Crítica película 20.000 especies de abejas de Estibaliz Urresola

Crítica 20.000 especies abejas de Estibaliz Urresola Solagure por Gonzalo Franco Blanco

Ficha

Título original: 20.000 especies de abejas.

Año: 2023.

Duración: 129 min.

País: España.

Dirección: Estibaliz Urresola Solaguren.

Idioma original: castellano y vasco (V.O.S.E).

Guion: Estibaliz Urresola Solaguren

Fotografía: Gina Ferrer.

Reparto: Sofía Otero, Patricia López Arnaiz, Ane Gabaraín, Itziar Lazkano, Martxelo Rubio, Sara Cózar, Miguel Garcés, Unax Hayden, Andere Garabieta.

Productora: Gariza Films, Inicia Films, ETB, ICAA, Movistar Plus, RTVE.

Género: cine social. Transexualidad.

Premios: Festival de Berlín 2023, Oso de plata a la Mejor interpretación para Sofía Otero. Festival de Málaga 2023, Biznaga de Oro a la Mejor película y Premio a la Mejor actriz de reparto para Patricia López Arnaiz.

Sinopsis

Cocó, de ocho años, no encaja en las expectativas del resto de personas que la rodean y no entiende por qué. Todos a su alrededor insisten en llamarlo Aitor pero no se reconoce en ese nombre ni en la mirada de los demás. Su madre, Ane (Patricia López Arnaiz), sumida en una crisis profesional y matrimonial, aprovechará las vacaciones de verano para viajar con sus tres hijos a su pueblo y a la casa materna, donde reside su madre (Itziar Lazkano), y lugar donde también vive su tía Lourdes (Ane Gabaraín), dedicada, entre otras tareas, a la apicultura y muy ligada a la naturaleza y al campo. Ese verano obligará a estas mujeres de tres generaciones muy distintas a repasar su pasado y su presente, y a entrar en caminos imprevistos. Y a Cocó/Aitor/Lucía (Sofía Otero) a reconocerse a sí misma y a darse un solo nombre.

Crítica

Lo que no se nombra no existe, se dice en algún momento de la película, y permanece invisible sin una identidad que lo haga reconocible ante uno mismo y ante la mirada de los demás. En una película que usa de metáforas e ideas asociadas, no parece casual que una hermana de Ane, la madre de Cocó, quiera bautizar a su hijo con ese nombre de pila (bautismal) que da el sello de entrada en una comunidad, en este caso al de la catolicidad o al de la costumbre social.

Ane (Patricia López Arnaiz) se traslada con sus tres hijos desde Bayona, donde viven, a una localidad del País Vasco en España que podría ser Llodio. En el coche donde el padre las lleva a la estación percibimos que hay un problema que atañe a Cocó y que hay dos formas de encararlo: la del padre y la de la madre. No tanto porque sean antagónicos, sino porque la madre hace lo que se puede hacer, lo que se debe hacer en estos casos y en otros: acompañar a su hijo Aitor, disimulado bajo ese apodo de Cocó, en su tránsito hacia algo que la madre no quiere todavía nombrar. Y así se lo pide la madre a Cocó: no optes todavía por ser chico o chica, no marques tu futuro antes de tiempo, espera…

Aunque es una película de mujeres presentes (la madre de Cocó, una hermana de Ane, la abuela materna y una tía-abuela), y de hombres ausentes (el abuelo fallecido, el padre de Cocó que tiene que quedarse trabajando en Bayona…), las posturas femeninas no son unánimes y ahí está la madre de Ane que reprocha a su hija que no se ocupe de lo que se tiene que ocupar, en el caso de Cocó, o de su vida matrimonial o de la profesional, dispersa o fracasada.

La película no solo habla del difícil tránsito de una identidad de género a otra, o de la transexualidad, sino de las relaciones en una familia, en ese momento de madurez de los hijos en que empiezan a descubrir y replantearse las relaciones que han tenido con sus padres. La directora está muy atenta a todo esto, no solo porque le resulta de su interés, sino también porque es el contexto amplio por el que se desliza el tránsito de Aitor/Cocó hacia Lucía. Un contexto un tanto prolijo, detallista, en el que la familia, la vecindad, los viejos amigos, el pueblo, las tradiciones, son como una laguna donde la transición de Aitor a Lucía flota y se desliza. Es una metáfora que se explicita en un momento dado del film, en uno de sus mejores momentos: la tía Lourdes y Aitor, ya casi Lucía, ambas flotando en un remanso o en una laguna, conversando, en un entorno donde la tía le dice a la niña que se deje llevar, que no tenga miedo.

Se ha señalado algo que resulta evidente al ver la película como es el tratamiento muy profesional del guion: es decir, el pase del mismo por muchos borradores, y quizá diversos asesoramientos, con la intención de aquilatar bien cada una de las secuencias, de dar oportunidad a todos los personajes (que son numerosos), de pulir los diálogos, a la vez naturales pero demasiado redondos. Es algo que resta cierta espontaneidad al film, como si esa preocupación por el detalle, por el equilibrio de sus partes, nos distrajera a veces de la esencia de la historia, que no es otra que la de la transición de Aitor/Lucía, sobre la asunción de su nuevo nombre que es la asunción de su auténtica identidad.

Porque, sin duda, es en las escenas donde la protagonista es Lucía, encarnada por la niña/actriz Sofía Otero, donde la historia se eleva y mucho ante una intérprete natural que es capaz de expresar el mundo íntimo de su personaje con miradas, leves gestos, que producen una justa admiración pero, sobre todo, nos encojen el ánimo, nos hacen acompañar ese tránsito que está viviendo, con su razonamientos o sus preguntas capciosas según la visión de los adultos. Que le dieran el premio a la mejor interpretación de Berlín es algo casi obvio, pues es una de esas interpretaciones que no solo se mantendrá en mi memoria personal, sino que permanecerá en la memoria colectiva del cine, como lo niños de Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan o de La noche del cazador de Charles Laughton, en otro tipo de cine, bien es cierto, de factura clásica.

En una película donde las actrices sostienen en buena parte la trama, hay que hablar del papel de Patricia López Arnáiz, la madre de Aitor/Cocó/Lucía, que hace un viaje/huida hacia la casa materna, que lo fue paterna tiempo ha, en busca de sus orígenes como hija y como escultora, después de unos años erráticos de los que parece querer desprenderse (incluido su matrimonio), y reiniciar su vida y su vocación. La que fue casa paterna fue la casa del padre fallecido, claro está, pero también del artista, de un escultor cuyo nombre fue famoso, pero cuya obra en el momento presente puede ser pasto del vertedero, liquidado por una viuda con cuentas personales pendientes. Estas vicisitudes personales, a las que se une su protección hacia Aitor, junto al temor a su tránsito hacia Lucía, son visibles en el rostro crispado de la actriz, en su tensión contenida, en sus ataques de rabia, configurando un gran trabajo actoral, complementario del de Sofía Otero.

Y el tercer papel fundamental es de la tía Lourdes (Ane Gabaraín), con una interpretación muy reposada, que encarna la conexión con el pasado, con la tradición familiar, y con la propia naturaleza. Es la apicultora, la criadora de abejas, cuya cera fue empleada por el padre de Ane, y ahora por ella, para modelar su obra escultórica, o para hacer las velas de algunas ceremonias religiosas. Es también la curandera que alivia con el aguijón y el veneno de las abejas los malestares de sus vecinos. Esa conexión con la naturaleza, que es fluida como lo es el agua o lo es viento, junto a las palabras sabias de la tía, por meditadas y por ser fruto de la experiencia, serán para Aitor/Lucía un remanso de paz en su confusión y, también, una forma de despertar a lo que ella se considera o siente. Son quizá las escenas más bellas, las mejor concebidas, y que nos alejan del torbellino de otras escenas más conflictivas. No hay bucolismo en ellas, pues coexisten las colmenas y las huertas de la tía con la presencia cercana de una localidad industrial con toda su fealdad.

La tía conecta también con la tradición familiar, con las costumbres ancestrales, con el país y con su cultura. En el fondo, con otra definición de identidad, asociada en este caso a lo cultural y a lo político. La película ha huido (literalmente) de connotaciones ideológicas y políticamente identitarias, o próximas al debate virulento sobre la ley de transexualidad. Sus derroteros son otros y en cierta manera, siempre implícita, aboga por que no haya fronteras duras entre identidades, bien sean sexuales o de género, o bien políticas o lingüísticas. No es casual que Ane y sus hijos vivan en Francia y se trasladen a España, cruzando una frontera hoy desaparecida, o que los protagonistas pasen de hablar en castellano al euskera, o al francés, y viceversa, con total naturalidad en la misma conversación.

El título de la película, de enorme fuerza y belleza, se corresponde con el número de especies de abejas que existen, pero también, en mi recuerdo, con ese rotundo 20.000 leguas de viaje submarino de Jules Verne o, con más precisión, en La vida de las abejas de Maurice Maeterlinck, un primoroso acercamiento a la vida y a la inteligencia de estos insectos desde la admiración y el amor (que comparto). Pero 20.000 especies de abejas,               en ese uso de la metáfora y de la asociación de ideas, toma el nombre de las abejas como un nexo con nuestro pasado más remoto, ese en el que todavía nos considerábamos parte de la Naturaleza, como un organismo más, antes de nuestra rebelión contra ella, en la que convivíamos en cierta igualdad con otras especies y con nuestros propios mitos primigenios, como esas sílfides convertidas en esculturas por el padre de Ane y usadas por ella misma para otros fines.

Para mí estas escenas son las más conseguidas del film, las más emotivas, que sirven además de colofón a la parte de mayor tensión, que están en la parte final de la historia, cuando Aitor decide ya ser solo Lucía, y hasta los más renuentes la reconocen nombrándola como Lucía. Y donde la niña visita las colmenas y cumple un rito, un rito iniciático, simbólico, que enlaza el pasado remoto, el presente y ese futuro por desvelar, por descubrir.

Una película compleja, muy medida, con muchas capas como una cebolla, que nos descubre a una nueva directora que se une, en mi caso, a ese club personal que tiene cada uno de aquellos cineastas a los que seguir y ver: se llama Estibaliz Urresola Solaguren.

Os dejo un tráiler:

https://youtu.be/6Rt71pJAlr8

Gonzalo Franco Blanco

Revista Atticus