Relato – Amelia de Marco Temprano

Amelia, Apretá y Amor oscuro forman parte de un conjunto de relatos y microrrelatos que se recoge en el libro Mujeres que se ha publicado bajo el sello Revista Atticus por Marco Temprano

Cuando Beatriz, de la que no sabía nada hacía lo menos un par de años, me telefoneó para que acudiera al encuentro, pensé declinar la invitación, pero cuando me dijo quienes nos íbamos a reunir, no me lo pensé dos veces. Hacía una eternidad que no veía a Ricardo y me apetecía saber de él de primera mano. Sandra, única del grupo de la Facultad a la que seguía viendo con asiduidad, me contó que un par de semanas atrás habían coincidido en una cafetería, que seguía tan amable y cariñoso como siempre y conservaba su tierno aspecto de despistado; me hubiera gustado preguntarle si seguía solo, pero no me atreví.

Me acicalé a conciencia: tomé un relajante baño de sales y aceites perfumados, depilé axilas y piernas, repasé las ingles y me vestí para él. Tenía verdaderas ganas de verle y ello me mantenía sofocada.

Hacía tiempo que no me reunía con ellos. Besos, abrazos, qué bien te encuentro, por ti no pasa el tiempo, ¿qué es de tu vida?, ¿sigues viviendo aquí?

—No sé cómo lo haces para mantenerte tan joven y guapa —exclamó Juan, mientras me daba un abrazo demasiado intenso y personal para mi gusto.

—Tanta efusividad me intimida —le reproché, en lo que me reponía del inesperado achuchón—. ¿Sigues con Marta? —pregunté, a sabiendas de que ella le había dejado para enrollarse con su profesor de yoga.

—¡Oh, no! La dejé hace tiempo. Ya sabes, estaba tan pendiente de sí misma que… me harté de tanto gimnasio y tanta historia —mintió, tratando de salvar el tipo—. ¿Te acuerdas de Manuela? —dijo para cambiar de tema, dándome a entender que lo de Marta era agua pasada.

—¡Claro! Andabas con el grupo de Felipe y Germán. ¿Sigues metida en política? —en realidad me hubiera gustado decirle: Por supuesto que sí, cómo no recordar a este putón que se tiraba a todo bicho viviente—. Me alegro de verte, no coincidíamos desde los años de Facultad. Te creía en África; la última vez que alguien me habló de ti me dijo que andabas con Médicos sin Fronteras. ¿Cómo te va?

—Ya lo ves, Amelia, tal y como están las cosas, me va bien; no puedo quejarme. La vuelta a la civilización fue más dura de lo esperado. ¿Qué quieres que te diga? No sé, estando allí añoras lo que dejaste y cuando vuelves te encuentras que aquello era lo importante y aquí solo te dedicas a mirarte el ombligo y perder el tiempo. Cuesta reincorporarse a las comodidades de la vida burguesa. Pero bueno, tampoco es momento de andar en disquisiciones filosóficas.

Su cara de felicidad, no sé porqué, me puso de los nervios. Estudiando quinto algo me pasó con ella que aún no le he perdonado; lo curioso del tema es que no recuerdo qué pudo ser aquello que pasó entre nosotras, para que le cogiera esta ojeriza. Aunque, viéndola como se pavonea, seguro que fue por algún tema de chicos. En el fondo siempre le tuve envidia. Ella era extrovertida y arrolladora, mientras que yo era una joven tímida y reprimida. Cuando lo pienso, me dan ganas de abofetearme. Lo malo es que han pasado veinte años y sigo más o menos igual. Me sigue asustando vivir.

Ramón y Mariló sí que estaban como siempre. Seguían siendo el prototipo de pareja feliz. Mientras que Mariló, a pesar de sus tres hijos, seguía teniendo un cuerpo de muy buen ver, Ramón había conseguido una barriguita cervecera que le daba aspecto de bonachón. Me gustó ver lo orgullosos que estaban de sus hijos, a pesar de lo pesaditos que se pusieron enseñándonos sus fotos.

Patricia y Julia, a las que siempre consideré dos buenas amigas, me sorprendieron con que estaban tramitando la adopción de un niño. Ni siquiera sabía que eran pareja y llevaban casadas un par de años. No tengo remedio. Nunca me entero de nada.

Debo ser la cuarentona más patética de la ciudad. Estaba dándoles la enhorabuena, cuando entró en el bar y vino directamente hacia mí.

—No sabes cuánto me alegro de verte —a punto estuve de dejar caer la copa cuando, atrayéndome hacia él, me dio un inesperado beso en los labios—. Te veo estupenda, criatura.

—Yo también tenía ganas de verte —dije balbuceando, mientras quería morirme allí mismo por mi estúpida respuesta; y me quedé mirándole como quien ve a Dios. —No sé dónde demonios te escondes que no nos vemos nunca; nadie diría que vivimos en la misma ciudad.

¿Te he dicho ya lo guapa que estás? —sentí derretirme en su mirada; en ese momento me hubiera abrazado a él y pedido disculpas por no haber sabido conservar lo que tuvimos—. Espero que cenes a mi lado, debemos ponernos al día.

Y claro que me senté a su lado. Charlamos, reímos y volvimos a desearnos, mientras el resto de los comensales se fueron difuminando hasta desaparecer.

A la salida del restaurante, cuando el resto del grupo se dirigía a tomar una copa, aprovechamos para escaparnos discretamente. Teníamos que recuperar el tiempo perdido.

Amelia está publicado en Revista Atticus 40

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