Selección películas por Carlos Ibañez Giralda: Mis sáficas favoritas

Mis sáficas favoritas por Carlos Ibañez Giralda

Dormid ahora. Que el Cielo otorgue

y hasta el fin de vuestros días, vivirá feliz.

Aimée y Jaguar

Aprovechando la semana del orgullo y orgulloso como me siento de una sociedad donde las personas puedan amar, fornicar o sólo contemplar (que es otra manera de atracción y fricción) a quien o quienes quieran y deseen sin que nadie pueda rechistar. A ver si se dan cuenta algunas ideologías de las que se pasan el día etiquetando y como jueces universales dando carnés de buenos y malos, de que nadie es homosexual por capricho o elección, como nadie es heterosexual por idéntico motivo, la atracción es innata y hay estudios publicados sobre el tema, desde Alfred C. Kinsey hasta Carlos Yela, pero claro, hay que leerlos y eso es duro cuando se es un dogmático; hoy quiero hablar de algunas de mis películas favoritas sobre el amor entre mujeres, desde la vertiente social, psicológica y también cinematográfica.

El orden es según van llegando a mi memoria y no por eso tan infantil que es hacer un orden, porque seguro que nadie coincidirá al cien por cien.

CAROL (Todd Haynes, 2016) es una joya y basada en la primera novela (El precio de la sal) donde no hay un desenlace trágico en la homosexualidad de sus personajes, aunque hay mil reproches sociales y la visión repugnante de la moral judeocristiana en algo que consideran el pecado nefando, y más entre mujeres. Patricia Highsmith, lesbiana y exitosa escritora nos regaló esta preciosa historia de una mujer en proceso de divorcio con una hija que se enamora de una chica joven que quiere ser directora de escena en Broadway (en la película fotógrafa) mucho más joven que ella y magnética a sus ojos hartos de llorar en su batalla por su hija y porque nadie le tache en público de lo que es en privado. Con un final tan hermoso en una sola mirada y un desarrollo donde Todd Haynes no busca ninguna pancarta, ni ningún componente especial, salvo que veamos que el proceso de amar en las mujeres, y entre mujeres, no dista de cualquier otro proceso de enamoramiento, incluidas la lujuria y la ternura, la amistad y el respeto. Interpretada con una perfección quirúrgica y sin tachas por Cate Blanchett, Rooney Mara y Sarah Paulson no deja ni un momento de mostrar que vivir merece la pena con las cartas que nos toquen, aunque estén trucadas y el tapete deshilachado por nuestro lado, porque ellas saben cómo jugar y como dejar dicho tapete como nuevo.

AIMÉE Y JAGUAR (Max Färberböck, 1999) es una dura historia de amor basada en un hecho real, perdón por el pleonasmo, acontecido en los últimos meses de la II Guerra Mundial en ese Berlín al que los Aliados estaban convirtiendo en un amasijo de escombros y donde el agonizante régimen nazi moría matando. Una mujer casada con un oficial de las SS y con fama de díscola, madre de cuatro hijos arios y una mujer judía que escondía su fe bajo identidad falsa y trabajando en un diario nazi y colaborando con la resistencia cuando la muerte era casi lo menos malo que te podía pasar. Ella se escriben cartas cada día hasta que Aimée descubre que Jaguar es una mujer y decide romper con todo e irse a vivir, lo poco o mucho que le quede, con ella. Es un drama, porque la guerra es esa tragedia que nadie desea en casa, pero que no hacemos nada por evitar votando extremismos o jugando a mirar para otro lado porque nos dan buenos precios; pero también es un canto a la pasión de vivir, a todo lo que hace del ser humano algo grande. Las virtudes quedan al descubierto cuando los cuatro jinetes del Apocalipsis hacen retumbar los cascos de sus caballos cerca, tal y como nos muestra Blasco Ibáñez en su novela. La escena de la entrega mutua, el salto al abismo de algo nuevo, es todo un ejemplo de cine y vida y la confusión entre ambos.

Es una película hermosa, valiente y que recompensó a sus protagonistas con un oso de plata ex aequo por su magnífica interpretación en la Berlinale de ese año y la nominación a mejor película de habla no inglesa en los globos de oro de 2000.

RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS (Céline Schiamma, 2019) donde vemos varios invisibles que en este injusto mundo han sido hasta este siglo: pintora mujer, lesbiana y sabedora de un futuro injusto con ella y con su amada. Pero bellamente relatado, con unos desnudos muy cuidados, una iluminación como si de pinturas de finales de siglo XVIII se tratase, con reminiscencias del Tenebrismo y de los prerrafaelitas. Y dos protagonistas que saben llevar su duelo interpretativo de manera brillantes y sabiendo que dicen más sus silencios que sus diálogos. Siempre digna de verse desde ese ángulo histórico, pero sin eso tan grosero y grotesco que es la pancarta. Schiamma nos muestra la vida, no trata de que la veamos con los ojos corregidos del siglo XXI, sino como tristemente acontecía. Y todo ello cara al mar y de espaldas al mundo, metáfora muy bien escogida, y donde el paraíso y el infierno tiene nombre de ciudad: Milán, porque allí viven los mejores recuerdos de la madre y el futuro marido de quien no desea ser esposa de la hija. Un bello final donde parece que no pasa nada y todo vuelve a pasar con Vivaldi de fondo y un teatro con una mujer que observa a otra mujer, que recuerda con amargura y entre lágrimas.

RAFIKI (Wanuri Kahiu, 2018) que significa amigo en swahili, película prohibida en su país porque dice que incita al lesbianismo. Su historia no es muy original, pero el mero hecho de que alguien alce la voz en la recóndita Kenia y hable de amor y libertad a través de las hijas de dos candidatos rivales en unas elecciones locales es un soplo de aire fresco, mal que les pese a las autoridades de Nairobi. Bastante bien interpretada y rodada con modestia y bravura. Muy bien jugados algunos de los personajes secundarios para hablar de un tema que ahora nos está llegando a Europa: que democracia no siempre significa libertad.

UN AMOR DE VERANO (Catherine Corsini, 2015) sobre dos temas capitales en la actualidad: el lesbianismo en las zonas rurales de la vieja Europa y los albores de la lucha por los derechos femeninos en la primavera de 1971, no tan famosa como lo ocurrido tres primaveras antes, pero muy significativo porque ese huevo sí que eclosionó. El verano siguiente es el del amor entre la hija del granjero (Izïa) que va a París y se enamora de una activista (la siempre creíble actriz belga Cécile de France), pero al llegar el verano su padre sufre un ictus y debe regresar para hacerse cargo de las tierras y los animales. Su amor, urbanita y capitalino, le visita y todo debe ser a escondidas hasta que la madre de ésta les descubre e invita a marcharse a la invitada. La sensualidad que desprende esta cinta donde la mujer rural es quien muestra el camino a la parisina, que antes de ella nunca se había planteado una relación sáfica, y quien parece alumna es, en muchos momentos, maestra atrapa al espectador haciendo patente la transferibilidad de la que habla muy acertadamente Roman Gubern como uno de los mayores logros para la universalización del cine. Bella y calurosa (como su título original, La bella estación), pero nunca acalorada y con una directora que apuesta por la sensualidad y el amor cuando lo fácil hubiese sido tomar la pancarta del orgullo y de los derechos civiles de esa mujer europea de comienzos de los setenta.

LA ESTACIÓN DE LA FELICIDAD (Clea Duvall, 2020) pequeña joya sobre el conservadurismo cuando se encarna en una familia cuya hija es lesbiana y lo oculta justo cuando su chica le va a pedir matrimonio y son invitadas a pasar las navidades con los suyos. No hay una actuación mala en esta película que habla de engaños, de medias verdades y de que la felicidad y la libertad pasan por ese angosto camino que es la verdad. Podría haberse ido a despellejar a los conservadores, a los ciudadanos de provincias o a todo lo que pueda ser culpabilizado, pero centra su objetivo en el afloramiento de la realidad, de unos y de otros, de los padres y de su hija y, por supuesto, de la novia enamorada de ésta. De hecho, todo parte de esta premisa de la familia: así, el padre de la homosexual tapada y que obliga a su amada a cubrirse con idéntico gesto, es un político local con aspiraciones a crecer y ser alcalde de su población. Junto a él una esposa que juega a la felicidad más ridícula situando a sus tres hijas en su propia negación de la verdad. Una hermana mayor competitiva y con trastero lleno de vacío; y una hermana menor incapaz de interesar a nadie en su propio mundo de creatividad y búsqueda de sí misma. Guion cuidado e interpretaciones que juegan a la comedia siendo dramáticas todas. McKenczie Davis y, sobre todo, Kristen Stewart, nos regalan sendos trabajos magistrales. Ambas quieren ser valientes, pero son terriblemente cobardes hasta que comprenden que la vida dura demasiado poco. Y todo ello en la sacrosanta navidad, la fiesta familiar por excelencia y alejado todo de las grandes urbes o del buenismo, tan tóxico en esta sociedad.

CRUSH (Sammi Cohen, 2022) pequeña, modesta y vibrante apuesta por la normalización de amar y ser amado. Con una estética pop art y de grafiti juega a mostrar personas aceptables y aceptadas, aunque todas tengan su punto de locura, incomprensión o cobardía, pero romper el esquema de las películas de instituto, como en su día logró El club de los cinco[1], aunque aquella hablaba de frustración y ésta lo haga de amor, lujuria incluida. Llama la atención que haya sido una compañía tan conservadora con Disney quien haya distribuido esta cinta de estructura indie y título que no deja hueco a la duda, persona especial. En general está bien interpretada, su tono algo excéntrico y hasta caricaturesco de la madre o el entrenador dan una idea de hacia dónde quiere ir el guion desde los primeros fotogramas.

LOS CHICOS ESTÁN BIEN (Lisa Cholodenko, 2010) Nic (Annette Benning), conservadora y fiel, y Jules (Julianne Moore), algo más heterodoxa en su vida; son una pareja de lesbianas que viven con sus dos hijos adolescentes: Joni (Mia Wasikowska) y Laser (Josh Hutcherson), que son fruto de sendas inseminaciones artificiales. Los dos chicos quieren conocer al donante, que es su padre biológico, aunque para ellos sea, en principio, sólo una semilla. Descubren que se llama Paul (Mark Ruffalo), y que donó su semen en una clínica cuando era joven y por dinero. Cuando el mayor, Joni, cumple la mayoría de edad se acoge al derecho de solicitar información sobre su padre. Decide llamarle y conocerle. A partir de aquí lo que parece una historia diferente se convierte en algo que pasa, nunca mejor dicho, hasta en las mejores familias: la infidelidad, las dudas y la ruptura de todo por lo que se ha luchado en común nadie sabe si fruto de un calentón, del aburrimiento de la rutina o de una mezcla de ambas, porque amor no hay. Ni un pero a los cinco protagonistas, aunque es Annette Benning quien sostiene el guion con sus silencios y sus miradas, así hasta el final. Con su toque de comedia y sin perder el objetivo en ningún momento: mostrar una familia y su funcionamiento, aunque al final del día duerman dos personas del mismo sexo juntas en el dormitorio de matrimonio.

            ROSAS ROJAS (Ol Parker, 2005) comedia romántica entre mujeres, con una florista que encuentra al amor de su vida el día que ésta se casa y mientras coloca los adornos vegetales en la iglesia donde ésta va a dar el sí quiero. De fondo la canción de The Turtles que da título a la cinta en su idioma original y que en un momento dado interpreta una de las protagonistas a la otra en medio de uno de esos atascos tan propios del centro de Londres. La diferencia entre el cariño y el amor se ven claramente en este guion y, algo mejor, la aceptación de la situación, sin histrionismos ni tragedias. Esta situación hubiese llevado años a tras a lo que Gianciotto hizo con Paolo y Francesca en el castillo de Gradara o a un suicidio ritual, como otra de las películas protagonizadas por Piper Perabo, El último suspiro[2]. Aquí no hay microcosmos lésbico, sino toda una ciudad como escenario de algo que es evidente: Luce (Lena Hedey) es lesbiana y está colada por Rachel (Piper Perabo) y es el mejor amigo del marido de ésta quien se da cuenta de lo que está pasando. También habla de la amargura de una pareja cuando no hay amor, en este caso los padres de Rachel.

            LA VIDA DE ADÈLE (Abdellatif Kechiche, 2013) pequeña obra maestra cinematográfica sobre la vida de una joven y el gran amor de su vida, quien le descubre quién es y hacia dónde debe ir. El reconocimiento de sí misma y la exhibición de su verdad más íntima sólo para quien ella decida. Basada en una novela gráfica con tintes autobiográficos el director trabaja muchísimo el yo profundo de Adèle (Adèle Exarchopoulos) y lo matiza con el yo social de Emma (Léa Seydoux). Los ciento ochenta minutos de metraje van desgranando continuamente matices de esa vida que se nos anuncia en el título, desde el instituto hasta la edad adulta donde debe saber quién realmente es. A ratos excesiva en su sexualidad para algunos críticos y muy alejada del amor lésbico para otros. Es, en realidad, una exploración de la personalidad cuando ésta se está definiendo, al final de la adolescencia. Ganó la palma de oro en Cannes y la última vez que vi en cuántos países estaba prohibida superaba la cincuentena. Hermosa y psicológicamente muy potente.

            DESOBEDIENCIA (Sebastián Lelio, 2017) hermosísima reflexión sobre la familia, la religión y el amor encarnado por una mujer judía Ronit Krushka (Rachel Weisz) huida a Nueva York desde su Londres natal donde su padre es el rabino principal de la ciudad y cuando muere ella decide acudir al funeral y ahí regresan todos los motivos por los que se expatrió: la fe ortodoxa, la amistad mal entendida porque es la moral religiosa, antes que nada; la necesidad de reivindicarse en la familia y el amor, porque principalmente se fue porque amaba de forma nefanda a Esti Kuperman (Rachel McAdams), quien ahora es la esposa de su mejor amigo, también rabino, y que vive bajo la estricta y estrecha visión de la comunidad hebrea, pero ninguna de las dos ha olvidado el fuego que alimentan en la otra y mutuamente. La religión, una vez más, es la enemiga de la libertad. Ambas, especialmente Esti, tienen fe y no desean dejar su culto, pero los dogmáticos exigen sacrificios y uno de éstos es la libertad y el amor. Muy bien definidos cada uno de los personajes y situaciones.

            CARMEN Y LOLA (Arancha Echevarría, 2018) valiente forma de contar un primer amor cuando éste es entre dos chicas. Carmen (Rosy Rodríguez) va a ser pedida por la familia de su novio y ella va a perpetuar con esta acción lo que es la vida de la mujer gitana desde hace siglos: tener hijos y cuidad al marido. Pero conoce en un mercadillo a Lola (Zaira Romero) que es una chica que se está conociendo y que ambiciona todo lo contrario a lo que su evidente destino y familia desean para ella. Poco a poco entablan amistad y en un momento dado Lola comienza a mostrar que es algo más que una amiga, pero Carmen rehúsa su condición sexual hasta que se empieza a dar cuenta de que, en realidad, no pretende lo que parecía normal. Decide romper su compromiso y comienza a amar de verdad, a escondidas, pero de verdad. En medio de todo esto está la tradición, la familia y la religión, que juegan en su contra, y una educadora social, que es su única conexión con el mundo fuera del cosmos de su cultura. Es una hermosísima visión de lo que es amar cuando se tiene esa edad de descubrirlo. Reminiscencias de free cinema en el guion técnico y de nouvelle vague en el literario. Estética de falso documental al principio e inclusión del espectador en la historia a base de cámara al hombro y matices como los grafitis de Lola o la visión del mar como la libertad tan ansiada.

            Pues éstas he seleccionado, por diferentes motivos, para recomendar ahora que llega el día, la semana y la vida que hay después del orgullo. Espero que disfrutéis del cine y la libertad, aunque ahora vive muy malos tiempos.


[1] The Breakfast Club, J. Hughes, 1985

[2] Lost and delirious (Léa Pool, 2001)

Carlos Ibañez

Revista Atticus