Obituario: James Caan (1940 – 2022), siempre dando la réplica exacta

James Caan, siempre dando la réplica exacta

Se nos fue el pasado 6 de julio por la noche, 7 ya en este huso horario, este actor tan prolijo como polémico por sus posiciones cada vez más extremas desde el punto de vista político y social.

            Aquí sólo hablamos de arte y de sus capacidades como actor, que fueron muchas y variadas, capaz de hacernos creer que era un ayudante de un sheriff alcohólico experto en lanzar cuchillos, en El Dorado, el hijo mujeriego y chulesco de un gran capo mafioso, en El Padrino, o un escritor torturado sin piedad por quien se supone le va a cuidar tras sufrir un accidente de carretera, en Misery. James Caan nos regaló alguna maravillosa interpretación, más allá del encasillamiento. Trabajó en thrillers, comedias e incluso puso su voz en las dos entregas de Lluvia de albóndigas.

            Todo comenzó cuando desde su Bronx natal decidió estudiar interpretación en la Neighborhood Playtime de Manhattan, donde desarrollaba su tarea el actor y formador Sandford Meisner, quien dio nombre al método Meisner, seguido en los 60 y 70 por actores del talento de Steve McQueen, Robert Duvall, Gregory Peck (quien trabajó con él para mejorar su paso a la edad madura), Jack Lord, Bob Fosse, Diane Keaton, Peter Falk, Jon Voight, o Grace Kelly. Y, más recientemente, Michelle Pfeiffer, Jeff Goldblum o Sandra Bullock.

            Así que James destacó por su contundencia y su aspecto rudo, nada que ver con el judío inmigrante en el que le hubiesen encasillado de no ser por Meisner, quien le recomendó no olvidar la parte física de este oficio, de ahí que James jugase al fútbol en la Universidad de Michigan y trabajase su contundencia a través de ese juego de músculos y voz grave. Comenzó pronto su carrera tras dejar la universidad en papeles pequeños en series como Alfred Hitchcock presenta o Los Intocables, pero pronto dio el salto al cine desde la Costa Este. Fue de la mano de Howard Hawks, ni más ni menos, tras tres películas anteriores donde nada destacaba salvo su preparación para combatir por los mejores papeles. Siempre dijo que era un luchador, porque en el Bronx nadie te regala nada, salvo quizás una bala. Y también la nominación a los Globos de Oro conseguida por Gloriosos camaradas en 1965 como nueva promesa masculina. Ahí, tras Peckinpah, un colaborador de Hawks le dijo que le hiciese una prueba. Y Caan nos regaló su primer “robaplanos” de manual, sacando todo el jugo posible a los momentos de comicidad y sin perder su espacio para la acción y la reflexión en este western donde se reflexiona sobre el sentido de la amistad y la lealtad.

            Para despegarse del encasillamiento de acepta trabajar con Rober Altman en una de esas películas de propaganda de la Guerra Fría sobre la carrera espacial y ser los primeros en hollar la Luna frente a la Agencia Soviética. Testosterona, rivalidad interna y colaboración con tal de quedar por delante de los cosmonautas. Y un duelo interpretativo interesante con Robert Duvall, predecesor del que después mantendrían en el filme que a ambos elevó a la categoría de estrellas, El Padrino.

            Coppola buscaba actores italoamericanos para su nueva producción, especialmente en el off Broadway, pero tuvo que rendirse ante todo lo que aportaba Caan a ese Sonny Corleone y que, al autor de la novela y coguionista, Mario Puzo, dejó anonadado. Era ese tipo deslenguado, arrogante, donjuanesco y barriobajero que necesitaban para compararle con su padre y con sus hermanos. Aquel general irreflexivo durante una guerra entre familias capaz de apechugar a sus mejores lugartenientes presa de su propio nerviosismo. Ese papel le granjeó fama mundial y directores pegándose por contratarle para sus proyectos, además de una nominación al Oscar de esa edición. Sólo por este papel será recordado mucho más allá del deceso de todo el elenco y de este humilde escritor.

            Después rueda dos películas donde hace de estrella más que de actor, pero es que las producciones parecían exigirle esto. Y su carrera comenzó a perder fuelle paulatinamente, y más tras el estreno de la segunda parte de la saga de El Padrino, donde aparece, en un pequeño flashback al final y el regusto del mejor Caan ya no se recordaba.

            Después, durante el resto de la década de los 70, intercala papeles de calado con argumentos débiles, pero muy bien pagados y algunos directores aprovechan su carisma para rellenar espacios donde el guion no llegaba. Pakula aprovechó toda la virilidad que representaba para su protagonista de Llega un jinete libre y salvaje (1978), donde tiene algunas de sus mejores líneas de diálogo desde su trabajo como Coppola. Justo antes de esto intenta romper con la imagen de virilidad extrema y protagoniza junto a Elliot Gould una comedia a la antigua usanza donde nos descubre su vis cómica, casi ausente desde El Dorado; regalándonos risas en Harry y Walter van a Nueva York. Pero regresó a los roles de tipo duro y hecho a sí mismo ante la incomprensión de la crítica y el estupor de parte del público, especialmente tras su trabajo con Mel Brooks en La última locura. Colaboró con un pequeño papel en la coral Un puente lejano, sobre el fracaso de la operación Market Garden.

            Trabajó en producciones cada vez más pequeñas hasta abandonar durante seis años el cine. Hasta que Coppola le recluta, nunca mejor dicho, para protagonizar su adaptación de la novela antibelicista Jardines de piedra. Caan cosecha buenas críticas, pero la película, en pleno reaganismo, no supera la prueba de la taquilla y los críticos, que siempre exigen que si has hecho una obra maestra todas tus películas lo sean, destrozaron a Coppola. Pero James había regresado y era una buena noticia para el cine, para la interpretación y para los espectadores que buscan alguien que sepa dar la réplica.

            A partir de aquí su carrera se repartió en erráticas producciones, secundarios de lujo en propuestas comerciales y una joya de papel, el del escritor sujeto paciente y torturado por una lectora compulsiva de sus obras en Misery, donde ayuda al mayor lucimiento de Kathy Bates, ganadora de todos los premios a los que fue presentada ese año. Un thriller psicológico de primer nivel salido de la imaginación de Stephen King y adaptado con todos los clichés del mundo, cosa que gusta al gran público, pero que irritó a gran parte de la crítica especializada.

            Desde entonces hizo bastantes personajes alimenticios basándose en su prestigio pasado. Fue el malo de Eraser, junto a Arnold Schwarzenegger a mediados de los noventa y eligió ese papel de vieja gloria venida a la televisión, como tantos otros antes, en la insulsa Las Vegas y, justo antes de este trabajo que duró cuatro temporadas, nos regaló su último gran papel en Dogville, tan intenso que se comía al resto de sus compañeros de rodaje y nos recordaba lo grande que fue.

            La última década tomó papeles que no le hicieran salirse demasiado de su imagen de tipo duro, veterano de mil batallas y de sonrisa peligrosa, salvo a la hora de prestar su magnífica voz en las películas animadas de la Sony Pictures Animation.

            Fue mucho más grande de lo que muchas pretendidas estrellas serán nunca. Capaz de robarle un plano a Marlon Brando, descomponer a Nicolas Cage o dejar atónita a Barbra Streisand. Se nos va otro de los buenos, de los que siempre nos han acompañado en la oscuridad de la sala de cine o en una noche tranquila en casa. Gracias por ser marinero en tierra con la ternura de un padre de fin de semana para el hijo de una prostituta alcohólica, el lanzador de cuchillos con sentido del humor, el amante de una chica que no le quiere en la ciudad del Juego, el escritor que ha matado al personaje favorito de una lectora psicópata y, sobre todo, Santino Corleone antes de ser acribillado por los hombres de Barzini, tras la comedia miserable de su cuñado Carlo.

            Muchas lecciones, tanto positivas como negativas, que aprender de este actor que se nos acaba de ir a ese Empíreo que seguramente tendrá el aspecto del Teatro Egipcio de Grauman o del Valhala para los más grandes guerreros del celuloide. Gracias por ello, Mr. Caan.

Carlos Ibañez

Revista Atticus