Crítica novela Toda tu vida en mí de Salvador Navarro

Crítica Toda tu vida en mí de Salvador Navarro por Carlos Ibañez

TODA TU VIDA EN MÍ

            Una vez más Salvador Navarro nos narra una historia repleta de tantos matices que, en realidad es un cúmulo de historias que desembocan en una central convirtiendo lo que parece un riachuelo en una frondosa, y repleta de caudal, Amazonía donde es raro no aprender de cada uno de sus personajes a como no hay que ser para poder subsistir, existir o, directamente, permanecer en este mundo.

            De alguna manera su nueva novela cierra una trilogía de personajes femeninos mirándose al espejo y descubriendo quiénes son y despojándose, como la última poesía de Juan Ramón Jiménez, de ropajes extraños. En Nunca sabrás quién fui, aunque el protagonista parece un hombre, un periodista con pocos escrúpulos, es en realidad el conocimiento de la mujer sudamericana, y de su antigua amante, a la que nunca hay que olvidar, lo que nos hace situarle, y situarnos, en el reflejo que el autor nos coloca en sus páginas, barrocas y abigarradas, pero con un lenguaje tan pulcro y dinámico que parecen pinturas del último renacimiento o el primer manierismo, como las pinturas de Pantoja de la Cruz mientras Rubens irrumpía con su nueva forma de pintar en aquella corte de Felipe III a orillas del Pisuerga. Después nos regaló, porque Salvador Navarro siempre regala, nunca publica solamente, Y si aparece, donde nos vuelve a poner un retrato femenino con un fondo repleto de trasfondos, lo que nos vuelve a retorcer el alma mientras leemos y gozamos con su prosa. Y ahora, con Toda tu vida en mí nos habla del eterno femenino en distintas edades y con un espejo aún más grande: una mujer que encara su madurez, su hija y una anciana a la que visita porque ha contemplado la muerte en un accidente de tráfico (que no parece tal) de su nieto, uno de estos paqueteros a los que denominamos por desconocimiento de nuestra propia lengua con el anglicismo superfluo rider, que a mí siempre me trasporta a la última canción que grabó Jim Morrison con The Doors. Y trenza una historia donde todo se va complicando, como la vida de la protagonista principal, esa mujer que afronta su mediana edad con una hija sáfica de diecinueve años, un hijo acusado de violación, un marido ausente, primero en casa y luego definitivamente, y la anciana repleta de recuerdos y remordimientos que vivió media vida en aquel Tetuán español del protectorado antes de abandonarlo a la monarquía alauí o devolverlo, que cada cual utilice el giro que más se acomode a su pensamiento. Y, en medio de todo esto, reaparece Reyes, a quien conocimos en la novela anterior del autor, una sevillana de armas tomar que se fue de peluquera a Londres y que ahora es libre en esa libertad que da ser esclavo de tu propio negocio para que de los impuestos sustanciados de sus beneficios vivan unos cuantos vagos (da igual el partido, no tanto la familia). Y Reyes pasa de amiga de refilón a confidente y compañera de fatigas de Maru, esa farmacéutica a tiempo parcial abandonada y que, en un momento dado, en cuanto crio a sus hijos, decidió sentir lo que toda mujer merece: el deseo, la lujuria y el fuego de unas manos ajenas y de todo lo que no son las manos.

            Salvador retoma su admiración por Paul Auster y su prosa cruda urbana y cuajada de detalles de la ciudad, del encuentro que nos hacen matizar a cada personaje a través de éstos. Sin olvidar su cinefilia y todo ese cine británico que muestra en sus composiciones, en este caso Ken Loach, Tony Richardson o Lindsay Anderson se ven de fondo: desde la denuncia social del primero, pasando por el deseo de comprensión personal del segundo o la labor para su aceptación del cine del tercero, pero en los tres casos, como en Auster, como deseo de reafirmación tras una ruptura y un renacimiento de esas cenizas que todos deseamos ser alguna vez para poder emprender y comprender una nueva etapa y Maru sabe que no quiere ser Beatriz, la anciana, pero tampoco que Lidia, su hija, se parezca a esa parte de su yo en pasado. Por si fuese poco, tiene un hijo manchado por una acusación y un odio visceral mutuo con él y hacia él, recordando otras tóxicas relaciones de progenitores y vástagos donde ella se siente, a veces, como Abraham desoyendo a Dios y liberando al cordero para que Isaac caiga bajo su cuchillo, tal y como nos narró Moisés en el primer libro de La Biblia, el Génesis. Y que se han repetido varias veces como fórmula del éxito literario, desde Carrie, de Stephen King, la más conocida, hasta la reciente finalista del Booker Prize, Azúcar quemado, de Avni Doshi.

            Y como Salvador odia las historias lineales, muy al estilo de Godard y su “ya sé que es necesario que las historias tengan un principio, un nudo y un final, pero no siempre hay que colocarlas por ese orden” juega con retornos, recuerdos, sensaciones que traslada la anciana a Maru y ésta nos lo muele como el café, que es tan parecido a la vida, porque huele mejor que sabe, hasta hacernos ver un porqué siempre, que, a su vez, explica hacia dónde va la historia principal.

            Nunca es, sin embargo, deslavazado ni desorienta al lector, sino que le va marcando sendas, siempre abiertas, para que las siga o las desdeñe, pero advirtiendo que esto último, puede hacerse perder parte del retrogusto que sus novelas siempre poseen, como un buen vino o el mejor de los cafés y su aroma.

            Por si fuese poco, que para la mayoría de los autores actuales es más que suficiente, Navarro nos brinda un doble perfil psicológico de sus tres heroínas, y de Reyes, que ya lo teníamos y sólo ha habido que retrotraerse a Y si aparece. El lado social casi nunca muestra aristas, pero el yo íntimo es un cúmulo de éstas, algunas de ellas repletas de espinas clavada aguijoneando el alma, principalmente de Beatriz y de Maru, pero sin olvidar todo lo que sufre en silencio Lidia por la relación de su madre con su hermano, el abandono de su padre y su necesidad de ser feliz en medio de este cúmulo de conflictos y que, este es mi único pero, me hubiese gustado más que explorase Salvador, porque sé que lo hace como nadie, ese amor lésbico, ese amor (sin apellidos), que para él salva al universo de su propia maldad y condena a quienes no lo ven así a penas de soledad y aburrimiento vital, tal y como nos narraba en una de sus más exitosas canciones Leonard Cohen, aunque a él sólo eran veinte años como sentencia.

            Además, Salvador se hace personaje de su propia novela escribiendo y consiguiendo contactos para evitar que Beatriz sea desahuciada y parezca un personaje más de la maravillosa pintura hiperrealista de Max Ginsburg de título Foreclosure (Desahucio). Aquí agradezco que en un momento dado la narración se vaya a la primera persona para hacerla más personal sin caer en el solipsismo.

            Nada más, ni nada menos, salvo pedir, una vez más, que la lean, que la disfruten tras interiorizarla e imaginar como esos personajes podríamos ser cualquiera de nosotros, con nuestras máculas y virtudes, con nuestra personalidad y su carácter, con nuestra maravillosa inseguridad de no saber hacia dónde vamos y sólo conociendo quienes somos… Que no es poco.

Para más info.

Carlos Ibañez

Revista Atticus