Fallece la escritora Ángela Hernández Benito especialista en José Zorrilla

Ángela Hernández Benito, alma de la Casa de Zorrilla y escritora colaboradora de Revista Atticus

Es difícil encontrar palabras que abriguen el alma en momentos tan dolorosos como es la despedida a una persona que acogió nuestro proyecto con inmenso cariño. Desde el primer momento se subió al carro de Atticus y nos brindó su generosidad y compromiso con este proyecto. Toda la redacción enviamos un gran abrazo y todo nuestro cariño a su familia, en especial a Eva Hernández con la que más trato hemos tenido. Como un pequeño homenaje queremos publicar su último trabajo editado en Revista Atticus Once en el cual nos invitaba a dar un paseo por nuestra ciudad, por Valladolid que hoy la despide a los 73 años. Descansa en paz, querida Ángela.

Venticuatro horas en Valladolid

La ventana del hotel da al Paseo de Zorrilla. Por la noche, cuando el alumbrado público baja su intensidad, la bóveda del cielo se confunde con esa fachada de cristal de un intenso azul cobalto, en la que destacan las cuatro estrellas que detentan el prestigio de su nombre: Juan de Austria

Miré el reloj, aún faltaba un poco para la inauguración de las jornadas. Tras una ducha rápida, me acicalé el cabello, puse un poco de brillo en los labios y eché un vistazo al exterior. Desde la ventana se veía el ir y venir de un público diligente que iba a la biblioteca municipal o entraba y salía de El Corte Inglés.

La neblina se diluía por momentos y una tímida irradiación de pigmentos ambarinos envolvía una atmósfera invernal. Por encima de los tejados se adivinaba en la lejanía la sierra del Marão, y la memoria me jugó una mala pasada. Me repuse en el acto. No había llegado a Valladolid para lamer mis heridas, pero la impresión que me causó el contacto con la cotidianidad de unos años atrás fluctuaba ahora entre el júbilo y la nostalgia.

El AVE llegó con puntualidad inglesa a la estación del Norte de Valladolid. Me quedé absorta en su férreo artesonado que siempre me recordaba las historias que el abuelo me contaba cuando yo iniciaba mis pasos en la universidad. Decía que el impulso que dio la cota financiera del Banco Castellano, el más potente de Castilla y León, al órdago que hizo el ferrocarril a la recién nacida estación en el año 1896, fue definitivo para que aquel entramado de pequeñas y medianas empresas siderúrgicas, amén del trasiego de mercancías que el tren llevaba de la meseta al norte y viceversa, desembocara en la industrialización de la ciudad del Pisuerga.

            Regresar a mi ciudad natal siempre me serenaba; era, cómo decirlo, como volver al hogar, al cobijo de la familia, como volver a la casa paterna y con ella al descanso. Me invadió una nostalgia bobalicona que me llevó a elucubrar con la adolescencia, el hogar infantil, siempre acogedor; la imagen vívida de mis padres llena de añoranza…, pero mis padres ya habían fallecido, y mis amigos, con la crisis, la mayor parte los que permanecían en Pucela habían tenido que emigrar al extranjero.

Diez de la mañana. Ya desde el taxi advertí una cencellada gélida de naturaleza líquida que daba un aspecto mojado a las hojas de los aligustres que encontré a mi paso, los únicos árboles de hoja perenne, excluyendo las coníferas, que menudeaban por aquellas calles y parques de la ciudad apostando por un verde entre azulado y endrino sobre un bastidor helado, enlucido por la neblina, la escarcha y todos los elementos que el rigor de un invierno dispensa en sus últimas boqueadas.

De la calle Muro a Gamazo, ambas próximas a Recoletos, donde los edificios recuerdan a los de Bletchley Park, con sus cornisas victorianas y su eclíptico estilo irregular en el que dominaba un ampuloso decimonónico, hasta que llegamos a la Plaza Madrid, el taxista fue en silencio. A la altura de la fuente, advirtiendo mi desasosiego y pensando que lo producía su ineptitud para desplazarse a la izquierda de la calzada, se justificó:

–Al llegar a la Plaza de España, nos metemos por la calle Miguel Íscar.

–De acuerdo –contesté, más por cortesía que por dar explicaciones, que ni él iba a entender ni yo tenía por qué hacerlo. Mi cavilación andaba lejos de su trivialidad. Se me fue el santo al cielo con Cervantes, en cuya calle del Rastro, que acabábamos de dejar a nuestra izquierda, había vivido el escritor mientras finalizaba el Quijote, la obra que ha quedado en el imaginario colectivo de todos los españoles. De un tiempo a esta parte, rondando por mi cabeza permanecía un pretencioso empeño: tener entre mis manos un ejemplar del primer libro de caballerías escrito en Valladolid por una mujer, Beatriz Bernal, sesenta años antes del Quijote. Su título: El Cristalián de España, una rareza de cuya primera edición se encuentra un ejemplar en la Biblioteca del Museo Británico de Londres, pero eso es harina de otro costal.

De repente, comencé a dudar de mi memoria y abrí el bolso con la premura del que le falta el aire para respirar. ¿Tenía la invitación que permitía acreditarme en el foro de las Nuevas Energías, que eran realmente las jornadas que me habían traído a la ciudad del Pisuerga? Mi bolso, como el de todas las mujeres, constituía un mundo paralelo en el que cabía de todo, más caótico cuanto más lo necesitaba, como en este momento en el que me urgía dar con la dichosa invitación, una invitación, que tras un momento de pánico, encontré. Por fin, respiré. Las jornadas daban comienzo a las doce en punto en el hotel Juan de Austria.

Rodábamos ya por la calle Miguel Íscar. El vapor llenaba los cristales de las ventanillas. Pasé mis dedos por la superficie del cristal a la altura del rostro y miré a mi izquierda donde volvía a tener el jardín de la Casa-Museo de Cervantes. Me dio por pensar en aquel altercado de 1506, que todo el mundo conoce como proceso Ezpeleta, y mi conmiseración se solidarizó con el escritor, Cervantes, que medio milenio antes fue acusado de la muerte de un hombre.

El semáforo se abrió. Apenas seis metros más allá, el chaflán de la casa Mantilla desafiaba la preeminencia arquitectónica con su imponente fachada decimonónica que escondía en su interior la vivienda más moderna entre las residencias burguesas de finales del XIX en Valladolid, la primera que contó con ascensor en 1892. Cierto que la Acera de Recoletos confiere a la ciudad un aspecto más romántico que ilustre y más fantástico que glorioso, algo así como un soplo de sensibilidad que te anega sin pretenderlo. Pero la ciudad cuenta con otros elementos arquitectónicos: templos, palacios, museos y un sinfín de construcciones que nunca me canso de mirar.

Dejamos la Plaza de Zorrilla con la estatua del poeta a la entrada del Campo Grande, en otro tiempo Campo de la Verdad; el pulmón  de Valladolid que Miguel Íscar proyectó para la ciudad allá por 1877; un jardín romántico pleno de vegetación, cubierto ahora de un manto blanco que recuerda un paisaje alpino. Mi memoria, que no entiende de prisas, camina al revés, hacia atrás, y de pronto me veo con ocho años corriendo por el Paseo del Príncipe tras la voz cantarina del barquillero: palomitas, pipas, golosinas…

La mañana en Valladolid comienza a bostezar y una multitud de gente camina deprisa por las amplias aceras del Paseo de Zorrilla. Nos mimetizamos por fin con la circulación rodada de la arteria más popular de la ciudad, que va como un tiro, y en un soplo nos hallamos frente al hotel Juan de Austria.   

Cierro la ventana. Los recuerdos que ha suscitado el itinerario que me trajo hasta el hotel han ofuscado mi raciocinio. Me gustaría no pensar pero pienso, me decepciono, me arrepiento y vuelvo a pensar.

Sobre una pequeña consola barroca hay una especie de botafumeiro de plata que data del siglo XVI. Cuando voy a tomarlo en mis manos, advierto que está encajado en el mármol de la mesa. Levanto su tapadera en forma de campanilla y ¡bingo!, dentro hay una medalla de plata con el perfil de Sebastián I de Portugal; se halla unida a la tapa por medio de una cadena, cual un escrupulillo, cuyos dedos harían sonar si lo movieran. Una fecha: 1594, y un nombre grabado en el reverso, imposible de leer; se encuentra tachado por algún agente punzante, una lezna, por ejemplo. Mirando con mucha luz y una lupa de considerable aumento da la sensación que tras un nombre y un primer apellido, hay otro que parece decir Mendoza.

Mi adrenalina se ha multiplicado en un instante. Llamoa la centralita del hotel, y en cinco minutos se encuentra ante mí su director. Quiero saber de dónde procede la medalla. El hombre, aliviado porque mi llamada no ha sido un reproche, me promete buscar el albarán de su adquisición. Me adelanta que ha tenido lugar en la última subasta de Tecnitasa, precisamente en este hotel. Miro el reloj. La primera ponencia de las jornadas está a punto de comenzar. Espero unos segundos. Aún estoy dentro del tiempo de cortesía, pero el teléfono suena.

–¡Dígame!

–Perdone, he dado con su procedencia –dice el director desde el otro lado del hilo–. Proviene de una familia de joyeros vallisoletanos, que ha pasado de generación en generación, cuyo origen data de finales del XVI.

–¿Temática?

–Felipe II –dijo lacónico. Tras un corto silencio, continuó–: fue adquirida en un lote junto a un silbato y tres consolas; se hizo precisamente por pertenecer a la época de Juan de Austria, el nombre de nuestro hotel.

Se me encendió la luz de inmediato.  –¿Alguna nota al margen?

–Calle de la Antigua, número 2.

No sé si dejé al director con la palabra en la boca, de lo que doy fe es que las jornadas de Nuevas Energías, en ese momento me importaban un bledo. En el número 2 de la calle de la Antigua de Valladolid se encontraba en el siglo XVI la posada de Luis Burgoa y Nao D´Andrade, en la que el poeta Zorrilla, autor de Traidor, inconfeso y mártir (obra sobre la suplantación de identidad del rey Don Sebastián de Portugal), sitúa al protagonista en dicha posada a principios de 1594. Según la historia, que no la obra, iba acompañado de Ana de Austria y Mendoza, que inducida por fray Miguel de los Santos, dejó el convento de Madrigal para seguir al que creía rey de Portugal con la clara intención de un matrimonio que la instalara en el trono portugués, extremo que indignó a Felipe II, quien desde el principio tuteló el proceso contra Gabriel de Espinosa.

Encendí el ordenador, entré en Internet y me enfrasqué en una búsqueda en cadena que me llevó a pedir hora para hacer una investigación en el Archivo de Simancas. Lo hice; todo fue muy rápido. En media hora me encontraba con el documento en la mano. En efecto, el proceso de Gabriel de Espinosa, conocido como el “pastelero de Madrigal”, cuyo parecido con el rey Don Sebastián era extraordinario, tuvo lugar a lo largo de 1594, y la sentencia que le llevó a su decapitación en Madrigal de las Altas Torres por haber suplantado la identidad del rey, se llevó a cabo al año siguiente.

Todo coincidía, el nombre, la fecha de la medalla… La pista del rey portugués se perdió en la batalla de Alcazarquivir, pasando a ser considerado como uno de los “reyes durmientes” de la historia. Según La documentación que obraba en mi poder, precisamente lo que desencadenó la suspicacia de los jueces para llevar a cabo el proceso de suplantación, fue el alarde de nobleza que Gabriel de Espinosa llevó a cabo en la posada de Valladolid, al ponderar las joyas que portaba en varios baúles, probablemente propiedad de María Ana de Austria y Mendoza, hija de María Mendoza y Juan de Austria, el hijo bastardo de Carlos I, un experto militar para su biografía; para el pueblo llano, “Jeromín”, cuya medalla, que yo había encontrado en el hotel, con toda seguridad era una de las monedas que el propio Gabriel de Espinosa utilizó para pagar la posada.

Miré el reloj, eran las diez de la mañana del día siguiente. Para mí, habían pasado veinticuatro horas; para la historia, cuatrocientos veintidós años. Hice mi maleta y me despedí prometiendo volver lo antes posible. Pedí un taxi. Fuera, la niebla había desaparecido. Rielaba la luz sobre la fachada pulida del hotel. Un fulgor por estrenar anegaba ahora los tejados y las espadañas de las iglesias, y aunque el frío era intenso y la hora temprana, el sol inundaba de vida la ciudad.