Crítica película Los pequeños amores de Celia Rico Clavellino

Ficha

Año: 2024.

Duración: 95 min.

País: España.

Dirección: Celia Rico Clavellino.

Idioma original: castellano.

Guion: Celia Rico Clavellino.

Fotografía: Santiago Racaj.

Reparto: María Vázquez, Adriana Ozores, Aimar Vega, Blanca Apilánez, Ferran Rañé, Camille Figuereo, Miguel Ángel González, Marta Fons, otros.

Productora: Arcadia Motions Pictures, Viracocha Films, Noodles Productions, RTVE, TV3.

Género: cuidados, familia, relaciones humanas.

Premios: Biznaga de Plata y Premio Especial del Jurado en el Festival de Málaga, 2024. Premio a la Mejor actriz de reparto Adriana Ozores.

Sinopsis

La madre de Teresa, Ani, (Adriana Ozores) ha tenido un accidente doméstico que la inmoviliza temporalmente en una silla de ruedas. Su hija Teresa (María Vázquez) tiene que ir a ayudarla, a cuidarla, modificando sus planes de vacaciones. La relación obligada entre madre e hija durante la convalecencia, después de muchos años de vida independiente, será ocasión de desencuentros, roces, incomodidades, pero también una oportunidad para rememorar asuntos del pasado, ajustar algunos recuerdos y recomponer una relación entre madre e hija superadora de malentendidos y conflictos.

Crítica

La relación con nuestra madre, con nuestro padre[i], varía durante los años, pasando del amor incondicional (en general) durante la infancia, a la relación conflictiva a partir de la adolescencia y la emancipación de los hijos, hasta alcanzar (a veces) el momento en que esos hijos empiezan a justificar y a cuidar a sus padres y madres, en una inversión de papeles que da la edad.

La nueva película de Celia Rico Clavellino sigue cronológicamente esa evolución vital: si en Viaje al cuarto de una madre (2018), su película anterior, el personaje de Anna Castillo busca su independencia, dar el salto a la madurez, en tanto el personaje de la madre (Lola Dueñas), se resiste y pone trabas porque se niega a aceptar que su hija ha madurado y a reconocer que “el nido debe quedar vacío”, en Los pequeños amores contemplamos qué puede ocurrir veinte años después entre una madre y una hija. (Las dos películas no tienen ninguna vinculación argumental).

Si Viaje al cuarto de la madre pudiera adscribirse al género del drama, o del melodrama (por ser un drama atenuado, nada más), en Los pequeños amores la cineasta ha elegido un tono de suma contención, donde ha evitado toda estridencia emocional, todo ajuste de cuentas del tipo de Celebración (1998) de Thomas Vinterberg (recuerden: el padre celebra un fiesta y se desencadena un aquelarre de ajustes de cuentas), o de Sonata de otoño (1978) de Ingmar Bergman, por poner dos ejemplos. Celia Rico busca otro territorio más sutil, donde los conflictos acumulados inevitablemente en una vida de relación entre madre e hija, afloren, pero sin ira, sin odio, buscando un espacio común de entendimiento, repasando la relación entre ambas y hallando lo que las une con fuerza de hierro, como es la fuerza de las emociones compartidas. La vida suele tener más de esto último que de lo primero.

Ese territorio emocional se corresponde con un territorio físico, como es una casa de campo, modesta, aislada del pueblo, donde la madre ha decidido vivir su vida solitaria, independiente, aferrada a sus rutinas, a sus quehaceres cotidianos como puede ser pintar la fachada de la casa subida en una escalera, sin contratar a pintores porque son unos “careros” y no saben hacer bien, además, su trabajo. El espacio también lo es el verano en que se sucede la historia: un verano caluroso, donde hay que abrir las ventanas para airear las habitaciones o encender el ventilador, y que obliga a ir con ropa ligera para estar más cómodos. El calor se palpa en la película, como el silencio, o el ruido de los objetos y hasta de los electrodomésticos. Todo contribuye a trasmitirnos no solo información, sino breves emociones.

La hija, Teresa, ha tenido que cambiar sus planes de vacaciones debido al accidente de su madre, en los que preveía un viaje hasta la localidad donde reside un amigo; la relación entre ambos está por hacer, pero está claro que Teresa ha puesto ciertas ilusiones en ese viaje y en la posibilidad de un amor o de una relación estable. Temas como la maternidad, la edad (es una mujer de cuarenta y pico años), o la soledad, rondan en los mensajes o en los audios que le envía a él, y no tanto en las conversaciones que no mantienen. Nada se apunta claramente en estas escenas, pero lo intuimos porque así lo ha dispuesto la directora, mediante pequeños detalles.

El reencuentro con la madre lesionada y en silla de ruedas no es algo deseado por ambas partes. La madre lo necesita y la hija considera que es su deber atenderla. Ambas llevan haciendo sus vidas de forma independiente hace muchos años, la madre desde su viudedad y la hija desde que empezó a trabajar. Cada una tiene sus rutinas, sus manías. En el caso de la madre se da la circunstancia de que está en su terreno, de que tiene la jerarquía de ser madre y algo que subraya la directora en sus entrevistas: la madre ya no tiene expectativas de futuro, o grandes proyectos por realizar (salvo pintar la casa); la madre se ciñe solo a lo que pasa. La hija, en cambio, tiene todavía expectativas, para ella lo importante de su vida es lo que no ha pasado todavía y puede todavía suceder o no suceder. Es algo que hemos experimentado todos en nuestra vida, o que seguimos experimentado. Juan Benet en Volverás a Región lo expresa certeramente: “El presente ya pasó y todo los que queda es lo que no pasó… El pasado no es lo que fue, sino lo que no fue”.

La discordancia entre la madre e hija la vemos (nos lo muestra la directora) en los detalles mínimos de la vida cotidiana: usar o no el lavavajillas, hacer un gazpacho o comprarlo ya hecho, dando lugar también a pequeños desquites sin importancia, pero que establecen un nueva jerarquía entre quien puede ayudar o cuidar (la hija), y quien recibe la ayuda o los cuidados (la madre). Para contarnos esto, tanto el guion como la puesta en escena (con muchos interiores), tienen que estar muy aquilatadas, muy medidas, para conseguir como un orvallo empaparnos suavemente con la historia.

Teresa ha postergado ese viaje que piensa realizar a Massachusetts, donde reside su amigo. Un viaje del que tiene conocimiento la madre y del que, desde su visión de la vida, intenta disuadir a la hija. Intenta convencerla, sin argumentos, de forma indirecta, de que a su edad debe abandonar cualquier expectativa. Desde luego no es una edad para renunciar a todo, como es obvio, pero sí, por ejemplo, es la edad de optar por ser madre biológica o no serlo. Es algo que gravita en las actitudes y en las desisiones de Teresa.

En la actitud de la madre de Teresa tampoco hay frustración ni en la de Teresa ninguna necesidad de revancha. Solo hay distancia, cosas por hablar, cosas desconocidas mutuamente que en la forzada convivencia van aflorando sin ansias de revancha: las escenas de ambas en la cama, tumbadas, son muy bonitas. Ambas confiesan algunas cosas que hasta ese momento no habían compartido y en ese intercambio va surgiendo cierta comprensión de una sobre la otra.

La presencia de un joven pintor (Aimar Vega), contratado para acabar la tarea interrumpida por el accidente de la madre, amplia la perspectiva de la película más allá del ámbito de la madre y la hija: Teresa se atreve a aconsejar al joven pintor para que cumpla su expectativa de ir a estudiar teatro y separase de su novia que va a viajar a Londres. Pero el chaval optará por vivir el presente (y acompañar a su novia), y no por perseguir su ambición, lo que nos da a entender que Teresa en su momento optó por lo contrario.

Celia Rico recurre a la contención en el desarrollo de la trama, a lo sutil, o lo entrevisto, pero con una línea muy clara y legible. Es la misma naturalidad y sencillez con la que vemos a las dos actrices, que hacen un trabajo extraordinario, trasmitirnos sus emociones con una mirada, un gesto, sin ninguna estridencia, sin ruido innecesario, donde solo una canción como es El bello verano (Family) se puede oír de fondo, sin una banda sonora que subraye innecesariamente lo que vemos. Tanto Adriana Ozores como María Vázquez construyen dos grandes personajes desde la cotidianidad. Y es aquí donde la directora ha tomado también otras decisiones significativas como mostrar a la madre y a la hija en su intimidad, sin apenas maquillaje o sin especial cuidado por mostrar el mejor perfil de ninguna de ellas, ni de Adriana Azores, ni de María Vázquez. Habíamos visto a María Vázquez en Matria, en un papel muy diferente, siempre al borde del grito, y aquí nos reconciliamos con ella, en este papel que nos hace ver sus emociones sin aspavientos.

Los pequeños amores del título de la película son estos, es de suponer, los de la ayuda y el cuidado, los que permiten comprender a los demás y que nos comprendan a nosotros; también la necesidad de que los hijos justifiquen a los padres, a la madre en este caso, pero también que la madre (de saber hacerlo) lo haga con la hija, a la acabará animando para que realice ese viaje a Massachusetts, o a realizar un viaje juntas en otro momento.

La cineasta, Celia Rico Clavellino, ha sabido contárnoslo y hemos disfrutado de ese juego de perspectivas, de diálogos, de encontronazos sin importancia entre una hija y una madre. La directora ha continuado en Los pequeños amores la reflexión sobre la relación materno-filial iniciada Viaje al cuarto de mi madre, y ya veremos si continúa haciéndolo.

Una película que lleva en el titulo la palabra “pequeño”, pero cuenta cosas importantes desde las cosas pequeñas, aquellas que en el fondo son las más grandes.

Os dejo un tráiler:

                                                                                                                            Gonzalo Franco Blanco

Revista Atticus


[i] No es lenguaje inclusivo, que pudiera serlo perfectamente: sigo una regla de los sefardíes en su judeoespañol que consideran aberrante decir “los padres”, como si tuviéramos más de un padre biológico. Algo aprendido en El retorno a Sefarad de J. M. Estrugo, un sefardí que quiso ser español (había nacido en Esmirna), y no solo lo consiguió, sino que lo ejerció con todas sus consecuencias: combatió por la libertad en el ejército republicano y tuvo que exiliarse a México.