Relato – No se puede bailar a Beethoven

No se puede bailar a Beethoven por Carlos Ibañez

HARRY POPE

Me gustaba su manera de tocar aquel tablero de prácticas de piano. Nunca con sonido, siempre con pasión. Desde que se quedó con los abuelos la efusión se ha ido de este hogar. Somos una mesa a la que le falta una pata. Todos sabíamos que esto tendría que pasar, tarde o temprano. Yo, como soy el más joven, no lo quería saber, obsesionado especialmente porque nada cambie en una familia donde cambiar es lo habitual: de nombre, de estado, de color de pelo.

Estoy harto de ser un fugitivo sin haber cometido ningún delito… Pero al menos él, Danny, ya es libre de los pecados de sus padres. No como lo cristianos, o eso me explicó papá, que es un judío bolchevique, hijo de bolcheviques judíos, como Trotsky, tal y como destacó él, mi padre, Arthur, quien puso aquella bomba que nos condena a huir eternamente. Mi madre, Annie, como la huérfana del musical, hizo el resto contra aquel laboratorio que elaboraba napalm, que he leído en el Reader’s Digest que es naftenato de gel, es decir una gasolina que se queda pegada al explotar, por eso lo de aquella muchacha corriendo con la piel cayéndosele a cachos en Vietnam. Hicieron bien mis padres. Y lo siento, hasta si rezase lo haría por él, por el conserje que perdió la vista por la onda expansiva de la bomba.

En cierta ocasión, cuando vivíamos en Florida, escuché a mamá decir que los pobres siempre éramos el objeto arrojadizo de los ricos y que si ese conserje se hubiese quedado ciego por una explosión fortuita le hubiesen dado unos dólares, pocos, y una medalla y a olvidarse de él, pero podía ser el arma perfecta para lanzar contra ellos: “pobre hombre”, vocearían los periodistas, y “pobre hombre” repetiría a coro la opinión pública, que es, siguiendo con lo que mamá gruñía aquella noche, una masa que sólo berrea lo que el poder les inocula. Y no sé qué quiere decir porque aún no me atrevo a preguntar palabras raras por si son sexuales o groseras y me castigan. Y como no sé cómo se escribe exactamente aún no he dado con ella en el diccionario de la biblioteca de mi colegio, ahora en Raleigh, Carolina del Norte.

La última vez que hablé con Danny sentí una tristeza desconocida por mí hasta ese momento. En cuanto me despedí sentí un peso caer a plomo sobre mi pecho desde mi garganta, anudando ésta. Lo pasé mal y esa noche lloré en la cama. No les dije nada a mis padres, bastante tienen ellos, y yo les quiero mucho como para preocuparles.

Danny me habló de Juilliard y de Lorna, su novia, de la habitación de ella en la residencia de la Universidad de Cornell y de que le recordaba a mí porque de vez en cuando hacía tontadas como me gusta hacer a mí. Yo lo llamo diversiones, pero los mayores pierden el sentido del humor con los años. Y Danny estaba a caballo entre ambas edades y seguía riéndose con mis bromas, aunque ya las llamaba tontadas.

También me dijo que me echaba mucho de menos. Creo que es feliz estudiando música y besando, como hacen los chicos a su edad, a Lorna, pero también sé que de vez en cuando estará tan triste como yo esa noche porque necesita de su familia. Todo el mundo necesita una. Si mis padres fueran detenidos o se entregasen, como dijo una vez mamá, yo no sabría qué hacer ni adónde ir. Si he de mudarme cada tres meses y no hacer amigos hasta que vaya a la universidad lo entenderé, pero no quiero perder lo que Annie y Arthur, los Pope, me dan.

¿Y Danny? ¿Sabe Danny estar en un sitio quieto, aunque ahora se llame Michael Manfield? ¿Aguantará al abuelo, tan estricto, según dice papá, o habrá buscado ya el cobijo de la abuela, tan parecida a mamá, siguiendo lo que opina Arthur de mis abuelos?

Me hago estas preguntas muchas veces desde que hablé esa noche con él. Manhattan Raleigh, Manfield Pope. Ahora nos hacemos llamar los Nash, problemas de la clandestinidad, y cito otra vez a Arthur Pope, en la actualidad Russell Nash.

El muy cabrito me ha preguntado también por si me ha salido vello en el pubis y se ha reído de mí cuando ha escuchado mi silencio. Después juré darle una patada en el culo cuando le viese. Y él respondió con un apagado ojalá. Y creo que ahí nació mi tristeza, la primera tristeza de mi vida más allá de haber doblado un cromo de béisbol o bajado mi nota en mates.

Echo de menos a Danny, aunque nunca se lo diré a mis padres. Y le quiero mucho, aunque tampoco se lo diré a él, por si se burla.

ARTHUR POPE

La vida era cómoda en Carolina. Llevábamos aquí casi un año. Harry había terminado, por fi n, un curso en el mismo colegio que lo había comenzado y Annie contribuía al asqueroso capitalismo imperante siendo secretaria de un contable que le pagaba en B. Además, yo había comenzado una nueva actividad en una cooperativa con trabajadores inmigrantes y había conseguido que les alquilasen una vieja granja para poder criar ganado y cultivar hortalizas. Quizás la revolución nunca debimos iniciarla comprando los explosivos creados por las multinacionales de los fertilizantes y las universidades privadas de este país sino con gestos como éste. Mil granjas harían más por este país que todo un ejército de liberación. Así se lo expliqué a Danny, de quien siempre estaré orgulloso a pesar de nuestras discusiones, lógicas teniendo en cuenta su edad y nuestra situación.

Echo de menos a Danny a cada rato. No se lo puedo decir a nadie, pero aquí, tumbado en la cama, mientras Annie duerme, me lo puedo contar a mí mismo. Todos mis monstruos me devoran a esta hora cada día. Y antes era el capitalismo, el FBI o mis malditos suegros y su opinión miserable de la condición humana. Pero ahora es Danny: ¿qué hará? ¿Será Feliz? ¿Se llevará bien con ese par de carcamales anclados en el Medievo? ¿Lorna seguirá siendo maravillosa con él y para él? ¿Juilliard seguirá siendo un sitio tan esnob? Creo que sólo le salva que allí estudió Nina Simone, esa activista de los derechos civiles que canta como los ángeles. Danny me tiene hablando solo por los pasillos y no lo quiero reconocer o, mejor, no puedo, pero él merece todo lo que le está ocurriendo. No podía seguir siendo reo de nuestras acciones pasadas, delictivas o heroicas, eso no lo debemos juzgar nosotros ni los que tratan de meternos entre rejas sino la posteridad. Además, ha encontrado a Lorna, tan parecida a Annie cuando tenía su edad, siempre cuestionándose todo, especialmente el poder y las decisiones de sus mayores… Y esta vida no vale ni un colín si no tienes con quien compartir cada momento, álgido o excavado en lo más profundo de nuestra vergüenza. Yo tengo a Annie, y a su hermano también, Harry es muy importante para no volvernos locos. Sabemos que si nos cogen él irá a un hogar de acogida federal hasta los dieciocho y no podemos permitirnos esa salvajada. Él es el único de nuestra familia que nunca ha sentido la libertad, sino que la ha padecido, más bien.

Pero aún nos queda carrete para ese pequeñajo, ahora de pelo oscuro y muy corto que sigue yendo en bici al colegio, público por su puesto, y cambiando cromos de Valenzuela o Joe Di Maggio, ese jardinero central que tanto le gustaba a mi padre, ese judío nunca cómodo ni integrado del todo en este país enemigo de su bolchevismo enfermizo, algo más que el mío, al que abandoné por el pacifismo activo tras dejar ciego a aquel pobre trabajador que a nadie importaba hasta que perdió la vista. Aún recuerdo cuando nació Danny y mi padre le miró con su aspecto de intelectual trasnochado y le dijo:

“El dinero envenena cuando se tiene y mata de hambre cuando se carece de él”

Ésa fue la primera frase para un bebé que tenía once horas de vida. Una sentencia de Máximo Gorki. Toda una máxima, le bromeó mi madre haciendo un juego de palabras con el nombre de pila del autor de la misma. Ella era profesora y mucho más inteligente que cualquiera de nosotros. Danny tiene mucho de ella, serio de cara, pero divertido en cuanto toma la confianza necesaria. Lleva un año largo muerta. Ella, que odiaba el capitalismo y volar por encima de todo y que no dudó en tomar un avión para verme un rato en una terminal de Chicago.

A ella sí que le puedo contar lo de Danny, me guardará el secreto, siempre lo hacía en vida, como para no seguir con la costumbre ahora. Recuerdo la primera vez que me vio fumando. Fue tajante con su mirada clavándome como dos banderillas en la cerviz del toro en la plaza y su comunismo por bandera cuando me espetó un quieres pagar aún más impuestos para estos desvergonzados de ultraderecha, era en plena expansión del miserable de Nixon. Y me convenció de dejar de fumar. Ya manteníamos demasiada basura con el resto de los impuestos como para darles más en su muladar de Washington, ese lugar que pasó de tener plaga de mosquitos a orillas de Potomac a plaga de miseria existencial. Mi madre era de Lenin, pero nunca de Stalin ni del memo de Jruschov, a los que había concedido yo también el calificativo de plaga. Siempre fui muy crítico y Danny, mi Danny, me lo había echado en cara poco antes de cortar su eslabón, en ese cruce de carreteras cuando le ordené que bajase la bicicleta de la parte de atrás de nuestra furgoneta y le rogué entereza, aunque pareciese que le estaba aleccionando, y en la radio sonaba Jackson Browne.

El otro día le escribí una carta a mi hijo para comentarle todo esto y más. Pero no se la puedo enviar, eso nos conduciría a quince años en una prisión federal de máxima seguridad y a ver a mis hijos detrás de unos barrotes y a mi mujer a no volver a percibir su precioso rostro y su pelo castaño rojizo en quince largos años. Así que la llevo en el bolsillo trasero de mi mono y la quemaré en cualquier momento para ver si el viento nos es favorable y el humo se dirige a Manhattan, en el Lincoln Center, paraíso de esa minoría que se cree la sal de La Tierra: blancos, anglosajones, protestantes y, sobre todo, ricos.

Danny, sé maravilloso tocando, pero jamás olvides tocar para hispanos, negros o cualquier tipo de persona que no pueda pagar cien dólares por escucharte en una cómoda butaca en un cálido salón de conciertos con una acústica maravillosa.

Te echo mucho de menos hijo. Nunca se lo diré a él, ni a Harry, ni mucho menos a Annie. Bastante sufre ya ella, ¿o se cree que no me doy cuenta?

ANNIE POPE

Aquí, en la cama, fingiendo estar dormida junto a mi queridísimo Arthur, no puedo dejar de pensar en Danny, mi primogénito, mi niño, ahora tomando decisiones de hombre viviendo con quien a mí me asfixiaba, pero haciendo lo que más ha querido: tocar el piano y hacer lo propio con Lorna. Dice mi compañero de cama que ella le recuerda a cómo era yo a su edad. No sé si me halaga o me alarma. Mi Danny jugando a ser Edipo. Aunque no lo creo. Lorna tiene sus valores, los actuales, los de alguien que lucha y va a luchar siempre, pero desde la individualidad y alejada de las bombas, la estupidez y arrastrar a los suyos a una existencia miserable de por vida. Corriendo hacia la nada, ocupando el vacío esperando al siguiente rincón perdido del país donde esconderse.

Danny está donde yo creí que podría haber estado, tocando con los mejores y aprendiendo con los mejores, a este lado del telón de acero. Claro que esto lo digo para mí. Una vez lo dije en casa de mis suegros y estuve a punto de tener que hacer mi propia diáspora cuando el padre de Art comenzó a citarme a Churchill y todos sus desmanes de racista colonialista borracho y patético anclado en la época victoriana cuando acuñó ese término después de haber sido él quien negoció este pésimo reparto del mundo en Yalta con Stalin y el moribundo Roosevelt. Tuve que disculparme y prometerme no volver a hablar en términos despectivos de su idolatrada Unión Soviética. Así que nunca pude compartir con mi suegra la impresión que le había dado la obra de Pasternak o lo buena que era alguna de las novelas de Nabokov.

A Danny le di a leer Cosas Transparentes, pero él me sorprendió diciéndome que él era más de Pnin y su padre nos dijo, creo que fue en aquella casa a las afueras de Urbana, en Illinois, que le desheredaría si seguía leyendo a ese ruso blanco. No pudimos dejar de reírnos de aquello. Luego tuvimos que huir y dejar atrás el frío de la cercanía al lago Michigan y mudarnos a la soleada Florida y en la casa se quedaron los ejemplares de las novelas del entomólogo ruso que tanto parecía disgustar a mi marido.

Mi Danny… Qué leerá ahora. Mañana es mi cumpleaños, bueno, hoy, ya. Y es la primera vez que no va a estar soplando las velas a mi lado. Esto va a ser horroroso. Me levanto dentro de un rato. Me daré una ducha, lavaré mis dientes y desayunaré algo antes de enjuagarme la boca y salir volada hacia la ofi cina. Espero que la jornada sea llevadera, de lo contrario me va a dar algo. Y hasta la noche no tendré el consuelo de abrazar a Harry y los besos nocturnos y furtivos, como nosotros mismos lo somos, de Arthur, ahora Russell, somos los Nash: Judy y Vince. Sólo espero no ser nunca los Rosenberg, Julius y Ethel. No por morir sino por mis hijos y por mi marido, tan maravilloso, tan paciente, tan buen padre y amante. Pero ahora echo de menos a Danny, su flequillo revoltoso, sus gafas tan falaces como nuestras identidades, su sonrisa cuando comprendía algo más allá del solfeo y, sobre todo, su capacidad para saber que no se podía bailar toda la música, especialmente Beethoven, el principio de nuestro fin. Conoció a Phillips, su profesor de música, después a su hija Lorna y ya eran demasiadas pasiones como para seguir a dos terroristas, por muy padres que fuésemos, aunque nunca me he sentido como tal, me refiero a terrorista, si como madre, y mucho. La tabla de ensayos era el cordón umbilical que aún quedaba entre ambos.

Maldita sea. El despertador ruge. A fingir alegría. Sonrisas para todos. Seriedad y profesionalidad en la ofi cina. Un almuerzo en la cafetería de la esquina. Otro rato de trabajo, más liviano porque el dueño se va a eso de las tres y media a ver a clientes. Y, por fi n, regreso al hogar.

Beso. Recibo felicitaciones. Un abrazo de Harry, que sale corriendo porque tiene Educación Física y no quiere llegar tarde. Después Art toma la puerta. Necesita salir siempre muy pronto por si hay alguien vigilando. A veces son paranoias, otras son federales con sus trajes baratos y corbatas de poliéster en coches que consumen mucho más de lo que este planeta puede soportar.

Ahora salgo yo. Voy en un viejo escarabajo que compré muy barato. Me beneficié de los conocimientos de mi esposo de mecánica. Es muy habilidoso con las manos. Demos gracias al Cielo. Danny ha sacado mis manos, las de pianista, las de saber apreciar la belleza de una margarita con solo rozarla. Harry es más Arthur. Danny… Mi queridísimo Danny. ¿Qué haces en este momento? ¿Vas en metro hasta el centro de Manhattan? ¿Caminas desde la casa de los abuelos? ¿O habrás dormido con Lorna? Si vivieses con nosotros te lo reprocharía, con la boca pequeña, pero te lo reprocharía. Que sea revolucionaria no quita importancia a mi papel de madre.

Ha habido suerte. Un aparcamiento sencillo en la parte trasera de la gestoría. Llego pronto. Prepararé el café para todos y después a pasar cartas de morosos y agradecimientos a los clientes que tanto confían en nuestra labor.

El teléfono retumba y me interrumpe en mi rutina del café y en mi pensamiento, en Danny. Voy… Voy.

—¡Hola, mamá! –Era él. Danny, mi Danny. La pata de nuestra mesa serrada, que venía para volverla a completar. –¡Felicidades! Dios sabe que Lorna y yo llevamos desde hace media hora llamándote desde la cabina más distante entre la casa de los abuelos y Juilliard para no levantar sospechas. Por cierto, hoy te felicito yo. En breve lo tendrás que hacer tú. Un beso.

No se puede bailar a Beethoven está publico en Revista Atticus 40

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No se puede bailar a Beethoven

Carlos Ibañez

Revista Atticus