Escultura – El bronce y la espiritualidad

El bronce y la espiritualidad por Mónica Laguna y Amparo Pozo Calvo

En febrero de 2018 falleció a los noventa y cuatro años el escultor Venancio Blanco Martín, y ese mismo febrero presentó su libro Claro de bosque Amparo Pozo Blanco, curioso nexo temporal para el tema que nos ocupa que es Teresa de Ahumada, conocida como Santa Teresa de Jesús o también Santa Teresa de Ávila. Tanto Venancio como Amparo se han interesado por esta figura de un modo especial, él por su carácter intensamente religioso y por la vinculación de Teresa con Salamanca, cuna del escultor; ella ha buscado en su libro la adolescente rebelde y el amor idealizado de una Teresa que aún no es monja. Los dos hechos (muerte de Venancio y libro de Amparo) se unen en este pequeño artículo.

La obra de Venancio Blanco anda a caballo entre la figuración clásica y la absorción de los trabajos de vanguardia de Julio González o Pablo Gargallo1, quienes en el primer tercio del siglo XX ya exploraban y sacaban el máximo partido al cubismo, la abstracción, el estudio del vacío. De Eduardo Chillida, contemporáneo de Blanco y en cierto modo heredero de Picasso y del propio Julio González, se dice que en realidad su metal está para delimitar el espacio, verdadero protagonista de las esculturas. El vacío entonces deviene en objeto también en la obra de Venancio, derivando de la rotundidad inicial a la búsqueda del hueco, presente prácticamente en todas sus esculturas. También destaca su síntesis, esto es, la presentación de los elementos esenciales suficientes para que la figura se realice. La Gestalt, corriente de la psicología de primeros del XX, había enseñado mucho acerca de cómo la percepción completa lo que falta, y el célebre axioma menos es más de Mies van der Rohe y la Bauhaus de los años 30 hablan con contundencia de lo innecesario. Miguel Ángel ya dijo que él se limitaba a extraer de la piedra “lo que sobra” para que emerja la escultura. Todo ello confluye en el trabajo de Venancio Blanco y de muchos de sus colegas: el grupo de los seis, reunido en torno al estudio de la calle Cañas en Madrid (junto a él, Joaquín García Donaire, César Montaña, Jesús Valverde, y los amigos del estudio Benjamín Mustieles y José Carrilero Gil). Todos ellos estaban unidos en el trabajo y en las exposiciones, para así tener más presencia, cada uno con su personalidad propia por supuesto, dando forma a todas estas “nuevas” (para la época) concepciones de lo escultórico2. De este modo podemos decir que Venancio Blanco desde el principio supo apartarse de lo clásico para absorber lo que en ese momento estaba ocurriendo en las más modernas manifestaciones estéticas.

Venancio dedica toda su vida a la escultura desde que allá a sus dieciocho años viajó a Italia becado por un premio de Educación y Descanso. Además de su trabajo en el estudio, da clases en una Escuela de Arte de Madrid, imparte talleres y cursos o acude a las exposiciones individuales y colectivas, nacionales e internacionales, recogiendo numerosos premios.

El objeto de la creatividad de Blanco es sobre todo su universo interior, esto es su religiosidad y el mundo del toro, dos pilares que por tradición familiar y vital dan forma a sus esculturas. Venancio se crio en las dehesas del Campo Charro, su padre quería que fuese torero, ya ves tú, pero él eligió (o fue elegido) ser artista. Cierto, no fue torero pero asimiló la tauromaquia; el torero, el toro, la doma del caballo están presentes en su obra tanto como lo están las fi guras religiosas. Su profundo sentimiento religioso no sólo se expresa en su trabajo sino que lo fundamenta ya que se considera elegido por Dios para contemplar y gozar de la belleza.

Y poco a poco nos vamos acercando a nuestro tema: Santa Teresa. Venancio la imaginó andando en carro o en burro, leyendo, en visiones extáticas o en poses serenas. Tiene la costumbre de esbozar trazos en las servilletas del desayuno que después se solidificarán en metal; algunos de estos dibujos representan a la santa, a quien dedicó numerosas esculturas de muchos tamaños (ver apéndice).

Doña Teresa de Ahumada, Teresa de Jesús, nombre que se da como religiosa, nace en Ávila en 1515 y muere a los sesenta y siete años. Vive plenamente el siglo XVI. En Castilla reinan Carlos V y Felipe II. Cinco siglos exactamente la separan de la última obra que el escultor Venancio Blanco le dedica.

No es difícil conocer la personalidad de esta gran escritora. Todo su interior (y exterior) lo vuelca en sus escritos. Teresa empieza tarde a redactar. Toda su obra es producto de la reflexión y de la madurez. Tiene cuarenta y siete años cuando completa El Libro de la vida, su primer libro, una particular autobiografía, una especie de relación de vida, su currículum. Es su libro más querido y, al caer en manos de la Inquisición, el que más preocupaciones le da porque en él muestra abiertamente al mundo su transformación espiritual.

Tenía unos veinte años cuando Teresa profesó en el convento carmelita de la Encarnación de Ávila; por cierto, en contra de la voluntad de su padre y casi de ella misma. Las carmelitas, por aquel entonces, seguían la regla “mitigada”, o sea, se habían apartado de la estricta regla carmelitana que imitaba el sufrimiento de Cristo en su subida al monte Carmelo. En el convento no había sentido de comunidad: solo las monjas que podían permitírselo gozaban de alimentos generosos, de hábito y calzado confortable, de habitación propia y criada que las asistiera. No se cumplía la clausura pues las hermanas salían visitar a parientes y amistades. La plática en el locutorio era el entretenimiento habitual. Doña Teresa de Ahumada llevaba esa misma vida holgada, pero vacía, como ella cuenta.

Teresa era una mujer instruida, caso extraño en la época. Llegada a la edad madura, cercanos los cuarenta, este tipo de vida frívolo e insatisfactorio entró en contradicción con sus ideales espirituales de imitación a Cristo, que obstinadamente confrontaba con sus confesores. Empieza a disfrutar estando sola, pensando, reflexionando. Debate con hermanas y seglares que participan de similares inquietudes, discute con letrados y religiosos sus vivencias. En este periodo, Teresa descubre una religiosidad diferente basada en el seguimiento de la autenticidad evangélica y de la Pasión de Jesús. Llama “conversión” a esta nueva aceptación de la religiosidad cristiana. El sacrificio que hizo Jesús para salvar a los hombres es la regla que debe guiar su conducta. Cristo será su faro, su timón. El método sería la oración, la meditación, la comunicación directa con Dios.

Europa, por entonces, arde en guerras de religión. En España predomina la contrarreforma. Teresa sabe que sus ideas son peligrosas frente al pensamiento canónico dominante, pero no se detiene. Su preocupación nuclear es la comunicación con Dios. El tema de la relación con Dios no es de su exclusividad, está de moda en el siglo XVI, es uno de los temas en conflicto entre protestantes y católicos. Pero en Teresa toma características especiales por ser mujer. La teología vigente consideraba a la mujer un ser débil, infrahumano podría decirse. La tradición bíblica había decidido que era el vehículo del demonio, del mal. A través de ella entró el pecado en el mundo. Había muchos eclesiásticos que negaban a la mujer capacidad para la oración, para establecer diálogo mental con Dios. Esas que dicen que hablan con Dios, lo más probable es que se estén engañando, que sea el demonio quien las maneja. En el libro de la Vida, redactado con un minucioso tiento, Teresa sostiene que Dios la escucha y la apoya. Dios apoya su proyecto de fundar un convento carmelita basado en la pobreza (vivir de la caridad y de las manos), la oración (meditar, reflexionar) y el aislamiento de la clausura. Una vez que se determina a retornar a la regla primitiva, un gran sosiego se derrama sobre ella. La paz interior que siente es la prueba irrevocable de que obtiene la gracia divina. Teresa de Jesús inicia su camino de santidad.

Teresa es inteligente, culta, valiente, enérgica. Con su habilidad social —sinceridad, espontaneidad controlada, simpatía— sabe ganarse la aceptación de superiores y eclesiásticos prestigiosos como el franciscano Pedro de Alcántara y el jesuita y duque Francisco de Borgia, y de señoras y señores de la alta nobleza. Corre el año 1561, doña Teresa de Ahumada tiene cuarenta y seis años. Le llega un dinero de un hermano que partió a América y compra una casita con huerto en Ávila donde funda su primer convento regido por una nueva regla, la de las carmelitas descalzas.

En los años siguientes, hasta su muerte, Teresa no cesa de plasmar por escrito sus pensamientos, anhelos, dudas, reflexiones. En sus libros vierte convicciones teológicas, enseña exquisitas normas morales a las hermanas, nos lega un tesoro documental como es el libro de las fundaciones; medita sobre el prohibido Cantar de los Cantares (libro que su confesor le obliga a quemar, ¡ella sabía que había copias!); escribe, además, apuntes, villancicos, poesías…. Son los llamados libros espirituales trabajados en un castellano rebosante de belleza y espontaneidad. Escritura rápida, incisiva, luminosa.

Pero Teresa de Jesús no se conforma con la sublimación mística. La característica más particular de su personalidad es su capacidad de combinar el diálogo divino con la absoluta determinación de llevar a la práctica sus principios. La ola de monasterios que levanta es dirigida y gobernada fundamentalmente mediante un sistema de comunicación por misivas. Se calcula que Teresa escribe unas 15000 cartas en los últimos veinte años de su vida (más de dos cartas por día) de las que se conservan cuatrocientas setenta y siete4. La madre Teresa crea una nueva orden religiosa de mujeres, las carmelitas descalzas, y lo que es más singular, la orden de los carmelitas descalzos. Es la primera vez que una mujer funda una orden monástica masculina, y la primera vez que en una orden religiosa aparece la línea femenina antes que la masculina. Para ello levanta diecisiete monasterios femeninos y dos masculinos (los únicos que le permitieron fundar). Teresa de Jesús toma decisiones rápidas, pero siempre meditadas. Está encima de todo. En las cartas conservadas descubrimos su visión económica y su capacidad de gestión práctica. Por sus cartas sabemos cómo elige a las prioras, cómo hace cumplir las normas que dicta, los criterios de admisión en el convento, cómo se ve obligada a aceptar rentas para que la comunidad no se muera de hambre (no llega la caridad). Por ellas sabemos de sus luchas para frenar las exigencias de los señores que aportan ducados al convento o las de sus propios familiares que quieren aprovecharse de su prestigio, o frenar a prioras levantiscas. Sabemos también por ellas cómo lidia con prelados, cómo se defiende de acusaciones, cómo mueve influencias, cómo, en lo menudo, se somete a la jerarquía, y, en lo grande, logra que rey Felipe avale sus constituciones ante el Papa, etc., etc. También a través de sus cartas sabemos de sus males físicos, de sus amistades y amores, de sus filias y sus fobias. Si los libros escritos con tanto celo hablaban de su espiritualidad, las cartas narraban en directo su humanidad. Ni en unos ni en otros huye Teresa del riesgo. En la sociedad sacralizada en la que vive, exige el derecho a una vida espiritual que se niega a las mujeres, y, al mismo tiempo, predica con las obras de la verdad que, como ella dice, levantan más que los sermones.

En los últimos años, agotada, cansada, envejecida, sostiene sus ideales por la presencia constante de Dios. Solo la “voz” seguía acompañándola. Y, pese a todo, la madre Teresa es obediente. En setiembre de 1582, yendo de paso de Burgos a Ávila, le llega la orden de que acuda inmediatamente a asistir a la joven Duquesa de Alba que estaba a punto de parir. Sigue teniendo prestigio entre los Grandes de España que la llaman cuando la necesitan. Enferma como estaba se puso en camino y cuando llega a Alba tiene que meterse en la cama. No caminará más. Los testigos que la vieron morir dicen que repetía: “En fin, Señor, soy hija de la Iglesia”. Ella, que nunca fue adicta a linajes de nobleza, le bastaba con ser hija de la Iglesia Católica.

Pese a las luchas y debates que la madre Teresa mantiene inicialmente con la línea escolástica de la jerarquía católica, pronto es admitida y realzada por la práctica totalidad del establishment religioso y la Corte. Teresa de Ahumada muere envuelta en el prestigio de la clase social alta con la que se relacionaba. A los pocos años de su muerte se inicia el proceso de beatificación, su cuerpo se reparte en reliquias, prestigiosos escritores como fray Luis de León y el jesuita Francisco Rivera relatan las primeras biografías y la mismísima emperatriz María de Austria, hermana de Felipe II, que, ya viuda, vive en Madrid en las Descalzas Reales, encarga que se publiquen en imprenta sus obras manuscritas. Aprovechando el estatus de nobleza y virtud que se otorga a la Santa pronto llueven los encargos a artistas los cuales graban, tallan y pintan la figura modélica de la Santa. El siglo XVII fija su iconografía barroca, naturalista y dramática, y hasta hoy se la sigue representando sin apenas variar esta traza. Caso particular es Venancio Blanco.

Las imágenes artísticas que nos han llegado universalmente de Santa Teresa se sirven de tópicos, símbolos o metáforas que se repiten continuamente: libro, pluma (los más usados), báculo, paloma, hábitos que se hinchan, pliegues que se arremolinan y multiplican, rayos que la iluminan, mirada extasiada. Pocas esculturas escapan a la arrebolada expresión mística de la cara de Teresa, a imitación de la obra magistral de Bernini, El éxtasis de Santa Teresa, encargo de un cardenal romano para su capilla mortuoria.

Venancio trabaja con los mismos tópicos (cruz, báculo, pluma, libro, paloma), lo cual puede restar originalidad o dar a entender que no se ha profundizado demasiado en la persona representada sino que se refleja más bien cómo el autor la imagina. Sin embargo se da una evolución en el trabajo de Blanco. Para mostrarlo, en este artículo nos centraremos en las esculturas de Teresa que consideramos más importantes: el monumento a Santa Teresa de Jesús de 1977 levantado en la Plaza de la basílica de Santa Teresa de Alba y la escultura de Teresa de Jesús, Es tiempo de caminar, de 2015, que se halla el museo Carmus. Ambas se encuentran en Alba de Tormes, lugar de fallecimiento de la Santa y son piezas únicas, de dimensiones grandes, realizadas en bronce.

Estas dos piezas representan un claro ejemplo de la evolución constructiva de Blanco. La primera, terminada en 1977, recoge las angulosidades y cierta síntesis propias de su estilo, además de adherirse a los símbolos habituales: libro, paloma, hábitos voluminosos y redondeados. La segunda, realizada tres años antes de fallecer Venancio, es mucho más libre, no sólo de peso y de carga sino también de trazo: grandes zonas están sin pulir, no es necesario hacerlo, la figura se entiende por sí misma. Al mismo tiempo, expresa una visión más personal, no tan estereotipada: es una mujer mayor, cansada, rugosa, dura, con la intención de caminar (como recoge su título), por lo que aun conservando el libro que vemos en la primera, éste se sostiene como un símbolo mientras ella más bien enarbola el cayado y la cruz y se echa a andar con ellos. La primera lee y no nos mira, está tranquila, estática, tanto que una paloma (¿el espíritu santo?) se ha posado, confiada, junto a ella; la segunda mira la cruz sonriente y con la inmediatez del paso próximo. Tiene el pecho vacío de materia en contraste con el resto del cuerpo: este espacio, aire, pureza ideal, atraviesan su pecho en dirección a la cruz. Por eso Venancio ha abierto este hueco: como dijimos más arriba, el vacío es una característica propia del momento escultórico, pero en esta segunda pieza se amplía para sugerir todo aquello que es superfluo para el camino. Sólo la fe da estructura interna a la fi gura y la sostiene, al modo en que lo hacen las barras de metal que la soportan. La cruz es su guía. Ya no es la paloma, es la cruz, es Cristo. Aun siendo vieja, camina. Cansada, apoyada en el báculo, reposo mundano, pero camina, a pesar de todo. De este modo, Blanco integra y da sentido a los tópicos que utiliza: mirada a la cruz, pecho/corazón sin carga, hábito humilde, mandil de trabajadora, báculo arrastrado, rugosidad, vejez, cansancio.

Sólo la fe es necesaria para este último viaje, “… y en tus últimos años reconoces la suerte que has tenido, y sigues dando gracias al Creador…”, palabras de Venancio Blanco que parecen reflejarse en esta escultura acabada apenas dos años antes de su fallecimiento. La obra del escultor salmantino sigue viva y muy presente gracias a la Fundación que lleva su nombre, con tanto cariño y dedicación presidida por su hijo Francisco y dirigida por Nuria Urbano. Descanse en paz.

Esta publicación sobre El bronce y la espiritualidad esta publicado en Revista Atticus 38

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El bronce y la espiritualidad

Mónica Laguna y Amparo Pozo Calvo

Revista Atticus