Fallece Jean-Louis Trintignant (1930 – 2022)

Trintignant: retrato y su reflejo en unas cuántas películas

Nos acaba de dejar un intérprete de los grandes, de los que dejan huella. De los que hacen destacar un guion lo mismo por su dicción que por sus silencios. Daba sentido a frases por su gestualidad, sin aspavientos, más bien administrada que regalada. Y, después, arrasaba el patio de butacas con un párrafo encendido en Z, un susurro de amor verdadero justo antes de ver pasar por la pantalla al perro cojo con dueño cojo, tan evocador, en Un hombre y una mujer o cómo toda la historia posterior toma sentido tras un monólogo rompiendo la cuarta pared en esa pequeña obra maestra que es Un héroe muy discreto.

Pero hablemos de Jean-Louis como ese actor que ilusionó tanto a los demás con sus interpretaciones como se desilusionó él mismo con la vida y su profesión. Accidentes de tráfico, lentísimas recuperaciones, infidelidades, divorcios, una hija muerta y un desánimo continuo a partir de los años ochenta por el oficio que tanto había amado desde los cincuenta, cuando apareció junto a la diosa de la sensualidad, Brigitte Bardot, en Y Dios… creó a la mujer.

Fue durante la década siguiente, los sesenta, cuando los directores de mayor prestigio solicitaron sus servicios a cada proyecto sólido del cine europeo. Trintignan fue aclamado por la crítica a partir de ser el hombre de Un hombre y una mujer. Y ya no paró.

En 1968 gana el oso de plata a la mejor interpretación en la Berlinale por El hombre que miente, y rueda tres películas capitales en ese año convulso donde las trincheras estaban en Vietnam desde la ofensiva del Tet de enero pasando por las primaveras de París y Praga y los asesinatos durante la convención republicana de Chicago. De todo ese amasijo de hemoglobina, adoquines y pelotas de goma, de balas en la sien y tanques junto al puente de Carlos surgen películas como Las ciervas y después se embarca en un spaghetti western donde hace de un enigmático mudo, para no hablar en inglés, El gran silencio, y prepara otras dos de sus cumbres interpretativas: Z, de Constantin Costa-Gavras, y Mi noche con Maud, de Eric Rohmer. Política y moral, dos de esos temas que ojalá estuviesen más de moda en la actualidad y a los que el actor dotó de gestualidad y voz, además de un tono dramático, que en la primera le valió un premio de interpretación en Cannes, y en la segunda que toda la crítica estadounidense se deshiciera en elogios a su comedia sobre la religión cuando la cinta fue nominada a los óscar ese año.

Después, y con todo el orbe a veinticuatro fotogramas por segundo fijándose en él, rueda con Bertolucci El conformista, y tres años más tarde con Deferre la adaptación de la preciosa novela de George Simenon, El tren, que fue publicitada penosamente como el “love story de los nazis”. En ambas es un hombre a merced de las circunstancias y en ambas el tufo del totalitarismo es quien orienta su papel. En medio de éstas había vuelto a rodar con Lelouch El canalla, donde el director trata de salir de su encasillamiento en melodramas de amor, pero sólo Trintignan se salva de una película que trata de ser intensa, pero que posee demasiados altibajos.

Rueda prácticamente todos los años una o dos películas, pero parece cada vez más aburrido del cine, de su vida, de todo aquello que le había llevado a disfrutar de un nombre. Sigue siendo magnífico, rueda el último Truffaut, Vivamente el domingo, y mantiene un duelo interpretativo de primer nivel con Nick Nolte y Gene Hackman en Bajo el fuego, y tras regresar a dos rodajes con Claude Lelouch, la interesante Viva la vida, y la segunda parte de Un hombre y una mujer, empieza a bajar el ritmo de trabajo y comienza a tratar de recuperarse de todas sus desgracias, cosa que nunca acabó de lograr. “En su rostro siempre había amargura y una pena ineludible”, dijo Irene Jacob, compañera suya de rodaje en la joya Tres colores: Rojo, última parte de la trilogía de Krzysztof Kieslowski.

Trató de regresar con un pequeño, pero muy importante, papel en Fiesta, y esos minutos mágicos en la ya citada Un héroe muy discreto. Por si fuese poco en esos años, en 1992, nos regaló su Ginés de Sepúlveda en la producción para televisión La controversia de Valladolid en uno de esos duelos maravillosos con el también enorme Jena-Pierre Marielle, que encarna a Bartolomé de las Casas.

Después de eso poco, salvo Amor, la preciosa película de Michael Haneke, donde nos da la puata de la credibilidad absoluta en ese anciano que cuida de su esposa hemipléjica y que logró más de cien nominaciones y ochenta y siete premios a lo ancho del mundo, desde los óscar, pasando por la Palma de oro en Cannes o sendos premios a mejor intérprete masculino para él, tanto en los César como en los Fénix del cine europeo.

Siete años después, 2019, regresó con la tercera secuela de Un hombre y una mujer: Los años más bellos de una vida, con el mismo director y la misma “mujer” que en las dos anteriores, Anouk Aimée.

Pero Trintignan ya no disfrutaba del cine, porque no disfrutaba de la vida, porque fue incapaz de asimilar tanto dolor, físico y moral, por no hablar de la pérdida de su hija, Marie, asesinada por un novio envenenado de celos y dejando cuatro hijos con cuatro hombres distintos. Ella y su voz grave se fueron y dejaron muy tocado a su padre, ese actor maravilloso que tantos buenísimos momentos nos regaló. Porque dedicarse a una tarea artística siempre es regalar instantes mágicos y Jean-Louis nos donó unos cuantos. Aquí sólo una pequeña muestra de la admiración por este grande de eso que es saber ser otro sin dejar de ser tú ante las cámaras. En una entrevista durante la promoción de ésta última película afirmó que llevaba quince años luchando contra el dolor, y lo decía mientras se negaba a seguir un tratamiento contra el cáncer de próstata que le habían diagnosticado. Ya no quería luchar más, ahora se ha marchado para ser inmortal.

Carlos Ibañez

Revista Atticus