid siete meses después de haber terminado la desastrosa Guerra Civil que sumió al país en un atraso digno de estudio y que ella, con su desparpajo, valentía y saber hacer trató de salvar, evitar o regatear sabiendo que eso le llevaría a lo más alto y también a oscuras perversiones de censores y tipos casposos de pelaje ralo y bigotín fino.

            Su padre, comandante de caballería, estaba casado con una mujer repleta de contradicciones y una sola certeza: la niña iba a ase artista. Contradicciones por su republicanismo acallado por el miedo, su catolicismo a ultranza y su forma de convencer a aquel marido, acostumbrado a ordenar, de que su hija no iba a hacer corte y confección y a casarla bien, barbaridad de aquellas épocas que la gente decía como su mejor deseo, sino que iba a bailar, cantar y actuar, porque era guapa, tenía unas piernas torneadas perfectamente desde pequeña y poseía esa sonrisa que nace en los ojos y que obligaba a quedarse parado ante ella.

            Fueron a África destinados, pero doña Concepción Varona le dijo al comandante don Pío Velasco que allí no pintaban nada. Logró un destino en Madrid, donde estaba la mejor escuela de danza y donde se formó Conchita tanto en clásica como en española. A los catorce años fue convocada para bailar en una película, El bandido generoso (1954) y el gusanillo del cine se quedó dentro de ella haciendo papeles cada vez menos pequeños en La reina mora (1955), Los maridos no cenan en casa (1956), Dos novias para un torero (1956), La fierecilla domada (1955), Mensajeros de paz (1957) o Muchachas en vacaciones (1958), por la que ganó su primer gran premio, el del Círculo de Escritores Cinematográficos a mejor actriz de reparto; hasta que explotó definitivamente con Las chicas de la Cruz Roja (1958).

A partir de aquí la niña de la señora Concha se convirtió en artista de cine y comenzó a dar lecciones, nada pretendidas y nunca pretenciosas, de lo que es ser actriz en un país sin medios y donde se denominaba de igual forma a un tipo que trinchaba a un toro salvajemente (aquí me remito a la frase de Borges sobre los toreros), que a una cupletista de tercer orden. Así que, de alguna manera, ella dignificó la palabra y la profesión siempre rodeada de amigos de verdad que hizo en rodajes, entre bambalinas y cajas, antes de que alguien dijese “acción” o “a escena”, porque ella era muy disciplinada, pero también muy buena gente y eso le abrió más puertas todavía: Tony Leblanc, Paco Valladares, Pepe Sacristán o Berlanga hablaban de ella maravillas y no escatimaban en epítetos para ella.

            Su caché subía, su número de actuaciones se multiplicaba y no había película de ella que no llenase las salas ni obra en la que apareciese en cartel que dejase la platea huérfana de ovaciones, porque Conchita dejó sin entradas las taquillas de los principales escenarios nacionales y a las productoras deseosas de otra actuación más de aquella muchachita de voz cambiante y registros inabarcables para la gran mayoría de la profesión. Pedro Masó y su amante amado y que escandalizó en aquella España más oscura que los fondos de un cuadro tenebrista, José Luis Sáenz de Heredia, con quien mantuvo un idilio, pero que nunca fue a más porque él estaba casado y ella era veintiocho años menor que él; no paraban de contar lo grande que era esa jovencita y la enorme que sería su carrera, a pesar de todas las limitaciones que tenía ser mujer en un país donde no podían ni abrir una cuenta corriente sin un padre o un marido. Pero Concha no se arredró nunca y siempre agarró el toro por los cuernos y trabajó sin descanso para demostrar y demostrarse de que era no sólo capaz, sino brillante, en todos los registros.

            Ya había protagonizado comedias y revistas en el teatro madrileño y jugado a engañar a los censores con multas incluidas “por enseñar un poco de muslamen (cito el texto del censor). 50 pesetas.” Pero ella no se rendía y jugó, como hacía su buen amigo, Luis García Berlanga, a engañar a los censores, siempre personas de cociente intelectual tirando a bajo y adeptos al régimen con nivel bastante alto. De manera que tuvo pulsos bastante bien silenciados por ambas partes para que una de las niñas de la España del desarrollismo, hija de un militar, no apareciese como una desafiante a las normas establecidas, que parecían inamovibles, salvo para quien sabía jugar sus cartas. Así que Concha abandonó los papeles de niña mona con un deseo irrefrenable de casarse bien y de entregarse sólo por amor y como pía cristiana a decidirse por algo que fuese más allá de la comedia romántica con bromuro que era la tónica, pero siempre entreverando películas de taquilla y guion que había pasado la censura con su gran amigo Manolo Escobar, figura de la canción del momento, a la par que papeles de mujer de armas tomar, contestona y con las ideas muy claras, cosa que nadie en la industria dudaba. Porque ella veía a Anna Magnani, en Italia, o a Jean Moreau, en Francia, siendo fuertes y valerosas ante la cámara y no sólo tras ella y Concha quería ser la mejor versión siempre de sí misma, en todo momento y defendiendo todo aquello que ella consideraba que había que defender, desde una frase en un libreto hasta dos centímetros más de muslo en una revista.

            Llegaron los setenta y ella se volcó en la actuación de mujeres con garra y que desafiaban los estertores del franquismo, tan violentos y cruentos como fueron. Rodó coproducciones con los países vecinos, que eran un coladero contra la censura y que permitían mostrar, y no sólo piel, cosas que acontecían allí donde la libertad era una cosa tan normal como respirar y que aquí aún asfixiaban. A destacar su papel de África en No encontré rosas para mi madre (1973) rodada con Rovira Beleta, muy afamado desde la sensacional Los Tarantos, de una década atrás. Y la pésimamente versionada hace unos años Las señoritas de mala compañía (1973), de Nieves Conde, donde toca la lotería en un burdel de provincias a las trabajadoras y a sus clientes y cómo cambia todo. Se estrenó entre peticiones de secuestro del film y una defensa de un soldado de la guerra de su bando como era el director, quien siempre fue visto con malos ojos por algunos camisas viejas y los tecnócratas del Opus Dei que habían copado los principales ministerios en la última década.

Concha ya estaba en el punto de mira sin disimulos de los jefes de la censura y se disparó con sus dos siguientes trabajos: Tormento (1974) y, sobre todo, Yo soy fulana de tal (1975). La primera, que ya tuvo muchos problemas en su versión literaria, porque Galdós abrió un debate que casi cien años más tarde puso en imágenes Pedro Olea y que llenó las vitrinas de premios para Concha, que repitió el del Círculo de Escritores Cinematográficos, esta vez en la categoría de protagonista, el Fotogramas de Plata y hasta el de San Jordi en Barcelona, lo cual habla de que ella ya estaba en otra categoría y que el régimen no la podía tocar, demasiado brillo, notoriedad y calidad para lago que agonizaba. Y lo remató con su Mapi Sánchez, la chica de pueblo que acaba siendo devorada por la gran ciudad y ejerciendo la prostitución de manera discreta, pero inequívoca. Por si fuese poco Concha mostraba su pecho y aquello revolucionó toda aquella España reprimida por púlpitos y grises.

A partir de aquí, y pese a las duras críticas recibidas por parte de la crítica, siempre cercana al Pardo, ella no se bajó del estrellato y nos regaló interpretaciones de categoría desde Las largas vacaciones del 36 (1975) hasta llegar su gran papel en la televisión, Teresa de Jesús (1983) donde afeó su rostro y jugó no sólo con la santa, sino con la mujer que había bajo ese sayo y que la directora, Josefina Molina, permitió una composición de rol muy diferente a las que se habían visto hasta entonces  y en el que Teresa era Cepeda antes que doctora de la iglesia y capaz de ser escritora y fundadora antes que patrona de los escritores y santa. Aquello le valió el aplauso unánime de aquel país que comenzaba a ver la religión desde su propia concepción y no la impuesta hasta ese momento. Pero Concha no quiso encasillarse y dejó los hábitos de las carmelitas descalzas para enfundarse en mallas y vestidos de lentejuela generosamente escotados en la revista para no encasillarse ni que la encasillaran. 

Siguió trabajando, arruinándose con superproducciones, como Hello, Dolly! y sufriendo un matrimonio que nunca influyó en su capacidad actoral. Siempre supo quitarse esos zapatos de la calle para pisar el escenario.

Pero antes llegó su mejor interpretación, si es que se pude destacar realmente una, más allá de la anecdótica Chica yeyé de la que todo el mundo habla, y es la Palmira de Más allá del jardín (1996) donde interpreta a una mujer madura miembro de la decrépita aristocracia sevillana que entra en crisis y deja de ser la señora para convertirse en la persona. La metamorfosis que hace del personaje, desde la profundidad del yo más social al más íntimo, de la psicología social a la evolutiva. Del qué dirán al aquí estoy yo. Aquí, Concha se convierte en la más grande dama del cine y eso en España se paga. Así que no le dieron el Goya, pero sí al resto del elenco femenino, secundaria y actriz revelación a Mary Carrillo e Ingrid Rubio respectivamente. La academia estaba tan avergonzada, aunque nunca lo reconocieron en público, que le concedieron uno de honor años más tarde. Esperemos que este año, que los premios se dan en su casa se le haga un homenaje como corresponde y donde todos aquellos que votan den el merecido aplauso a esa mujer que se subió a un escenario a los catorce y se bajó a los ochenta, privilegio de muy pocos y de casi ninguna.

Ayer, día dos de diciembre, la despedíamos como lo que fue: una gran mujer, una gran persona y una inconmensurable artista y como decía ella: “al que no le guste que le den por saco”.

Gracias por haberme puesto la piel de gallina tantas veces y obligarme, tú también, a sentirme tan orgulloso de haber nacido en esta tierra, en Valladolid, de donde tú era muchachita y, repito, gran dama.

Carlos Ibañez

Revista Atticus