Crítica Siempre nos quedará mañana de Paola Cortellesi

Ficha

Título original: C´é ancora domani.

Año: 2023.

Duración: 118 min.

País: Italia.

Dirección: Paola Cortellesi.

Idioma original: italiano. VOSE.

Guion: Furio Andreotti, Giulia Calenda, Paola Cortellesi.

Fotografía: Davide Leone (en blanco y negro).

Música: Lele Marchitelli.

Reparto: Paola Cortellesi, Valerio Mastandrea, Vinicio Marchioni, Romana Maggiora Vergano, Giorgio Colangeli, Yonv Joseph, Eamanuela Fanelli, Francesco Centorane y otros.

Productoras: Wildside, Vision Distribution, Sky Italia, Netflix, Ministerio della Cultura italiano.

Género: comedia melodramática.

Sinopsis

Italia, año 1946, una familia romana formada con tres hijos lucha por salir adelante en las condiciones de la posguerra: Delia, la madre (Paola Cortellesi), Ivano, el padre (Valerio Mastandrea), Marcella, la hija mayor (Romana Maggiore Vergano), y dos hijos más pequeños. Delia es el sostén de la familia, no solo desde su rol de ama de casa y cuidadora de su suegro Ottorino (Giorgio Colangeli), sino como realizadora de mil trabajos informales que ayudan a sostener la economía familiar. Como tantas mujeres soporta el dominio absoluto de su marido y frecuentes maltratos. En lontananza se encuentran la boda de su hija mayor y la primera vez (tras el fascismo) en que las mujeres podrán votar. Son dos de las ilusiones de su vida, pero no las únicas.

Crítica

Para conocer o intentar aprehender la Italia de 1946 y de los años posteriores a la guerra, lo mejor, lo más sensato desde un punto de vista histórico y cinematográfico, es ver el cine de los grandes maestros del neorrealismo: Roberto Rossellini (Roma, ciudad abierta de 1945) Vittorio de Sica (El limpiabotas de 1946 o a Luchino Visconti (La tierra tiembla de 1948). Me pregunto qué hubiera pensado Cesare Zavattini, guionista de grandes cintas neorrealistas, si hubiera podido ver Siempre nos quedará el mañana. Es evidente que no podemos saber la respuesta (murió en 1989), pero hubiera, quizá, contestado: ya lo contamos nosotros; y no solo mejor, sino contando la verdad.

Y no es que no se pueda volver a contar lo sucedido en el pasado desde el presente. Más bien es un deber volver a contar el pasado desde nuestro presente, porque la historia del pasado es la historia de nuestro presente, el de ahora mismo. Por esto, a ese imaginario Zavattini, de cuya venerada memoria me permito abusar, no le hubiera gustado probablemente esta película pero hubiera interpretado muy bien porqué se ha hecho así y ahora.

La película ha obtenido un rotundo éxito de taquilla en Italia, con varios millones de espectadores, superando a Barberheimer, que no es una película, sino el híbrido periodístico aplicado a Barbie (Greta Gerwig) y a Oppenheimer (Christopher Nolan).Y no es difícil entender que si el público no asalta los cine para volver a ver (o ver por primera vez) Roma, ciudad abierta, no solo es porque Siempre nos quedará el mañana sea una comedia, o un melodrama a ratos musical, sino porque nos cuenta una historia digerible, maquillada, y lo hace en nombre de conceptos que todos (o casi todos) respetamos como es la igualdad entre hombres y mujeres, el feminismo y la lucha contra la violencia de género. Barbie (en otra dimensión) ya jugaba a banalizar estas cuestiones, como Oppenheimer lo hacía sobre las consecuencias de la bomba atómica.

El cine, como nos recuerda Pere Gimferrer, es un arte visual: en Roma, ciudad abierta, o en un melodrama de Douglas Sirk, estamos viendo más de lo que cuenta el guion de una sociedad determinada y de su momento histórico. Basta abrir los ojos. No se tratará la cuestión del feminismo de forma explícita en la película de Rossellini, pero vemos a través del papel de Anna Magnani cuál era la situación de la mujer en la Italia de 1945 y cuáles eran sus roles. 

Siempre nos quedará mañana tiene concomitancias con la operación blanqueadora de Cuéntame cómo pasó, la serie española que obtuvo un gran éxito. Era una visión nostálgica de una familia, de un vecindario, de una ciudad, desde el presente, al estilo de cómo individualmente recreamos nuestra memoria desde el hoy, puliendo las aristas, inventándonos alguna anécdota, porque todo ese pasado ha tenido un sentido si el presente lo justifica. En la extraordinaria O auto das ánimas (2023) del documentalista Pablo Lago, vemos cómo el director regresa a su pueblo y a su familia para enfrentarse a un mundo del que huyó y con el que quiere reconciliarse. Es una necesidad que tiene él y que nadie le ha demandado. Cuando conversa con su abuela, esta le asegura que ha cumplido con los deberes que tenía en la vida y que, por tanto, se siente satisfecha. Sin dudar de su sinceridad, y aplicado a nuestro entorno familiar, es la misma respuesta que podemos obtener de nuestras abuelas o de nuestras madres: al mirar su vida hacia atrás, a pesar de las durezas y las carencias, sienten que han cumplido con sus obligaciones y que bien está lo que bien acaba.

La operación nostalgia al nivel de una sociedad (la italiana en este caso) funciona de forma parecida; una sociedad opulenta en general, satisfecha de sí misma, mira con nostalgia su pasado y lo reelabora: “lo pasamos mal, pero aquí estamos; hubo cosas feas, pero conseguimos superarlas; tras la mugre, la violencia, el hambre (y quizá por todo eso), alcanzamos la prosperidad”. No es casual, sino deliberado, que el fascismo (tan cercano en el tiempo), la propia guerra, la actuación de los partisanos, la polémica en la sociedad italiana sobre la continuidad de la monarquía o la instauración de la república, no aparezcan sino como un telón de fondo difuso, ininteligible quizá fuera de Italia. El padre de familia ha estado en dos guerras, pero nada más sabemos: es solo un chiste.

La directora, actriz y humorista Paola Cortellesi así lo ha entendido, ha captado esa necesidad real o inducida de que nos cuenten una historia bonita sobre nuestros abuelos y nuestros padres. Y que conste que ella y los guionistas lo hacen de una forma inteligente y a veces desarmante por su atrevimiento y por la ruptura (pura disrupción) entre los que vemos en una escena y su tratamiento cinematográfico. El inicio de la película es propio de un buen gag: una mujer (Delia) se despierta, dice buenos días y el marido le propina una bofetada. El tono, narrativamente, está marcado. Este marido odioso, marcial y presumido, utiliza la violencia a mansalva, pero las escenas de maltrato doméstico, de violencia de género, son convertidas en una danza con música de fondo, a veces anacrónica, pues pueden ser composiciones del futuro. Es una decisión estética, pero no deja de serlo, ante todo, comercial (y política): en una comedia melodramática (piensan los autores) no encajaría esa violencia contada como algo serio y reprobable, rompiendo el buen rollo de la película.

La vida de la familia se desarrolla en un semisótano donde cada miembro se ajusta a su rol social. El padre trabaja fuera, en algo polvoriento. La madre realiza las labores domésticas, incluido cuidar de su suegro, un tipo malhumorado y repelente; dedica el poco tiempo que le queda a hacer “trabajillos” (coser, confeccionar paraguas) para complementar la economía familiar, siempre a la carrera y a veces disimulando o mintiendo. La hija mayor (una belleza) no tiene otra salida que un buen matrimonio y parece, de momento, que puede conseguirlo casándose con el hijo de un tendero, pura clase media en ese momento. Los dos hijos pequeños solo son figurantes de la comedia.

Hay un momento culminante de la película como es esa posible boda de la hija mayor. El padre de la novia es orgulloso, pero sabe que el enlace puede ser conveniente. El tono de comedia al estilo de las películas de Dino Risi (Perfume de mujer) o de Pietro Germi (Divorcio a la italiana), está conseguido. La directora maneja muy bien los tiempos y los gags en esa comida de pedida con los dos familias reunidas y además con la aparición estelar del abuelo. En ese tono de comedia a la italiana es donde Paola Cortellesi consigue sus mejores momentos. Es una gran cómica, sin duda. O en las escenas entre el abuelo (que no puede levantarse la cama) y su hijo con las lecciones sobre cómo tratar a una mujer, que nos recuerdan algunos de los enxiemplos de El conde Lucanor de Don Juan Manuel. En cambio, en los melodramáticos, los recursos son más obvios, y en los de intriga puede llegar a la cursilería cuando no a la trampa: es el caso del soldado afroamericano (totalmente inverosímil) o el del amor de juventud de la madre.

Este recurso descarado a la trampa melodramática puede llegar a ser un tanto escandaloso en el final de la película. El guion lo ha preparado bien: la hija mayor Marcella achaca a su madre que es una esclava del padre y que nunca ha hecho nada por salir de su situación de sometimiento y de maltrato. Es bien cierto que esa hija va (quizá) a repetir el mismo papel casándose enamorada de su novio de clase media. Pero la hija es joven y tiene que aprender de la vida. A la vez, los espectadores sabemos que la madre sí hace cosas para “obligar” a la hija a seguir otro camino. Como nos hace creer el guion que también va a hacer la madre con su propia vida.

El final de la película es emotivo, no tanto por esa intriga mal resuelta y tramposa, sino porque nos habla de un triunfo colectivo: el 2 de junio de 1946 las mujeres italianas pueden volver a votar tras la dictadura fascista y la guerra. Mujeres y hombres se agolpan en los colegios electorales para ejercer ese derecho prohibido o imposible en las décadas anteriores. Mi memoria que llevó a la II República española y el sufragio femenino ejercido por primera vez en 1933. En un momento madre e hija se ven y se entienden. Los espectadores respiramos ante esta reconciliación, sobre todo porque sabemos más que la hija, que desconoce todos los esfuerzos de la madre para que ella elija su vida.

Si hay aspectos muy discutibles sobre la concepción general de la película, sobre el propio guion (con trampas argumentales), su verosimilitud narrativa, o sobre la controvertida disrupción del baile en los momentos de violencia, o del uso de decorados para reproducir la Roma de 1946 contra todos los postulados de sacar a las cámaras a la calle del neorrealismo, hay poco que objetar a las interpretaciones de las actrices y de los actores. Empezando por la propia directora en el papel de la madre, de Delia, o en la de Valerio Mastandrea como el padre, Ivano, que produce inquietud en el espectador con su sola aparición en escena: un trabajo admirable, que hubiera necesitado algún matiz que lo humanizara para no rozar la caricatura en algún momento. Excelente también el papel, más breve, del suegro de Delia, Giorgio Colangeli, que lo borda haciéndose especialmente aborrecible. Y un descubrimiento con mucho futuro por delante, el de Romana Maggiora Vergano, como la hija mayor, con una mirada arrebatadora.

Siempre nos quedará mañana es una película con una ambientación cuidada, que ha recurrido al blanco y negro (esplendido) como recurso nostálgico más que cinematográfico, con un elenco de primera, que no duda, bien es cierto, en trampear en la intriga, en edulcorar lo ingrato, como es la violencia de género, en rozar lo inverosímil, o en regalarnos momento cómicos con un objetico muy claro: intentar gustar a mucha gente a toda costa.

Si en El sol del futuro, Nanni Moretti nos cuenta que dependiendo del presente que nos trabajemos así será nuestro futuro, en Siempre nos quedará mañana, Paola Cortelesi solo nos quiere consolar con un mañana (o un más allá) donde quizá merezcamos nuestra recompensa.

Os dejo un tráiler:

Gonzalo Franco Blanco

Revista Atticus