Debrigode y el galante aventurero 1/2

Debrigode y el galante aventurero por Vicente Álvarez

Para muchos es el más importante autor de la novela popular española, incluso por encima de los afamados Lafuente Estefanía, Mallorquí o Corín Tellado. Para muchos es el máximo representante del pulp hispano. Para muchos es el autor por antonomasia de la novela de aventuras escrita en español, a la altura del mismísimo Alejandro Dumas. Muchos, en fi n, comienzan a reivindicarle como el verdadero padre de la novela negra española. Y, sin embargo, después de todos esos muchos, ¿cuántos ningunos hay que conozcan realmente a Pedro Víctor Debrigode Duggi?

Hablar de la novela popular en España es adentrarse en territorio comanche. Bien es sabido que los guardianes del fuego sagrado de la alta literatura han despreciado sistemáticamente en España la novela popular en cualquiera de sus variantes emparentadas todas ellas con la literatura de consumo. Cualquier título que oliese a pulp, novela por entregas o folletín era sistemáticamente menospreciado y, para los críticos con pretensión de trascendencia, esas novelas que leían millones de personas no eran más que subliteratura o, directamente, bazofia. Ni siquiera el paso del tiempo y la reivindicación que en otros lugares se ha hecho de muchos de estos maestros de la novela popular ha servido para que en España se reconociese el valor de algunos autores. Ya sabemos que Conan Doyle, o Wilkie Collins, o H. G. Wells, o Alejandro Dumas, o Julio Verne, o Emilio Salgari han sido rescatados en sus respectivos países y, hoy por hoy, son considerados auténticos clásicos. Eso por no hablar de tantos y tantos novelistas estadounidenses del pulp de los años 30 y 40 del siglo pasado que ahora son auténticamente venerados, desde Raymond Chandler a Lovecraft pasando por Bradbury, Philip K. Dick o Dashiell Hammett. En España, sin embargo, seguimos aferrados a la rancia, elitista y soberbia actitud de considerar que los autores de novela popular no merecen formar parte de nuestra Historia de la Literatura. Algo que constituye, además de una arrogancia insufrible, un evidente desconocimiento de lo que verdaderamente escribieron algunos de aquellos autores a los que el ritmo de trabajo impuesto en condiciones casi esclavistas por parte de las editoriales les obligaba a escribir tres o cuatro novelas al mes. A pesar de ello, hubo algunos escritores que destacaron sobre el resto porque realmente eran novelistas sobresalientes. Uno de ellos, quizá el más significado, fue Pedro Debrigode.

De padre francés y madre corsa, Pedro Víctor Debrigode Duggi nació en Barcelona en 1914. Estudió Derecho aunque no pudo terminar la carrera por culpa de la Guerra Civil y, como tantos otros, se vio envuelto en una guerra que no era la suya (“no soy rojo ni azul, soy un cachondo y la política me tiene sin cuidado”). Recorrió algunos de los frentes más conflictivos y finalmente, de forma algo rocambolesca, fue acusado de abandono de destino, malversación de caudales y espionaje, entrando en prisión. En la cárcel desafi ó a un amigo que leía novelas tipo bolsilbros. Lo hizo con un comentario despectivo, de ésos que tanto utilizan los que desconocen el género. Se apostó con él una caja de coñac a que conseguiría escribir una. Tardó tres meses pero lo hizo. Se trataba de una novela romántica. Fue el inicio del mito Debrigode y la primera de más de mil novelas.

Debrigode era culto, políglota, nocherniego, pícaro y gran viajero. Llevaba siempre varios relojes porque, como escribía varias novelas a la vez y los protagonistas podían estar en cualquier lugar del mundo, necesitaba saber la hora que era en cada uno de los escenarios con los que estaba trabajando. Le gustaba el juego (carreras de caballos, frontón, póquer, quinielas) y era un fanático del cine, del ajedrez y del boxeo. Llegó a tener como mascota una mona de Madagascar y fue el artífice de una obra descomunal que aportó luz, aventura y esperanza a varias generaciones de la España gris de posguerra. Dueño de una imaginación portentosa y de un lenguaje exquisito, cuenta la leyenda que escribió una novela en 24 horas y se la dictó por teléfono al linotipista. Cuando se lo comentaban, él se indignaba y decía que eso era falso, que la dictó directamente y que fueron siete horas.

Era Debrigode un escritor anárquico dotado de un prodigioso talento y de una asombrosa capacidad para fabular y para ambientar sus historias en cualquier parte del mundo. En sus novelas lo más importante era el ritmo. Los fuegos artificiales sobraban así como las descripciones premiosas y la caracterización psicológica de los personajes. Aun así, su maestría le llevaba a, en apenas un par de pinceladas, abocetar con destreza única a la mayoría de sus personajes. Defendía a capa y espada la literatura popular porque el tipo de novelas que escribía necesitaba toneladas de imaginación además de un tremendo ofi cio. Su estilo directo, en el que primaba la acción por encima de todo, no le impidió regalarnos unas novelas estilísticamente muy cuidadas y, en ocasiones, con un léxico que, dadas las prisas con las que debía entregar cada novela, resultaba auténticamente milagroso. Era, además, generoso y pulcro en sus textos. “Los correctores apreciaban muchos sus obras porque en ellas no había ninguna falta, ninguna exactitud, ningún fallo. De hecho, Debrigode les regalaba el dinero que él tanto necesitaba”. Eso decía de él Francisco González Ledesma, alias Silver Kane, el otro gran maestro del pulp hispano.

Intentar realizar una pequeña aproximación a la descomunal obra de Debrigode resulta tarea ímproba, entre otras cosas por el desprecio y el desdén en el que siempre se ha movido este tipo de literatura. Felizmente en los últimos años, y gracias al empeño de algunos autores, como Salvador Vázquez de Parga o Jesús Cuadrado, entre otros, se está llevando a cabo un intento por recuperar la obra de algunos de estos escritores que vendieron en los quioscos millones y millones de aquellas novelas. En el caso concreto de Pedro Debrigode, justo es citar a Joan Manuel Soldevilla, sobre todo por sus imprescindibles blogs dedicados a “Peter Debry, padre de la novela negra”, y a “El galante aventurero”.

Antes de nada hay que hacer constar que una de las características más llamativas en el mundo de la literatura popular y más concretamente en lo que con posterioridad se denominó universo de los bolsilibros es que a los autores que formaron parte de él les impidieron escribir con su propio nombre. Casi siempre por motivos políticos (la mayoría de los novelistas eran represaliados, habían sido encarcelados y eran mal vistos por la autoridad) o por motivos puramente comerciales (los editores pensaban que un nombre de resonancia anglosajona tenía más posibilidades de vender). En el caso de Pedro Víctor Debrigode Duggi se da la curiosa circunstancia de que su propio nombre ya parecía un seudónimo y tenía una resonancia y pomposidad realmente llamativas. Por eso, él llegó a firmar algunas de sus obras, incluso alguna de sus series, con su verdadero nombre. O con él ligeramente modificado (Debrigaw). Sin embargo, la inmensa mayoría de sus novelas salieron a la calle con distintos seudónimos (Vic Peterson, Arnold Briggs, Geo Dugan, Chas Logan, Peter Briggs, Geo Marvik) aunque fueron dos de ellos los que acapararon el mayor número de novelas y seguramente las de mayor calidad: Peter Debry para las novelas policíacas y Arnaldo Visconti para las novelas de aventuras.

Como ya se ha dicho, Debrigode empezó a escribir cuando todavía estaba en la cárcel y ya en esos primeros tiempos aparecieron, por ejemplo, seis novelas policíacas en la colección Guante Blanco o tres en la colección La huella. Sin embargo, muy pronto comenzó a publicar novelas por sagas que convirtieron a Debrigode en el escritor más seguido y más leído. Algunas de estas series fueron “Red Colt, el Ametrallador”, “El Fantasma”, “Audax”, “El Pirata Negro”, “Diego Montes”, “El Halcón”, “El Aguilucho”, “Capitán Pantera” o la que para muchos estudiosos es su obra maestra, “El Galante Aventurero”.

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Debrigode y el galante aventurero 2/2

Vicente Álvarez

Revista Atticus