Sidney Poitier o la llave del sueño del reverendo – Carlos Ibañez

Obituario: Sidney Poitier o la llave del sueño del reverendo

            Dicen los más creyentes, que Dios quería un regalo el día de reyes y por eso se llevó a Sidney Poitier a su lado. Yo creo que se fue un símbolo, un personaje fundamental de la cultura occidental del siglo XX. Ese joven, alto y guapo que encandilaba cada vez que se subía a un escenario o ante una cámara. Para los mediocres era el actor de color, como si el resto fuesen transparentes. Para los defensores de los derechos civiles una punta de lanza en ese Hollywood casposo de cenas entre los jefes de las Majors y el runrún del racismo y el machismo de fondo. Para los cinéfilos ese actor que engrandeció su oficio hasta hacernos olvidar si era blanco, negro o verde esmeralda, porque lo que sus gestos y esas manos largas como las de un profeta ante la muchedumbre mostraban era que cualquiera de los asistentes a un pase de sus actuaciones se sentía atrapado por una cadena junto a Tony Curtis, ingeniero en paro que acepta dar clase en un instituto chungo de ese Londres que los mismísimos ingleses trataban de ocultar, médico viudo enamorado hasta el fondo de una chiquilla muy mujer de San Francisco con padres absolutamente enfrentados a su propia hipocresía o un investigador del FBI en ese sur aún hoy tan racista como los holandeses emigrados al sur de África o quienes me echaron de un restaurante en el norte de Burkina Faso por ser blanco. Pero, sobre todo, fue el manitas que arreglaba todo y construía una capilla para unas monjas católicas venidas a Estados Unidos desde aquella Alemania que de Democrática sólo tenía el nombre.

            Poitier nació por casualidad en Miami durante un viaje de sus padres, bahameños, entonces británicos de colonia de ultramar, cuando se adelantó más de dos meses a su madre y gracias a ello adquirió la doble nacionalidad. Así pudo conocer lo peor y mejor de cada país, la dureza del campo, cuando trabajaba de bracero con su padre o de friegaplatos en los restaurantes estadunidenses en su adolescencia.

Pero los japoneses atacaron con vileza y sadismo Pearl Harbor y el casi niño Sidney se alistó en cuanto se hubo afeitado un par de veces y, así, engañar sobre su edad en el centro de reclutamiento. Quería ir a luchar al Pacífico de la mano de McArthur o invadir Europa con las tropas comandadas por Eisenhower. Pero, por fortuna, la guerra concluyó a mediados de 1945 y a él no le habían dejado alistarse hasta finales del 43. Así que su periodo bélico fue corto y regresó ileso y con ganas de actuar.

Recibió clases y se apuntó a audiciones en Nueva York. Llamaba muchísimo la atención por su estatura y la expresividad que lograba sumar entre su cara y sus manos, tan poco acostumbrados en Estados Unidos, por eso se fumaba tanto en aquellos años en las películas y el teatro, para hacer algo con éstas. Al menos hasta que él llegó e hizo ver que eran parte de la interpretación, como el resto del cuerpo. Algunos críticos coetáneos le llamaron despectivamente la bailarina y otros obviaron su enorme talento. Cuando la gente se queda en el envoltorio, normalmente, se pierde el regalo, y eso es lo que pasa con todos los tontos que hacen de algo que no han elegido ellos su distinción y rasgo de superioridad.

En esto le vio Joseph Leo Mankiewicz y le fichó para su película Un rayo de luz (No way out, 1950) y la crítica, sobre todo en Europa, elogió la valentía del argumento y la maestría a la hora de interpretarlo del jovencísimo actor que encarnaba al único médico negro del condado, denunciando, de paso, la cantidad de talento que se pierde cualquier país por este tipo de prejuicios.

Poitier hubo de esperar aún ocho largos años para que el reconocimiento internacional le llegase tras unas cuantas dignas, cuando no excelentes interpretaciones, en películas desiguales y que aparte de serle alimenticias le iban granjeando un nombre en una industria voraz (aquí hay que hablar de lo que escribió Kirk Douglas en su autobiografía, la muy recomendable, El hijo del trapero, sobre lo que es Hollywood: “un tranvía lleno en el que para poder entrar tú debes empujar y que otros salgan por el lado contrario”), y fue en el festival de Berlín, entonces Berlín Occidental, donde recibió el Oso de plata a la mejor interpretación masculina por Fugitivos (The defiant ones, S. Kramer, 1958) y en Londres un Bafta por el mismo papel, donde da vida a uno de los dos presos encadenados que huyen de los trabajos forzados a los que han sido condenados. Su compañero de cadena era Tony Curtis y las broncas fueron tan sonoras que aún hoy retumban porque el actor de Miami se merendaba en cada plano al judío neoyorkino quien gustaba de lucir más que sus compañeros, por eso al año siguiente Billy Wilder le puso en su sitio el primer día de lectura del guion en los preparativos de Con faldas y a lo loco (Some like it hot, 1959) y el tímido actor acató que él era un elemento más de ese divertido juego que es una película.

Tras el premio en la Berlinale llegó la nominación de la Academia y el movimiento tectónico que aquello supuso en el país donde todos negaban al KKK pero lo comprendían, cuando no directamente los justificaban, Arde Misisipi (Mississippi burning, A. Parker, 1988) pone un ejemplo bastante paradigmático de esos años en ese vasto país.

Después de esto los directores comenzaron a ofertar guiones cada vez mejores a Poitier. Martin Ritt le da un regalo en su comedia disfrazada de drama sobre los músicos de jazz americanos expatriados en París en Un día volveré (Paris Blues, 1961) en la que hace un magnífico tour de forcé con Paul Newman y donde las sensaciones musicales inundan continuamente sus interpretaciones. Para ese momento Europa era un hervidero, ese mismo año Kruchev mandó levantar el muro en Berlín y Fidel Castro estaba siendo engullido por el aparato del Partido Comunista en su revolución cubana provocando el incidente más terrorífico de la Guerra Fría y un pastor protestante, Martin Luther King, había comenzado a hablar de paz e igualdad en un país que odiaba ambos términos si eso suponía perder algo o que el otro color pueda acceder a mi trabajo. De ahí que Poitier sea una respetable llave para abrir un sistema tan cerrado.

Siguieron pasando los años y las interpretaciones impecables de un ya no tan joven Sidney hasta que en 1963 le dieron un papel para su entero lucimiento en un aparentemente fácil rol de manitas capaz de levantar él solo una capilla nueva para una congregación de monjas católicas de Alemania Oriental exiliadas en el sur de Estados Unidos. No hay detalle malo en la interpretación de Poitier. El tono de sus palabras, como alarga las sílabas cuando desea calmar a la madre superiora o es cortante y casi funciona en staccati en las discusiones. Sus dedos mostrando castillos (o capillas) en el aire y unos diálogos que llaman a tener fe en el ser humano, etiquetado como guste de ser o no ser etiquetado. El blanco y negro es tremendamente profundo para mostrar el avance de la obra o muy plano para que los planos cortos nos parezcan un documental sobre la congregación católica en determinados momentos. Y el director compone un guion técnico maravilloso al servicio de su estrella. Ese año el Oscar se fue a sus bonitas y bicolores manos y el aplauso fue generalizado. Por supuesto, antes se había llevado por esta interpretación otro Oso de plata del festival de la ciudad tan vergonzantemente dividida.

Y tras ésta volvió a rodar con Richard Widmark, con quien volvió a funcionar la tensión interpretativa, aunque en este caso el rubio era un comandante de submarino y el de Florida un periodista que debía guardar silencio porque estaban en pleno incidente bajo el mar con un sumergible soviético. Estado de alarma (The Bedford incident, J.B. Harris, 1965) fue un éxito de público, en pleno ataque de patriotismo continuo desde que Castro amenazaba Estados Unidos desde tan cerca y la crítica especializada hubo de rendirse, una vez más al talento del muchacho de origen bahameño (hasta 1968, cuando los empleados negros no se rebelaron contra esta fórmula despectiva el término “muchacho” era un despectivo para los de origen africano, como si nunca fueran a ser capaces de ser adultos, de ahí también la canción que ese mismo año escribieron Chicago, I’m a man, y que fue un gran éxito en 1970).

Después agarró el toro por los cuernos del problema racial y rodó una de sus grandes interpretaciones: Un retazo en azul (A patch of blue, Guay Green, 1965) donde una joven ciega entabla amistad con un hombre negro y mayor que ella. El director tuvo que cortar todos los besos entre ambos y no aparecieron hasta la edición en deuvedé de casi treinta años después. El realizador no supo aguantar la presión de la distribuidora y comenzó cortándolos para su pase en los estados sureños y acabó sólo mostrándolos en los copiones de producción. Las libertades, cuando se coartan acaban muriendo, ahora, y deberíamos hacer un análisis de esto, estamos con las nuevas censoras a las que, en un eufemismo miserable, como todos los eufemismos nacidos de la tiranía de lo políticamente correcto, denominamos coordinadores de intimidad. Las feministas extremas toman el rol de los curas y a partir de ahora las veré como el sacerdote de Cinema Paradiso (Ib., G. Tornatore, 1989).

Pero regresemos al gran Sidney, que bastante censura hubo de sufrir en su dilatada carrera. Y encontraremos un flojo western junto al siempre mediocre James Gardner justo antes de su gran año, en el que estrenó tres obras capitales de la interpretación cinematográfica y donde el actor, con cuarenta años recién cumplidos, hizo retumbar de aplausos las plateas de medio mundo con Rebelión en las aulas (To sir, with love; J. Clavell, 1967) donde ese subgénero del cine social que es el escolar nos muestra la realidad de lo que era (y es) el Reino Unido más allá de sus carísimas escuelas elitistas tipo Eaton y su par de famosas universidades. Su interpretación es valiente y minuciosa a la hora de jugar su papel entre tipo duro y sociólogo comprensivo hasta convertirla en un ejercicio de psicología social al más puro estilo de los realizados por Elton Mayo tres décadas atrás. Por desgracia el buenismo impera al final obviando la realidad del sistema educativo occidental, al menos hasta llegar el modelo finlandés, donde se ve que el éxito académico en buena medida depende del nivel de ingresos familiares y no del talento y capacidades del discente.

Después de regresar de Inglaterra Poitier baja hasta el profundo sur de Estados Unidos y rueda junto a Rod Steiger la magnífica En el calor de la noche (In the heat of the night, N. Jewison, 1967) donde interpreta a un policía detenido por asesinato de un blanco adinerado y al ver que lleva dinero mientras espera al tren y es negro es detenido sin más pruebas por un ayudante del sheriff, encarnado por el siempre correcto Warren Oats, y conducido a la comisaría que dirige un racista de tomo y lomo rol hecho por el ya citado Steiger, ganador por este papel del óscar de la Academia de este año. No sólo tiene que soltarle, sino que además tiene que comprobar la valía del detenido por el color de su piel a la hora de esclarecer el asesinato. Monumental patada al racismo que ya había encontrado sus miserables profesionales del odio, quemas incluidas sin necesidad de inspiraciones quijotescas, de Bradbury o de los nazis; en la novela en la que está basada, de título homónimo y del escritor John Ball. Poitier recibió un aluvión de críticas positivas y reconocimientos eclipsando al ganador del premio de la Academia de esa edición.

Y, por último, pero no menos importante, dejó el calor veraniego de Misisipi para irse a la fresca San Francisco (sirviéndonos de la cita sobre el clima de esta ciudad de Mark Twain) para hacer del médico enamorado de la joven hija de dos ancianos que educan en un modelo a su hija y que cuando ésta les quiere demostrar que sus valores han sido correctamente inculcados ellos se descubren como dos hipócritas incapaces de ver que el amor es mucho más fuerte que cualquier palabra y Stanley Kramer vuelve a sacar lo mejor de Poitier y de sus protagonistas, padres de su amada, Kate Hepburn y un muy enfermo ya Spencer Tracy, ambos espléndidos y de un conmovedor al descubrir sus prejuicios y lo que ven bueno para los demás pero no para su hija que se resume en un diálogo con el obispo católico amigo de la familia y con el que Tracy juega al golf: “hoy has sido derrotado. Por eso estás tan irascible”. Y eso es lo que vence al cinismo: la realidad ante tus ojos (y sé de lo que hablo), por eso los católicos acristianan niños en medio mundo, pero cuando estos niños vienen a Europa no los quieren en sus colegios y todo tipo de miserias sociales de las que podríamos escribir una tesis doctoral o, mejor, ver Adivina quién viene a cenar esta noche (Guess who’s coming to dinner, S. Kramer, 1967).

A partir de aquí hizo unas cuantas películas estupendas más, algunas interpretaciones para quitarse el sombrero y comenzó a dirigir sus propios proyectos con desigual factura, pero un interés excelente por este arte que es, además, un negocio. Si hay que destacar a Poitier en sus últimas interpretaciones antes de convertirse en embajador permanente de Bahamas en Japón y posteriormente ante UNESCO, destacaría la de Los Fisgones (Sneakers, P.A. Robinson, 1992) y Chacal (The Jackal, M. Caton-Jones, 1997), sin olvidar el entrañable profesor en escuela conflictiva que retoma casi tres décadas después en Al maestro, con cariño (To sir, with love II; P. Bogdanovich, 1996) y que le une al otro grande del cine que falleció el día de reyes y del que ya hemos realizado un merecido obituario.

En 2002 recibió, en lo que se denominó la noche más afroamericana (otro eufemismo miserable) de los Oscars uno honorífico por toda su carrera y Denzel Washington se lo dedicó cuando ganó el suyo a mejor actor esa noche y una emocionadísima Halle Berry se abrazó a él en las bambalinas tras fotografiarse con su merecida estatuilla.

Descansa en paz, tú que diste tanta guerra sólo por ser bueno en tu oficio y tener ese color tan bello de piel. Lo dicho, y para creyentes, Dios se lo llevó como regalo de reyes. Nosotros, como dijo Aquiles a Patroclo, tenemos la pasión que nos confirió en tantísimas interpretaciones magistrales. Eso nos envidian los dioses, porque cada una de éstas puede ser la última y hay que vivirlas con pasión. La Ilíada pone punto y final. Espero que allá donde se encuentre le guste.

Carlos Ibañez

Revista Atticus