Peter Bogdanovich. El guardián del cine como arte. Carlos Ibañez

Peter Bogdanovich. El guardián del cine como arte.

El pasado 6 de enero, nos dejó este grande entre los grandes de esto de hacer películas, que es tan complicado para cualquiera que se acerque a las tripas de una producción. Cineasta con joyas en varios géneros, especialmente en la comedia, y escudero de Orson Welles como el gran maestre de esto que Ricciotto Canudo definió como el séptimo arte.

            Peter Bogdanovich era un auténtico estudioso, un historiador del cine sin necesidad de más título que el de su maravillosa prosa hablando de planos, tomas, texturas y, sobre todo, de cómo convertir las palabras escritas en un folio en celuloide capaz de emocionar y no dejar a nadie quieto en su butaca o en su salón, ahora que los videoclubs se han convertido en plataformas.

            Como director nos regaló obras de una profundidad maravillosa, comedias disparatadas, bordeando la astracanada, pero repletas de inteligencia, y rotundos fracasos de esos que los ventajistas y los capitanes a posteriori de turno esperaban para despellejar y decirle lo que debía haber hecho, en uno de esos ejercicios de soberbia tan propio de los diletantes de cualquier disciplina.

            Era un magnífico escritor, un hombre enamoradizo de las palabras, las mujeres rubias y el cine en toda su extensión, si a alguien debemos la restauración del denostado Howard Hawks es a él y sus artículos revalorizándole desde su columna en la revista Esquire, la que le hizo ser director cuando se trasladó a Los Ángeles desde su Nueva York natal y Roger Corman le dijo que le había encantado alguno de sus artículos y le ofreció dar el salto a la arena del cine más allá de la butaca. Con el director, aquí metido a productor, que rodaba joyas en dos semanas realizó todo un máster en cinematografía práctica con dos películas de estupenda factura, bajo presupuesto y una ilusión irrefrenable por parte de todo el equipo y que llevaron por título El héroe anda suelto (Targets, 1968) y Viaje al planeta de las mujeres prehistóricas (Voyage to the Planet of Prehistoric Women, 1968). Ambos excelentes ejercicios de preparación para su película más personal, la que rodó a continuación, la aclamada y multinominada La última película (The last picture show, 1971) en la que mostraba todas las pequeñas grandezas y enormes miserias de un pueblo tejano. Rodada en un pulcro blanco y negro y con un solo problema, para la cinta y para el realizador: Cybill Shepherd, de quien se enamoró rompiendo su matrimonio, con la diseñadora y muy creativa Polly Platt. A partir de aquí la actriz rubia fue coleccionando pésimas críticas mientras él trataba de conseguirle papeles sensacionales para estropear.

            Tras no ganar el óscar por esta joya escribió y dirigió la comedia ¿Qué me pasa, doctor? (Whats’s up, doctor?, 1972) y dinamitó las taquillas de medio mundo, llegando al otro lado del inexpugnable Telón de acero. Y la crítica, tan llena de zafiedad y envidia, porque “no nos engañemos, no siempre saben de cine, pero sí de hacer daño”, como me dijo una vez un director tras una entrevista.

            Y Bogdanovich comenzó a no creer en sí mismo y diferir toda su fuerza creativa a su musa, amante y pésima actriz Cybill Shepherd. Y quienes llevaban años afilando el cuchillo aún hubo de esperar porque Peter nos regaló Luna de papel (Paper moon, 1973) con una natural Tatum O’Neal, la ganadora más joven del premio de la academia, y su padre, Ryan, haciendo de un vende biblias a domicilio en plena Gran Depresión, donde el director muestra la sociedad con toda su hambre y miserias, sin dejar que la esperanza se adueñe salvo de ese par de protagonistas conocedores de todo lo malo, pero que la niña convierte en aceptable con su sonrisa pizpireta y algunas frases memorables. No hay concesiones a la galería y el blanco y negro, del que Bogdanovich es un maestro, cubre todo el guion, más allá del cromatismo de la película. Y tras ésta rompe el acuerdo con The Directors Company al tener que repartir beneficios y no tener, según él la suficiente libertad, ya que él quería rodar con Cybill y para ella adaptó, tras conseguir la libertad de ese acuerdo, la novela de Henry James, epítome del buen gusto británico, Una señorita rebelde (Daisy Miller, 1974). Con la que se cavó su propia tumba y quienes afilaban el cuchillo, por fin, lo pudieron clavar fácilmente. Tras este desastre de crítica y público dinamitó el escasísimo crédito que tenía en la Costa Oeste con Por fin, el gran amor (At long last love, 1974), basado en un musical de Cole Porter, y con su musa, otra vez, como protagonista. Aquello fue un desastre sin paliativos. Además, contó con el error de sincronizar las voces en directo al estilo del viejo Hollywood, cuando la Metro obligaba a sus estrellas a cantar en directo por contrato y la Shepherd no estaba dotada, por mucho que el propio Peter le produjese un álbum para demostrar al mundo que su chica sí que valía. Pero ni la crítica ni las ventas de vinilos ni el público lo tomaron en serio y aquello precipitó la caída de Bogdanovich a los infiernos y, como todo el mundo sabe, cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana, Cybill abandonó a Peter y comenzó una carrera por recuperar su pasado prestigio en la industria que tanto le había mimado con anterioridad. Antes, y en plena crisis personal, económica y de pareja, escribe y rueda Nickelodeón (Ib., 1976) sobre el origen del cine, de ahí el nombre, los cines costaban cinco centavos (un níquel, en la jerga de la calle) así que eran odeones a cinco centavos; y lo hace con la misma estructura de Luna de papel: pobreza, cine y niña. Pero no funcionó, ni en taquilla ni en la crítica, aunque he de decir que ésta sí que es una película más que digna para ver y que se ve mucho mejor en perspectiva y dado lo bien que ha envejecido.

            En 1979 rueda, tras un acuerdo con Hugh Hefner, y volviendo un tanto a su admirado Howard Hawks sin perder los juegos de planos de su gran amigo y faro en el que se mira, Orson Welles; Saint Jack (Ib., 1979), donde recupera, por cierto, para el cine a George Lanzenby, el efímero Bond, y regresa a la producción con Roger Corman. La historia de un americano regentando un burdel en la pujante Singapur fue demasiado para la hipócrita moral de los críticos estadunidenses. Funcionó muy bien en las grandes ciudades y áreas urbanas, pero no en muchas ciudades del Medio Oeste, donde se la consideró poco menos que pornográfica.

            Y para limpiar su imagen decidió hacer una comedia sofisticada: su particular hundimiento: Todos rieron (The all laughed, 1979) en la que combinó a la etérea Audrey Hepburn, quien apenas hacía ya cine a finales de los setenta y a una playmate que había conocido en una de las mansiones de Hefner, la canadiense Dorothy Stratten. Se enamoraron y la modelo dejó a su marido, un vago que vivía de ella y sus posados sin ropa. Cuando le anunció que se acababan los huevos de oro, el tipejo la asesinó a la gallina cuando apenas contaba veinte años. Y Peter cayó en una severa depresión.

            Para salvar este obstáculo, tan duro de su vida, regresó a la escritura, su primitiva pasión y oficio. Teresa Carpenter, por si fuera poco, había escrito un artículo acusando directamente al director neoyorkino y a Hefner de haber sido ellos quienes habían empujado a Stratten aquí y allá, así que eran tan culpables, según la retorcida mirada de esta supuesta periodista, aunque en el grupo de hienas y buitres estaría bastante mejor. Y Bogdanovich usó todo su ingenio y ternura para retratar su punto de vista de la situación en un libro, El asesinato de un unicornio: Dorothy Stratten 1960-1980, donde trató de ser imparcial, pero no pudo. Y fue tan directo y bello, más que Bob Fosse, quien realizó, al hilo del artículo Star 1980 (Ib., Bob Fosse, 1983). El ensayo defendiéndose salió unos meses después del estreno de la película. Después de esto nadie quiso contratar al arruinado Bogdanovich a quien ni su libro ni su última película le habían traído más que deudas.

            En 1985 regresó con Mask (Ib., 1985) y la crítica alabó más a Cher como madre que su trabajo tras la cámara, pero, al menos, era el regreso de un apestado. Y esto le sirvió para continuar y realizar otras obras de buen nivel. Así, pudo preparar el guion de Texasville (Ib., 1990) retomando la historia y los personajes de su aclamada La última sesión con veinte años de diferencia y una inteligencia a la hora de colocarse las gafas del tiempo muy superior a la media, ejemplos sobran. La crítica la alabó moderadamente, pero no supo analizar la película sin compararla con la anterior, craso error, porque deben colocarse en paralelo para poder apreciarla. Este moderado éxito le permitió regresar a la comedia, donde tan sumamente bien se movía, con ¡Qué ruina de función! (Noises off, 1992), con la que demostró que había aún mucho cine en su cabeza y talento para derramar donde desease, y Esa cosa llamada amor (That thing called love, 1993) donde la crítica la trató como obra menor y algunos subrayaron que sólo era visible como última aparición en el cine del recién fallecido River Phoenix, en uno de esos ejercicios de necrofilia tan propios de cínicos (qué buenos somos todos en cuanto fallecemos).

            Poco después Peter dijo basta y sólo regresó cuando pudo completar la historia de El maullido del gato (The cat’s meow, 2001), sobre el asesinato de un director de cine a manos de William Randolph Hearst, ese personaje viscoso de la prensa americana que había ya despellejado Orson Welles en su ópera prima, Ciudadano Kane (Citizen Kane, O. Welles, 1941) y en la que el neoyorkino ponía todo su talento y cariño en el cine de su viejo amigo, el mago de Kenosha. Fue todo un canto de cisne de cómo hacer cine en una época donde ya nadie realizaba de esa manera, pero que aquí resultó más que efectiva.

Hasta 2014 no regresó y lo hizo con la aplaudida en su presentación en Venecia, Terapia en Broadway (She’s Funny That Way, 2014). Astracanada bien llevada, a caballo entre el ritmo de Me siento rejuvenecer (Monkey business, 1952) de su idolatrado Hawks, y la hilarante comedia neoyorkina, muy al estilo Broadway Danny Rose (Ib, W. Allen, 1984). Muy recomendable para quitarse prejuicios, como dijo un crítico italiano.

Luego dirigió y apareció en un capítulo de Los Soprano, realizó un cameo en otras series y, por fin, un documental de referencia, como es El gran Buster (The great Buster, 2018) sobre la enorme figura de Keaton.

Después el párkinson atacó la salud de Peter, quien se retiró a escribir sobre cine y apenas se prodigó por ágoras y eventos de esta Meca tan poco religiosa, aunque precise de una hermosa liturgia para ser gozada. Se fue apagando no sin antes retocar y sacar una nueva edición de su gran obra de difusión de cine: Ciudadano Welles, obra magna de años de charlas y correcciones de dos buenos amigos discerniendo lo que es el cine, en realidad. Y dos obras capitales sobre Fritz Lang en Hollywood y este mismo periodo del eterno John Ford. También escribió sobre otros, actores, directores y gente de la que no acordarse sería todo un pecado, pero esto no es más que un obituario y espero que al gran Peter le haya gustado. Y si no le haré caso y diré aquello de “Es imposible llegar a los 40 sin la mochila bien cargada de arrepentimiento”. Y me arrepentiré, pero hoy le despedimos con admiración y respeto.

Ya estás con Welles en ese Edén sin prohibiciones que es el cine, delante de la pantalla y detrás de la cámara. Ellos estarán ahora donde deseen y disfrutando de una nueva charla sobre los planos de Mr. Arkadin o la mirada cruel del factótum en Campanadas a medianoche. Que como diría Aute: “más cine, por favor” seguro que es su lema.

Carlos Ibañez

Revista Atticus