Crítica película El castigo de Matías Bize

El castigo de Matías Biza – Gonzalo Franco Blanco

Ficha

Título original: El castigo.

Año: 2022.

Duración: 85 min.

País: Chile.

Dirección: Matías Bize.

Idioma original: castellano.

Guion: Coral Cruz.

Fotografía: Gabriel Díaz.

Música: Gustavo Pomenarec.

Reparto: Antonia Zegers, Néstor Cantanilla, Catalina Saavedra, Yair Juri, Osqui Guzmán…

Productora: Coproducción Chile/Argentina. Ceneca Producciones y Leyenda Films.

Género: drama. Desaparición u ocultamiento.

Premios: Mejor dirección en el 26 Festival de Málaga, 2023. X Premios Platino del Cine Iberoamericano: Mejor actriz para Antonia Zegers.

Sinopsis

Ana (Antonia Zegers) y Mateo (Néstor Cantanilla) buscan a su hijo de unos siete años que se les ha perdido o escondido en un espeso y solitario bosque junto a la carretera por la que circulaban. La búsqueda o la espera angustiosa (se acerca la noche), con la ayuda de una agente de policía (Catalina Saavedra), desata un diálogo entre la pareja, convertido a veces en discusión, sobre sus motivaciones para ser madre o padre y sobre las decisiones y renuncias que serlo ha significado en sus vidas y en su trabajos. ¿Perdido o escondido?: esa es la cuestión. ¿Castigado (el niño) o castigados (los padres)?: esa es otra buena pregunta.

(Matías Bize obtuvo la Espiga de Oro en la SEMINCI de 2005 con En la cama).

Crítica

Hubo un tiempo en la historia del cine y en nuestras biografías (cuando éramos niños) que parecía que las películas eran cosa de los actores o de las actrices que las protagonizaban, hasta que nos enteramos que eran los directores (casi siempre hombres), los verdaderos autores de los filmes, en un arte necesariamente colectivo. Pero esto ya lo han contado otros.

Viene esto a cuento porque el papel de los guionistas, de los escritores cinematográficos, suele quedar oculto, como algo secundario, cuando el libreto o guion es la base imprescindible, como es sabido, sobre el que se levanta una película. Algo también válido para el cine silente. Una regla que vale para toda película (como arte narrativo y dramático que es), pero que en El castigo adquiere un rasgo casi paradigmático: sin el guion de Coral Cruz, sin sus diálogos, sin la evolución dramática de los personajes a través de las palabras, no tendríamos nada de todo lo demás, y que es mucho: las evoluciones de la cámara, la planificación milimétrica, el trabajo actoral o la fotografía de ese bosque frío e inquietante…

El guion de Coral Cruz podría representarse, probablemente, sobre un escenario teatral pero, como dice la escritora, la obra se desarrolla al aire libre y adquiere unas dimensiones nuevas, propias del cine: empezando por el propio escenario, una carretera perdida por donde solo pasará otro vehículo, en medio de un bosque denso y húmedo que produce desasosiego. La cámara y los personajes apenas se adentrarán en él, en una búsqueda inmóvil, para evitar que se pierdan los propios buscadores y para no destruir el rastro del presunto niño desaparecido. La fotografía de Gabriel Díez conseguiría transmitirnos, por sí misma, sin que hubiera más elementos, esa zozobra. Como puede hacerlo, con otra intencionalidad estética (y comercial), M. Night Shyamalan en El bosque (The Village) o en la reciente Llaman a la puerta (Knock at the Cabin). (Un lugar, con esa carretera y ese bosque, un tanto fantasmagórico o irreal, pues apenas circulan coches -uno solo además del vehículo policial-, y donde no parece necesario y obligatorio poner triángulos o temer un alcance…).

Otro elemento fundamental (acompañamiento imprescindible a ese guion), que nos produce tensión, casi ansiedad, es la elección del plano secuencia y del tiempo real para contarnos la trama. Los planos secuencias pueden ser en algunas películas, y utilizado por algunos directores, un acto de puro lucimiento. No en este film (o en Truffaut). La película se desarrolla en tiempo real, en una unidad de espacio y tiempo aristotélica, que dura ochenta y cinco minutos, lo mismo que los acontecimientos que se desarrollan ante nosotros. La noche está al caer en ese bosque y en esa carretera, así que el tiempo apremia para encontrar a quien se ha perdido o escabullido, antes de que sea imposible y todo esté perdido.

Para ese objetivo de inmediatez la cámara se pega a los dos personajes principales, a la pareja protagonista, a la madre y al padre, y los sigue o, mejor, los acompaña, desde el inicio de la historia en el interior de un coche, y luego en ese tramo de bosque, a orillas de una carretera, donde se desarrollará todo el drama. Un plano secuencia de esa duración es, en sí, una proeza, y así hay que destacarlo, pero sobre todo es un recurso narrativo que pretende y consigue arrastrar al espectador tras los personajes, en sus giros, en sus diálogos, en su angustia compartida. No hay distancia respecto a la cámara, no se deja que el espectador lo vea y juzgue desde fuera, sino que se le empuja a seguir una dinámica que va in crescendo hasta su desenlace. El director rodó, según contó en rueda de prensa en Málaga, siete veces este plano secuencia: es decir, rodó siete veces la misma película hasta decidir que la sexta era la buena.

Y hablábamos del guion de Coral Cruz, aunque nos hemos deslizado, sin querer, a esos otros elementos cinematográficos que completan y complementa su estupendo libreto: desde el mismo planteamiento, que nos introduce de corvejón en el asunto aunque estemos despistados como espectadores sobre la trama de lo contado, pero no sobre la gravedad del mismo y la premura en resolverlo. 

De ahí alcanzaremos en breve cuáles son las claves del nudo dramático: un extravío o una desaparición, o bien un castigo de un niño de siete años a sus padres, como respuesta a un castigo de estos. O una desaparición o un juego perverso al escondite. Dice el paleontólogo Juan Luis  Arsuaga en La vida contada por un sapiens a un neandertal, de Juan José Millás y del propio Arsuaga, que los padres educan a los hijos hasta un momento en que son estos los que los educan a ellos. Con el castigo también puede producirse la misma inversión: quien castiga, los padres este caso a un niño, a su hijo, pueden ser castigados sin piedad por ese hijo, criatura que no está todavía socializada y no sabe qué es la piedad.

La madre (Antonia Zegers) tiene la convicción, y así lo expresa, de que ambos, padre y madre, sufren un castigo y que el niño está escondido. Es una convicción profunda que tiene sus razones. Y desde esta convicción surge como un torrente el nudo de la película, que no es un thriller, aunque pudiera parecerlo en su planteamiento, sino un diálogo entre una madre y un padre, en el borde del abismo, a calzón quitado, sobre su propia relación, y sobre las causas que los llevaron a la maternidad y a la paternidad. Y separar ambos términos en femenino y masculino no es solo una apuesta por el lenguaje inclusivo (que pudiera ser), sino una constatación de los dos papeles tan diferentes que en esta pareja y en esta familia tienen cada uno de ellos.

El rol asignado a esta madre puede conseguir, en principio, que nos caiga mal. Mientras veo la película no puedo evitarlo: me cae mal. Madre sumisa con su propia madre (la abuela), que la llama por teléfono preguntándola insistentemente por la hora en que llegarán a comer, y a la vez dura con ese hijo perdido u oculto. Es ella quien ha tomado la decisión de castigar. Es ella la castigada principal, al volverse como un bumerán su decisión. Se ha citado Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap) de Ingmar Bergman, sin que haya más relación que el hecho de que las dos partes de un pareja se digan todas sus verdades a la cara. Aquí ocurre, y la destreza de la guionista no es solo de profundidad psicológica, de conocimiento del funcionamiento de la pareja, de la misma maternidad, y del grado de miseria moral al que pueden llegar estas discusiones, sino de gradación de ese diálogo convertido en una amarga discusión, en su desnudamiento anímico, también en el acto de amor que supone, porque se desciende a la raíz, al raigón doloroso, para removerlo y ver si hay vida (de pareja) más allá. Un diálogo in crescendo que tendrá su clímax, externo a la discusión, pero no ajeno al nudo de la trama.

Si tuviera que elegir un momento álgido de ese diálogo permanente entre los dos actores, lo haría de ese instante en que Ana (Antonia Zegers) le cuenta a su pareja, Mateo, tres verdades: que ella dejó un trabajo que le gustaba para criar a su hijo, que su hijo tiene un problema grave de comportamiento que no han querido reconocer, y que la maternidad ha anulado todos sus deseos de hacer cosas, de vivir, de respirar y que, por tanto se ha convertido en un tronco hueco, muerto. Una reflexión sobre la maternidad como obligación impuesta o autoimpuesta por algunas mujeres, deudoras de una cultura y de un entorno, como en este caso por Ana. Decisión de la madre ha sido el castigo impuesto al hijo al que alude el título, convertido en autocastigo, no mayor que el infringido a la vez al padre, pero sí con otra dimensión no comparable.

El guion es la base, y así lo hemos reivindicado, pero otro elemento fundamental para su maduración cinematográfica, además de los señalados, es el trabajo actoral de Néstor Cantanilla (Mateo, el padre), por supuesto, pero por razones obvias el de Antonia Zegers, que de ese personaje antipático que contábamos se va convirtiendo en un ser gigante y, a la vez frágil, que desde el dolor por el castigo, por la desaparición u ocultamiento del hijo, acaba rompiendo la carcasa en la que ella estaba escondida para manifestar sus convicciones más íntimas sobre un asunto todavía tabú: las mujeres que no tienen interés por la maternidad, pero que han aceptado ejercerla. A Antonia Zegers hemos podido verla, y admirar su trabajo, en Los perros de Marcela Said, en Una mujer fantástica de Sebastián Lelio, o en El club de Pablo Larraín.

Aportación importante es también la del tercer personaje (que no es el niño), sino la agente de policía (Catalina Saavedra), que desde su profesionalidad, desde su seriedad, desvela una mentirijilla de la pareja, y mantiene con firmeza la serenidad para buscar al niño perdido o escondido, mientras la madre y el padre están a lo suyo: a su sufrimiento y a cantarse sus verdades (y miserias).

Matías Bize ha rodado nueve películas, de las que he podido ver algunas de ellas, empezando por la ya señalada En la cama (2005), sorpréndete Espiga de Oro en la SEMINCI de ese año, La vida de los peces (2010), o La memoria del agua (2015), centrada también en la vida de una pareja y, en este caso, en la muerte de un hijo. Con El castigo, retoma algunos de los temas de su interés (las parejas, la maternidad) y una forma de narrar como es el rodaje en tiempo real o la utilización del plano secuencia.

Mi amigo, y gran cinéfilo, Víctor Moreno Tejero, que la vio en el Festival de Málaga (2023), ya me señaló que no me perdiera esta película y que la clave, para él, era saber quién castiga a quién. Lo mismo digo.

Os dejo un tráiler:

Gonzalo Franco Blanco

Revista Atticus