Crítica película Araña sagrada (Holy Spider) de Ali Abbasi

Crítica Araña Sagrada (Holy Spider) por Gonzalo Franco Blanco

Ficha

Título original: Holy Spider.

Año: 2022.

Duración: 117 min.

País: Dinamarca.

Dirección: Ali Abbasi.

Idioma original: farsi.

Guion: Ali Abbasi, Afshin Bahrami.

Fotografía: Nadim Carlsen.

Música: Martin Dirkov.

Reparto: Zar Amir-Ebrahim, Mehdi Bajestani, Arash Ashtiani, Forouzan Jamshidnejad, Mesbah Taleb, Alice Rahimi, Sara Fazilat, Sina Parvaneh.

Productora: coproducción Dinamarca/Alemania/Francia/Suecia. Profile Pictures, ONE TWO Films, arte France Cinéma.

Género: Thriller noir, asesinos en serie, denuncia política y religiosa.

Premios: Zar Amir-Ebrahim, Mejor Actriz en los Festivales de Cannes y de Sevilla.

Sinopsis

Irán en el año 2001. Rahimi (Zar Amir-Ebrahim) es una periodista que viaja de Teherán a Mashhad, ciudad al noreste de Irán y ciudad santa del chiismo, para investigar los asesinatos que se están cometiendo contra mujeres (y en concreto prostitutas) desde hace tiempo, sin que la policía haya conseguido detener al asesino: un “justiciero” que obra en nombre de la moral más reaccionaria y, a la vez, un megalómano que llama anónimamente a un periódico para contar sus hazañas. La periodista decide no solo investigar, desde una perspectiva informativa, sino que visto el poco celo de las autoridades para solucionar el caso se implica en resolverlo poniéndose ella como cebo. 

Crítica

Cuando el director, Ali Abbasi, se puso a trabajar en el proyecto para realizar esta película, era consciente de las dificultades con las que se iba a encontrar y que, por supuesto, se encontró. La primera el lugar del rodaje, pues las autoridades iraníes, tras una ardua negociación que suponía aceptar censuras o autocensuras, se negaron en redondo a concederle autorización. A continuación Turquía se negó igualmente, se entiende que por presiones de las autoridades iraníes (allí se había rodado, por ejemplo, Conspiración en El Cairo Boy from Heaven-, de Tarik Saleh ante la imposibilidad de hacerlo en Egipto), recalando finalmente en Jordania.

Otra dificultad era elegir al reparto iraní (pues la película esta rodada en farsi, como es obvio o lógico), ante la seguridad de que el régimen de los ayatolás ejercería represalias contra los actores. Así que el director recurrió en buena parte a intérpretes en el exilio o diáspora iraní por el mundo. El caso más dramático fue el de la actriz protagonista, elegida después de una selección muy exigente, que renunció a su papel por miedo a represalias en su país. Algo humano, demasiado humano, y entendible por tanto. El papel, finalmente, lo ha interpretado la directora de elenco, Zar Amir-Ebrahimi, también actriz, que ha obtenido el reconocimiento a su trabajo en los festivales de Cannes y de Sevilla, que la concedieron el premio a Mejor Actriz en 2022.

El caso de la muy excelente Zar Amir-Ebrahimi tiene también su toque surrealista o giliano (del gran Gila), pues la actriz, con una exitosa carrera en su país en culebrones de televisión, tuvo que huir de Irán cuando un despechado (y un desalmado a la vez), filtró en la redes un video totalmente privado de contenido sexual de la actriz y su pareja. La actriz vive en el exilio desde entonces para evitar la cruel y absurda condena que podían imponerla y que la impusieron in absentia: de diez años de cárcel y noventa y nueve latigazos. (Por cierto, que a él no se le condenó igual).

Citábamos antes Conspiración en El Cairo, que formó parte de la sección oficial de la SEMINI 2022, como también fue seleccionada No bears (Khers Nist) de Jafar Panahi, una película sobre un cineasta -él mismo- que dirige desde Irán a sus intérpretes que se hallan en Turquía, al otro lado de la frontera: toda una metáfora del absurdo sobre la teocracia en su país y las dificultades casi heroicas que tienen que vadear los cineastas para ejercer el derecho a la libertad de expresión, a la cultura y al arte sin censuras. (Panahi está condenado a seis años de cárcel por realizar cine).

Ali Abbasi es originario de Irán. Estudió cine en Suecia y ahora reside en Dinamarca. Es un cineasta, por tanto, que se mueve entre la riqueza cultural de Oriente y la de Occidente, entre la intolerancia y la libertad de pensamiento, que pugnan en el interior de todas las sociedades, con mayor o menor éxito según épocas históricas. Un cineasta del que hemos tenido ocasión de ver algunas de sus películas, en concreto Shelley (2016), donde elige el género de terror para contar una historia sobre vientres de alquiler y una inquietante criatura por nacer, o Border -Gräns- (2018), donde también juega con el género fantástico, con la casi intangible frontera entre lo humano y lo monstruoso, sugiriendo siempre más que mostrando, y con un calculado ritmo para darnos a conocer la verdad (participó en la sección oficial de SEMINCI 2018).

En Araña sagrada, Ali Abbasi vuelve a recurrir al género como recurso narrativo: en este caso al thriller o noir. La trama y el ritmo de la película es, en principio, el propio del género, al presentarnos a una periodista en el papel de una investigadora (en el sentido detectivesco) que asume que si ella no realiza el trabajo que debería realizar la policía, el asesino en serie -que llegará estrangular a dieciséis mujeres- seguirá matando hasta que el azar o la conveniencia política decidan intervenir. (Una historia que parte de un caso real).

Un thriller que no duda en violentar las propias normas del noir o policial, pues conocemos al asesino, a Saeed (Mehdi Bajestani), al poco de iniciarse la historia: un buen padre de familia, amante de sus hijos y de su esposa, un albañil autónomo que vive con cierta comodidad y es apreciado por sus parientes y vecinos. Combatió en la guerra entre Irán e Irak por lo que es considerado un héroe (fueron sus mejores años llega a confesar), y es un hombre extremadamente religioso, cumplidor con su fe y muy devoto del santón local. Ahora bien, algo en su mente no funciona, digamos, pues tras su mansedumbre social, puede tener algunos arrebatos de ira, y su sexualidad no deja de estar perturbada con la culpa. El papel de Mehdi Bajestani, el actor que lo encarna, es complejo pues Saeed es representado en su humanidad, con sus contradicciones, con su sufrimiento mental y también con su crueldad y su narcisismo, asumiendo el rol más exigente del elenco actoral.

Saeed -el asesino- recorre con su moto las calles de Mashhad, de noche, buscando prostitutas accidentales, a las que alquila y luego estrangula con su propio velo o hiyab. Como es metódico (y está confiado), realiza sus razzias en las mismas calles y tira los cadáveres en el mismo lugar. Como es un megalómano, telefonea a un periodista local para reivindicar sus hazañas. Porque Saeed se considera un “justiciero”, alguien que limpia la ciudad santa de mujeres pecaminosas, que realiza la labor que las autoridades deberían hacer y no hacen: es la espada de una divinidad ultrajada por el vicio. Un vicio representando por las mujeres, causa en la mentalidad de Saeed y en la de las sociedades patriarcales (es decir, todas), de que los hombres pequen. Es la araña (santa) del título que atrapa “malas mujeres”, porque a Saeed no se le ocurre asesinar a los clientes varones, que son los alquiladores y los peligrosos en verdad, pues tienen el poder de hacer daño (y lo hacen) y de pagar o no pagar por el servicio requerido.

El director no se extravía (salvo al final) en su camino que no es otro que hacer un buen thriller, aumentando la tensión narrativa cuando la periodista va asumiendo mayores riesgos en su empeño por capturar al asesino en serie, sin obviar nunca el contenido explosivo, social y político, de fondo. Vemos a Saeed, el estrangulador, recorrer la ciudad de noche, cometer sus crímenes, y la vez vemos a Ramahi, la periodista, entrevistado a las autoridades, apoyándose en un colega periodista local, soportando las humillaciones del jefe de la policía, de uno de los prebostes del régimen, o de un recepcionista del hotel donde tiene reserva porque es una mujer sola sin marido que la acompañe. Escenas de enorme tensión son aquellas en las que la periodista visita a las madres de las hijas asesinadas, y en las que algunas de esas madres reniegan de ellas, y que me hizo recordar a la madre de La ciudad desnuda -The Naked City– (1948) de Jules Dassin, en la que la madre dice odiar a su hija asesinada hasta que se rompe a llorar ante su cadáver en el depósito. Son las contradicciones trágicas entre el amor y las normas sociales y religiosas impuestas.

El thriller juega, a la vez, a ser un antithriller, pues no solo conocemos al asesino desde casi el inicio del film, sino por el propio desarrollo del film, sencillo y algo tosco, que aunque el director lo niega recuerda, muchas veces, al cine iraní que hemos visto estos últimos años: la vida familiar, las casas, los picnics, las procesiones religiosas… Lo que no impide que la película nos transmita suspense y tensión en aquellas secuencias en las que vemos al asesino saliendo de “caza”, o que el director recurra a cierto morbo (propio de su filmografía anterior) en la representación de la atrocidad, por cierto detallismo crudo en la mecánica del estrangulamiento, en la sordidez de callejones, viviendas y descampados donde discurren los hechos, o en la depauperación de algunas mujeres enganchadas al opio afgano, y que es la causa de que muchas de ellas ejerzan la prostitución.

En este thriller no puro (en contraste al estilo de Zodiac de Fincher, por ejemplo), hay un momento lógico (la detención del asesino en serie) en que la película se transforma en un arma de denuncia, en cine político: porque el juicio público al que se somete a Saeed, o el debate en los medios oficiales o en la calle, o en parte de ella, trasforman al asesino en serie en un “justiciero”, en un enviado de la divinidad para limpiar las calles de vicio, representado solo por la mujeres, en una denuncia también de la hipocresía del régimen al permitir ciertos desahogos a los varones iraníes. Las contradicciones de un régimen teocrático asoman por sus costuras, pues el asesino en serie es a la vez una metáfora de un régimen criminal con sus propios súbditos, sobre todo si son mujeres, y un vaciado de su doblez al dudar entre salvar a un asesino múltiple de la horca y de los latigazos o colgarle para convertirlo en un mártir. Hay dos escenas realmente demoledoras sobre la capacidad de los notables del régimen de mentir en nombre de valores supremos. Como es demoledora la dicotomía entre justicia o venganza que también afecta, en un momento clave, a la propia periodista: un ser humanos como todos, incluido este espectador.

Como coda, y en la línea de denuncia ya señalada, la película, ya convertida en casi un documental o en un reportaje televisivo un tanto sensacionalista, nos muestras cómo el asesino en serie, convertido en mártir, se autorreplica en las siguientes generaciones, convertido en modelo, por ejemplo, de su propio hijo. Algo muy propio en las familias de los maltratadores. Algo espeluznante.

Aunque veamos la luz de la presunta ciudad de Mashhad, estamos ante una película nocturna, oscura, en la que el cineasta y su director de fotografía (Nadim Carlsen) han buscado un tono oscuro, habida cuenta de que el film discurre en buen aparte en la noche, o en la penumbra de callejones, de escaleras o de habitaciones sórdidas.

Es una película con una informadora de protagonista y donde el periodismo no solo informa e investiga, sino que realiza el papel de investigación propiamente policial para detener a un asesino en serie de mujeres, a un feminicida que cuenta con las simpatías o la indiferencia de las autoridades. Lo dice la actriz protagonista, Zar Amir-Ebrahim en una entrevista: “Araña sagrada ilustra la misoginia, de cómo el régimen controla el cuerpo de las mujeres. Yo lo sufrí, mis compatriotas también… Mi experiencia también me hizo entender qué es ser un buen periodista, si merece arriesgar la vida por ciertas cosas. Como periodista tienes una voz propia que puedes usar. Al final es una historia universal” (EL PAÍS, 13/enero/2023).

Totalmente de acuerdo.

Os dejo un tráiler:

Gonzalo Franco Blanco

Revista Atticus