William Hurt: verso libre, siempre libre

Fallece a los 71 años William Hurt

Decía un crítico que en Washington D.C. sólo nacían hijos de funcionarios y mosquitos en las orillas del Potomac, pero que después de ver a William Hurt en Gorky Park (Ib., Michael Apted, 1983) tuvo que cambiar de frase y añadir que también nacían monstruos de la interpretación.

            William era un capitalino que se pasó su primera infancia recorriendo áreas del océano Pacífico hasta que sus padres se divorciaron y tuvo que vivir con su madre junto a sus hermanos y fue Nueva York la ciudad elegida. Pero su madre se volvió a casar y los hijos estorbaban, cuando se es pobre se largan de casa y cuando se es ricos los largas de casa (citando al psicólogo social J. M. Bezanilla); así que aprovechando que el nuevo matrimonio tenía posibles enviaron a William a un internado inglés hasta la edad universitaria, donde se decidió, por consejo de su padrastro, por la Teología, primero en Londres y después, de regreso a Estados Unidos, en Boston. Pero en medio de esto descubrió el teatro y dejó descansar la Ontología en la que estaba centrando su estudio. Así que se marchó a Nueva York y fue becado por la Escuela Juilliard, donde se licenció en Arte dramático.

            Después comenzó a hacer giras de teatro por los circuitos regionales, su primer contrato fue con una compañía de Oregón y después alcanzó el comienzo de la gloria al participar en el Festival William Shakespeare, en el Lincoln Center. A partir de aquí le fueron llamando para distintas series, como Kojak, en la que debutó en el mundo audiovisual, y La mejor de las familias, una miniserie donde destacó para los directores de reparto de La Gran Manzana. Le contrataron para una película para la televisión en cuanto se canceló la del policía de Manhattan Sur, Verna, USO girl (Ib., Ron Maxwell, 1978) en la que coincidió con Sisi Spacek, Howard Da Silva –ganador del Emmy a mejor actor secundario por ese papel -, y Sally Kellerman.

            Para cuando se estrenó, Hurt se encontraba haciendo teatro y fue tras verle en sus dos vertientes cuando Paddy Chayefsky se convenció de que podría ser el profesor Eddie Jessup, el protagonista de su novela y posterior adaptación al cine de su guion de Un viaje alucinante al fondo de la mente (Altered states, Ken Russell, 1980). El director inglés y el escritor se llevaron mal durante el rodaje y sólo se salvó la interpretación limpia y absolutamente creíble de Hurt, además de la anécdota de que supuso el debut de Drew Barrimore en el cine (año y medio antes de aparecer en E.T., el extraterrestre).

            Y William comenzó a gozar algo que nunca le gustó absolutamente nada, la fama. Y su nombre se encontraba en todos los mentideros de Hollywood. Era guapo, refinado, elegante y con una dicción pulcra como pocas ha habido a ambos lados del país.

            Comienza tras ésta su carrera cinematográfica con papeles complicados, ambivalentes y repletos de matices, donde pasa del bueno al malo, del deseo al deseado sin solución de continuidad. Es en esta primera época cuando tras hacer un thriller con Peter Yates conoce al afamado guionista (y bastante correcto como director) Lawrence Kasdan y rueda junto a él Fuego en el cuerpo (Body heat, L. Kasdan, 1981), una película que inicia lo que ahora se llama el nuevo Noir o film noir moderno, donde elementos anteriores como la femme fatale y el juego de triángulos amorosos reaparecen revestidos de un erotismo ígneo y con una belleza perversa tras todo ello, en este caso la de Kathleen Turner.

            La película se convierte en un bombazo y la liga de la moralidad de Florida le da el espaldarazo definitivo al tacharla de pornográfica. Los cines se llenan a lo vasto de Estados Unidos y repite éxito de crítica y público en Europa. Pero cuando todo el mundo creía que Hurt comenzaría a hacer películas de gran presupuesto él se curó en salud haciendo dos telefilmes seguidos apartándose (uno haciendo un Shakespeare, cosa que siempre agradecía, en El sueño de una noche de verano, con Emile Ardolino), así, de esa jauría que desea fagocitar siempre a la nueva estrella saturándole de proyectos y esperando a que fracase en uno sólo para pasar al siguiente al que devorar.

            Después regresa a los 35 mm con Kasdan en su película generacional Reencuentros (Teh big chill, L. Kasdan, 1983) donde hace de traficante que va al entierro de un amigo de los de toda la vida que se ha suicidado. Y allí surge el factor humano de la pandilla, de lo que eran y lo que son y, sobre todo, lo que ya nunca serán. Nominada a mejor película, guion original y actriz secundaria, su papel no era el más agradecido, sin duda lo eran el de los anfitriones, Kevin Kline y Glenn Close y el de JoBeth Williams, pero en de Hurt era el más duro y menos empático con el público.

            Ese mismo año rodó bajo un frío intenso el thriller de espionaje Gorky Park, junto a Lee Marvin, donde cosechó un sinfín de críticas alabando su trabajo junto al secundario Brian Dennehy, de quien hicimos un cumplido obituario en Revista Atticus. A partir de aquí el joven William afianzó su carrera cinematográfica eligiendo papeles cada vez más complicados y saliéndose de la órbita del estrellato cada vez que podía.

            De ahí que aceptase tres papeles tan dispares como ricos en matices para sus tres siguientes películas, curiosamente los tres le valieron sendas nominaciones al óscar y el primero de ellos una estatuilla. El beso de la mujer araña (Kiss of the spider woman, Héctor Babenco, 1985) fue un bombazo, porque una película pequeña, independiente y en coproducción con Brasil, llenó salas, alquileres en los videoclubs de todo el mundo y comenzó a generar artículos sobre el método Hurt de interpretación, aquí encarnaba a un disidente político durante la dictadura en el país del fútbol por excelencia, pagado de sí mismo y homosexual encerrado en una cárcel dura junto a un compañero que tan pronto quedaba imanado por su carisma como le odiaba por su esnobismo, además de sentirse cohibido ante su homosexualidad, interpretado por Raúl Juliá, siempre eclipsado por la grandeza de Hurt. Al año siguiente, y siguiendo la estela de director pequeño, producción pequeña, historia grande, papel complicado, repitió patrones y nominación, aunque no estatuilla ni Bafta ni premio de mejor interpretación en Cannes, por Hijos de un dios menor (Children of a lesser god, Randa Haines, 1986). La crítica y el público le aclamaron sobremanera y él se rompió en pedazos, aunque no lo contó hasta muchos años después, porque había mantenido un bonito romance junto a la protagonista femenina, Marlee Matlin, y al acabar la promoción su relación se rompió. Él, que parecía muy seguro de sí mismo, comentó que había estado a punto de dejar la profesión por algún tiempo y sólo el tener firmado el contrato de su siguiente proyecto le convenció de continuar.

            Tomó su papel en Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987) como algo terapéutico generando nominaciones para sus tres protagonistas además de tres más para el propio Brooks como productor, director y guionista. Hurt, otra vez en la lista de los cinco que optan al óscar se cansó y decidió cambiar de registro buscando papeles más sencillos y con menos aristas que los anteriores. Necesitaba cambiar y no encasillarse en ese actor de los papeles difíciles y que dan prestigio a una película. Él quería actuar, pero no ser un cliché. Siempre lo dejó claro y por eso prefirió secundarios que dejasen huella y protagonistas mucho más sencillos de interpretar tras ésta.

            Comienza con ese personaje de El turista accidental (The accidental tourist, L. Kasdan, 1988) donde da vida a un hombre incapaz de superar la muerte de su hijo junto a su esposa, quien, por cierto, vuelve a ser Kathleen Turner, y donde una entonces emergente Geena Davis se alzó con el premio de la academia a mejor actriz secundaria por esa escritora de una guía homónima al título de la película. A Hurt le acusaron de haber creado un personaje demasiado plano cosa que a Kasdan no gustó nada defendiendo en público el trabajo de su actor fetiche. Al año siguiente le ofreció el personaje de uno de los yonquis contratados para matar al pizzero infiel que hace Kevin Kline en la comedia negra irreprochable Te amaré hasta que te mate (I love you to death, L. Kasdan, 1990) repleta de grandes interpretaciones de actores consagrados y jóvenes. William Hurt dijo haberse divertido mucho haciéndola porque había leído la rocambolesca historia real en la que estaba basada. Era otro giro de tuerca alejadísimo del teatro isabelino en el que se formó y con una voz que nada hacía recordar al pentámetro yámbico. Hurt quería, necesitaba ese cambio y, a partir de aquí comenzó a rodar producciones pequeñas con directores deseosos de contar historias humanas y no heroísmos alejados de la esencia de quiénes somos, tal y como declaró.

            Hizo Alice (Ib., W. Allen, 1990) con Woody Allen ese mismo año donde debía dar réplica a Mia Farrow en esta exitosa versión libre de Giuletta de los espíritus (Giuletta degli Spiriti, Federico Fellini, 1965). Hurt se quedó estupefacto ante la taquilla de esta película a ambos lados del Atlántico y ayudó a remontar a un Woody Allen que había sufrido algún que otro encontronazo con público y crítica tras La Rosa púrpura de El Cairo (The purple rose of Cairo, W. Allen, 1986).

            Así que trató de buscar un nuevo reto y se lo ofreció su amiga Randa Haines, con quien ya había trabajado en Hijos de un dios menor, tomando el papel principal de El doctor (The doctor, R. Haines, 1991) y donde retomó sus personajes carismáticos y poliédricos de mediados de los ochenta, tras haberse estancado la película en preproducción porque el rol del cirujano tan centrado en su carrera que se había olvidado de vivir lo iba a interpretar, en principio, Warren Beatty, tal y como anunció su productora, Laura Ziskin.

            Pero tras ésta comenzó a pedir a su agente que filtrase sus opciones y comenzó a hacer más independientes a ambos lados del océano. Así, rodó con Wim Wenders Hasta el fin del mundo (Bis ans Ende der Welt, W. Wenders, 1991). El metraje excesivo y una estructura laberíntica y caótica sacan al espectador de la historia y Hurt no se libra de los ataques de la crítica en esta cinta sobrevalorada por unos y vilipendiada por otros.

            Después descansa y lee hasta que le llega una obra para volver a rodar con Raúl Juliá y llegar al cine argentino, La peste (Ib., Luis Puenzo, 1993). Y la reacción ante una plaga de peste bubónica en una ciudad muy europea de Suramérica y de nombre norteafricano: Orán, de su población. Parece estar aburrido de su carrera, pero cuando el proyecto le llama se entrega. Aquí es un tipo plano que deja de serlo ante la adversidad, pero sin jugar a ser un héroe griego. Esto hace efecto llamada y más directores de producciones pequeñas llaman a su puerta.

            Humaniza algunos papeles, trabaja en Hungría y Bélgica y disfruta de un secundario con el luego multipremiado Anthony Minghella en Un marido para mi mujer (Mr. Wonderful, A. Minghella,1993). Pero la cabra tira al monte y el actor a sus orígenes, y Hurt retoma un personaje repleto de caras y con ese prisma compone su personaje de Second best (Ib., Chris Menges, 1994) donde explora el mundo de la adopción con una ternura y una determinación dignos de todo un padre y no de una caricatura como nos han hecho ver tantas veces. La crítica alabó su trabajo, pero no tanto la película, tachada de melodramática en exceso por parte de los comentaristas, especialmente los británicos. Aquí hay que decir que dada la penosa legislación en esta materia a nivel internacional y ante la disparidad de legislaciones, todas tan cercanas al Convenio de La Haya sobre infancia como lo están Mondrian y Piero de la Francesca, es difícil de comprender si no se ha estudiado el tema, pero William Hurt consigue una química bastante buena con el niño y con su padre. Ganó el premio del jurado ese año en San Sebastián y algunos críticos no dejan de mencionarla entre las películas más subvaloradas del último cuarto de siglo.

            Pero él no quería esto y regresa a los personajes sencillos y de una sola vuelta en Smoke (Ib. W. Wang, 1995), pequeña joya de Wayne Wang sobre un estanquero y sus relaciones, con su barrio, su estanco, un chaval negro y unos colegas variopintos, como los de cualquier barrio del mundo, entre los que se encuentra Hurt. Su escena de disculpa con el adolescente es una de las que se ponen como ejemplo en las escuelas de cine de interpretación, donde el joven no da su brazo a torcer, porque es la ley de la calle con sus palabras, pero sí con su gesto mientras Hurt sonríe sabedor de todo esto y sin sorprenderse por el “¡Jódete!, blanco hijo de puta”. Él da valor añadido a la modesta producción y al brutal guion, tan cargado de sinceridad como alejado de lo que nos hacen ver cintas de las más destacadas plataformas.

            El egregio Franco Zefirelli le convence para hacer un papel en las películas tan de moda a finales del milenio sobre las escritoras de finales del XIX, en este caso Jane Eyre (1996), de una de las hermanas Brontë, en este caso Charlotte, con gran fidelidad al relato original, aunque la tijera se explayó con la cuarta parte del libro para no irse de metraje en exceso.

            Amor, pobreza, herencias, locura, ceguera temporal, todas las desgracias y bienes que salen y entran entre la joven de la que nos debemos apiadar y el personaje byroniano que hace Hurt con una clara idea de no complicar el argumento ya de por sí farragoso que escribiese la sobrevalorada Brontë, elige cualquiera de las tres, aunque en este caso sea Charlotte. La tortura interior de su papel la muestra en esbozos gestuales nada evidentes para el gran público y su enfermedad la conduce con dignidad, muy lejos de la exageración teatral de la versión de la novela. Aun así, y por ese tajazo que se da al cuarto libro, parece una interpretación incompleta o, quizás, para ser más precisos, acelerada de repente.

            Después de ésta tomó un respiro haciendo cosas menores y una superproducción de ciencia ficción absolutamente fallida y con un guion para cocientes intelectuales ausentes, Perdidos en el espacio (Lost in space, Stephen Hopkins, 1998) donde todo parece una parodia de la serie de mediados de los sesenta en la que está basada. Batacazo de crítica y público y Hurt regresó a producciones donde hacer secundarios de lujo por Europa y películas independientes con grandes directores en su país. Así, fue el padre de uno de los grandes agentes de la Guerra Fría para Robert de Niro, un profesor para Steven Spielberg en su trabajo sobre un guion del fallecido Stanley Kubrick en A.I. o un sencillo hombre de pueblo en El bosque, de M. Night Shyamalan. Trabajó con otros en telefilmes, miniseries y series y dio réplica a George Clooney en su estupenda Syriana (1998). Hizo un gran papel pequeño para su amigo Sean Penn y torturó con sus cambios de matices a Julie Delpy en su La condesa, donde era tan bueno su papel que cada día le ofrecía una baraja de posibilidades a la también actriz y directora francesa afincada en Los Ángeles.

            Al final de su carrera aceptó ser parte de la Marvel en Capitán América, su continuación y la que se descuelga de ésta, La viuda negra, con la que finalizó su actuación en el cine. Antes de estos engendros hizo un trío de secundarios de lujo para el aficionado al cine en El héroe de Berlín (2016), con ese personaje que debe medirse con Goebbels en las olimpiadas de verano de 1936 en Berlín para conseguir que Jesse Owens venza ante la raza aria y toda la propaganda de superioridad racial que esta gentuza promovía con el aplauso de gente como Churchill y silencios más que evidentes como el de Roosevelt; ¡A ganar!, con ese matiz de gran persona que trasciende más allá de los resultados deportivos y Con todos los honores, donde ejerce de veterano soldado de Vietnam que desea que a quien le salvó la vida en aquella guerra le concedan una medalla por haber salvado a tantos antes de dar su vida en contra de lo que dice el cobarde informe oficial que tapa, como todo lo oficial tanta verdad.

            Un cáncer de próstata con metástasis ósea, que él mismo anunció a finales de 2018, se le llevó el día 13 de marzo de 2022. Luchó contra éste haciendo lo que mejor sabía: trabajar, que es un verbo muy minusvalorado en estos días de inmoralidad y que este verso libre, libérrimo, de la interpretación hacía como muy pocos. Jugó desde una economía gestual hasta una exageración histriónica pasando por todos los matices que el teatro le prestó y que supo aplicar a la técnica de interpretación cinematográfica. Nunca defraudaba, como Bette Davis, podía salir en una pésima película, pero nunca estaba mal. Era de esa raza de intérpretes que nunca se olvidaba de quién era para que nosotros nos olvidásemos de quienes somos durante dos horas.

            Setenta y un años le contemplaban cuando expiró el hombre, muchos más habrán de pasar para que alguien de su talento muera.

Carlos Ibañez

Revista Atticus