Angelo Badalamenti: baladas, jazz y lamentos por Carlos Ibañez

Angelo Badalamenti: baladas, jazz y lamentos por Carlos Ibañez

BADALAMENTI: BALADAS, JAZZ Y LAMENTOS

            Se nos acaba de marchar uno de los más grandes de esto tan hermoso que es poner música a las películas. Tan serio como distendido, tan trascendente como incidental, pero que con la partitura adecuada esas imágenes se convierten en oro para la memoria colectiva de toda una legión de cinéfilos. Angelo Badalamenti, este neoyorkino de Brooklyn y evidente pasado italiano, fue uno de los más grandes en esto de subrayar imágenes excelentes con pequeños matices en clave de sol y un perfeccionismo que abarcaba desde las armonías de Tchaikovski hasta los compases de John Coltrane sin definirse por ninguno pero sí aprehendiéndolos todos para crear bellísimas bandas sonoras y canciones de indudable buen gusto y de una profundidad absolutamente extrapolable a la película (o el videojuego, que también ahí fue puntero) para la que fueron creadas.

            Lo increíble de Badalamenti fue que su bum como compositor llegó de la mano de una serie de televisión y no de uno de sus trabajos anteriores, todos ellos de gran calidad, y de la mano de uno de esos hombres que rueda a caballo entre la libertad absoluta y la locura más cuidada y estética posible. Twin Peaks, la serie sobre quién mató a Laura Palmer en una comunidad donde la paz se rezuma y cuya pulsión vital siempre es a escondidas y con unos habitantes repletos de trastiendas, todas llenas de basura y deseo, sin saber dónde acaba una y empieza el otro. Y con escenas oníricas que hacen encajar la historia acompañados por esos temas creados por el compositor para que no se nos olvide nada y nos sirva para, como el perro de Pavlov, para que salivemos en cuanto la campana en forma de notas de jazz suene.

            Con David Lynch se encontraba absolutamente feliz, porque éste le daba rienda suelta desde que unos años antes se encontraron para trabajar juntos en la bella pesadilla que es Terciopelo Azul, donde su labor consistía en rellenar de magia sonora las crudas imágenes creadas por el genio de Lynch y que volvió locos a los actores envolviéndolos en un halo de maldad y ternura, de imágenes quebradas: de Dennis Hopper a, su entonces pareja, Isabella Rossellini y descubriendo para el gran público a Kyle MacLachlan, su actor fetiche, con el que ya había trabajado en Dune, respuesta del director a la propuesta de George Lucas al ofrecerle comandar el infantil guion de El Retorno del Jedi sin permitirle cambiar ni una coma.

            Después de esa aplaudida película Isabella propuso a Angelo para ser el compositor de una película en la que ella iba a ser la protagonista y que trataba de dar una versión estadunidense a la exitosa comedia francesa de mediados de los setenta Cousin, Cousine, donde los valores de la clase media y el veneno de la moral judeocristiana se ven dinamitados ante la sospecha social del lío entre dos primos lejanos. Aquí todo es más suave, nada que ver con ese juego incestuoso al que tan proclive era Bertolucci, pero tampoco tan edulcorada como se pensaba. La pudimos ver y disfrutar en la SEMINCI de 1989 y todo el mundo salió hablando de la preciosa partitura original de aquel expianista de acompañamiento de Shirley Bassey. En esta película utiliza sus recursos como virtuoso de las ochenta y ocho teclas y juega con sus vastos conocimientos de los autores rusos, en esencia Tchaikovski, pero también Mussorgsky y Rachmaninoff afloran en la partitura original que el recientemente fallecido director, Joel Schumacher, supo aprovechar con una escena antológica como es la del encuentro en la estación de cercanías que concluye con un viaje en moto donde ella pregunta: “¿es usted feliz?” a un agricultor que va en su tractor y él responde “¿con qué?” mientras la cadencia musical va decayendo hacia lo que es la felicidad de ser frente a la de tener que nos muestra el diálogo.

            Para ese momento Badalamenti y Lynch estaban ya enfrascados en un trabajo duro y mal entendido porque el director quería hacer su propia lectura de la obra, siempre excesiva, de Barry Gifford. Y componen una banda sonora que alce las imágenes y que nunca esté bajo el yugo de éstas. Es, para que lo comprendamos fácilmente, la diferencia entre Spielberg, que da lucimiento a John Williams en escenas claves o Hitchcock, quien dejaba a Bernard Hermann sólo lucir en función de las imágenes. Así, en Tiburón, cada staccato de cello es toda una declaración de tragedia en ciernes en sí misma mientras que a nadie se le ocurre la escena de la ducha de Psicosis sin la fuerza de las cuerdas hasta la estridencia, pero que nadie es capaz de extrapolar las imágenes sin la partitura y viceversa. Pues Lynch y Badalamenti no querían ni una cosa ni otra, pero sí que tendiese más al exceso de Hermann, pero con la independencia de Williams. Y a fe que lo lograron abundando en lo mejor de Twin Peaks y sacando de su zona cómoda a los espectadores con esa historia donde Perdita Durango o Bobby Perú se cruzan en la huida a ninguna parte de Sailor y Lula acompañados con el thrash metal de Powermad o la voz de Elvis Presley, tan presente a lo largo del guion y bajo la belleza de la canción más emblemática de Chris Isaak, pero siempre bajo la supervisión de Angelo y sus conocimientos de esa pausa necesaria para que la música y la imagen empasten a la perfección.

            Después de aquellas bandas sonoras vendidas por millones Badalamenti se toma su trabajo de manera más pausada y trabaja denodadamente en Twin Peaks, para no perder calidad en las dos temporadas siguientes y que el público, siempre caprichoso, no decidiese cambiar de canal. Así, como relax, tal y como él mismo dijo en una entrevista, se puso manos a la obra con una sinfonía: Industrial Symphony N.º 1: The Dream of the Broken Hearted, y después de esta mezcla explosiva entre Lynch y la música orquestal le llovieron las ofertas y los contratos para otras series, más películas y hasta un videojuego francés distribuido por Atari que es, según los que entienden de esta materia, una joya, entre otras cosas gracias la melancolía de las notas aportadas por el de Brooklyn: Fahrenheit.

            Para mí caben destacar como grandes obras las bandas sonoras de La historia verdadera, nominada a los globos de oro, Mullholland Drive, también entre las candidatas al premio otorgado por Asociación de Periodista Extranjeros de Hollywood, ambas de David Lynch; y también la producción independiente Secretary, de Steven Shainberg, y la superproducción francesa Largo domingo de noviazgo, de Jean-Pierre Jeunet, donde compone una banda sonora muy cercana a los años de desarrollo de la historia y nos regala el tema de Matilde, toda una declaración de intenciones de hacia dónde quiere ir su carrera fuera de Lynch y en la que nos da cadencias que hacen comprender la historia mucho mejor, sin olvidar el tema final, tan próximo a una emotividad poética donde las cuerdas se van superponiendo unas a otras y rompen con viento madera para que la belleza del desenlace sea aún mayor.

            En definitiva, que se nos ha ido un donante de sensibilidad, un maestro del subrayado y la creación de música para imágenes y un mago del piano, tal y como atestiguan algunas de sus colaboradoras, como la cantante y productora musical Julee Cruise o la incombustible Marianne Faithfull.

            En palabras de David Lynch, cuando le preguntaron sobre el recién fallecido compositor: “las ideas dictan todo, tienes que ser fiel a eso o estás muerto […] y Angelo siempre lo es”.

            Nos gustaron tus ideas y tu fidelidad a ellas. Gracias por tantísimos pequeños momentos capaces de hacernos mejores en esta mediocridad en la que habitualmente nos obligan a movernos.

Carlos Ibañez

Revista Atticus