Relatos de Àngel Comas

Manzana Ácida

La pared de la zarza

La zarza ocupa el lugar que antes tenían las patas. Aunque ella se asoma a mirar por el borde de la pared.

La pared la puso un hombre. Y ese hombre construyó un tejado, porque la lluvia es fría en invierno… tanto que la Zarza a veces parece morir, sus hojas dejan de ser verdes, y no trae hijas al mundo, sólo muestra las espinas, que parecen más afiladas, más duras, más dolorosas.

… la zarza ha vuelto donde estaba antes del antes. Cuando no había patas, ni pared, sólo piedras, sólo aire…

Tremartini

Suicidio

Un día me tocó a mí ir a comprar el pescado. “Él sabe lo que te tiene que dar; no te preocupes”, escuché mientras bajaba las escaleras. Un chico joven me atendió amablemente. Me gustó como se dirigía a los demás: siempre con una sonrisa. Era un chico muy alegre.

Parecía feliz. A mi vuelta, se agolpaban las explicaciones: “¿No sabes que vive en el quinto? ¡Si es vecino nuestro! Mira que eres despistada… ¡Si lleva meses viviendo en este portal! Tiene dos niñas pequeñas. Sí; claro: la chica rubia con media melena es su mujer. ¿Ves cómo los conoces? No vende mucho, no…Ya sabes cómo es la gente: desde que hizo la reforma, muchas de por aquí han dejado de ir. Dicen que ha subido los precios. Sí; claro que es bueno el pescado, pero prefi eren pagarlo más barato aunque esté echado a perder.” Una tarde de ésas en las que no sabes muy bien qué hacer, me vi mirando por la ventana del patio.

De súbito, un golpe muy duro, terrible, seguido de un grito de mujer, me traspasó el pecho. No podía ver lo que pasaba y me dirigí sin pensarlo a la puerta de la calle. Por la escalera, se oían lloros, gritos, una algarabía de palabras cuyo signifi cado ignoraba. Pregunté a un vecino que bajaba corriendo por la escalera: “El chico del quinto-me dijo- se ha tirado por el balcón del patio”. Llegó rápidamente una ambulancia, oí pisadas y voces –no quise asomarme- y se lo llevaron. “Está en la UVI, pero no creo que dure mucho”, me informó el mismo vecino. Duró tan sólo unos pocos días. La mancha de sangre seguía en el patio.

Y él ya estaba muerto. Por aquel tiempo, se dijeron muchas cosas: que se había precipitado haciendo la reforma, que las cosas no le iban muy bien, que su familia no había querido ayudarle, que estaba cansado de reñir con su mujer por el maldito dinero… Ese día la tarde había tarareado de forma trágica la canción de Danza invisible: “No era fácil trabajar; difícil, llevar dinero a casa. Yo soñaba más y más, pensando que te tranquilizaba…” Hubo quien añadió que tenía depresión y que tomaba drogas… El pico del cotilleo siempre había levantado allí sus alas. En mis peores pesadillas, lo imaginaba, moribundo, susurrando: “¿Por qué nos hacen hablar, cuando estamos enfermos?” Nada de lo que oí sobre él pudo borrar de mi recuerdo aquella mirada clara y limpia que encontré una anodina mañana en aquella pescadería. Murió y lo único que pude ver de él fue su sonrisa.

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