Un relato de Martina Trenza – LAM DESCO

LAM DESCO por Martina Trenza (pseudónimo)

El hechizado - Fundación Goya en Aragón

Nuestro miedo es una lámpara descomunal que consume la vida mientras se alimenta de la luz.

Estuve de pie durante largo rato frente al cuadro. Buscaba en Vuelo de brujas, de Francisco de Goya, alguna respuesta a la experiencia que había sufrido pocos años antes en el pueblo de Miren. Poco a poco había vuelto a salir de casa y a hablar con la gente, aunque todavía era palpable mi desconfianza por el ser humano en general, y por cualquier persona que se interesara por mí en particular. Observé que aquel hombre de ojos siena no solo contemplaba el cuadro, sino que desviaba continuamente la mirada hacia mí. Terminamos por quedarnos solos frente al óleo y ya no disimuló su curiosidad. Su mirada era tan penetrante que, aunque mi deseo era salir huyendo, me quedé paralizada.
—¿Te interesa la obra de Goya? —me preguntó—¿O las brujas?
Aquella pregunta me bloqueó en un primer instante, pero enseguida reaccioné.
—Bueno, el tema de la brujería es constante en la obra de Goya.
—Eres una experta…
—No, en absoluto.
—¿Conoces La cocina de las brujas?
A pesar de que mi recelo y mi miedo seguían presentes salí del museo con Álvaro, así se llamaba. Paseamos juntos hasta una cafetería cercana y accedí a tomar un café con él. Quizás fue por la misma razón por la que me había atrevido a contemplar Vuelo de brujas y enfrentarme al pasado; por un revulsivo inexplicable por el que somos capaces de salir del letargo. Hay personas que tienen facilidad para desnudar tu alma o para que te desnudes libremente. Esta habilidad la tenía Miren. Con este hombre, que debía tener diez o quince años más que yo, era diferente. Él también tenía el torso desnudo y en sus ojos, que me habían observado anhelantes en el museo, se dibujaba un dolor semejante al mío. Sus palabras parecían azogadas, refractadas en mis pupilas o en mis labios callados. Como si los pechos tornasolados de ambos se miraran en ese resplandor, Álvaro fue desnudando su torso espejado y me hizo confidencias que probablemente no se las había hecho a mucha gente. Mi coraza se fue resquebrajando con la luz de la lamparita en aquella cafetería en penumbra, sentada a una mesa diminuta. Le conté que vivía con una anciana que se llamaba Gregoria, a la que conocí gracias al programa de una fundación que ofrecía piso y comida a estudiantes a cambio de acompañar y atender a personas mayores y válidas que vivían solas. Los hijos de Gregoria vivían lejos y, aunque la mujer se manejaba perfectamente, sentía la necesidad de compañía humana en una ciudad como Madrid, en que los círculos de amistades y las posibilidades de relacionarse no eran tan factibles como en pueblos o en ciudades pequeñas. Yo la acompañaba al centro, a casa de las amigas donde jugaban a las cartas, a la compra, charlaba con ella y compartía cenas y festivos. En Navidades pasaba la Nochevieja con ella excepto cuatro años antes en que… Recordé el último día del año que viví con la familia de Miren, todas mujeres. En ese punto mi relato se cortaba y se volvía un bolo atascado en la garganta, como leche cortada.
—Lía, ¿quieres que vayamos a otro sitio? Ya es hora de tomar una cerveza ¿te apetece? —me preguntó Álvaro.
—No me gusta la cerveza.
—Pues un vino.
El vómito atascado en la faringe se hizo incontenible y rebosó por las grietas de mi escudo craquelado. Entonces le conté que había tenido una mala experiencia en una Nochevieja y que no bebía vino.
—Nunca puedes fiarte…
Álvaro arqueó una ceja.
—Ya… entiendo.
No, no podía entender que, a pesar de los tubos heparinizados, los posos del vino eran coágulos, que el líquido carmesí era un fluido venoso y psicoactivo y que, aún hoy, en el siglo XXI, había mujeres que volaban en círculo y se alimentaban de la sangre de inocentes incautos. —No, no puedes entenderlo. No puedes saber por qué me da náuseas el vino tinto.
—Sí, porque yo he conocido esas cocinas teñidas de rojo.
Álvaro agachó la cabeza, como si una gran carga le doblara el cuello. Sus grandes ojos marrones apuntaron hacia arriba y encontraron mi frente fruncida por el dolor.
—Aún no sé por qué me eligieron a mí.
Recordé que días atrás había acudido a Rosa, una vidente, con el fin de obtener respuestas y saber por qué Miren me había escogido, si podría haber sido otra cualquiera, si era algo casual o no, si yo podía ser eso que llamaban un alma vieja. La mujer, con una prominente alopecia frontal y las cejas depiladas y después perfiladas con lápiz negro, encendió una vela blanca y viró sus ojos tratando de hipnotizarme. Según ella, yo estaba rodeada de poderosos seres de luz. Ni una respuesta obtuve, no creí nada de lo que me dijo, todo me parecía absurdo y un timo. Cincuenta euros perdidos. Aquella visita la obvié en la conversación y me limité a preguntar:
—¿Tú sabes qué significa ser un alma vieja?
—Recuerdo que también Valentina mencionó eso alguna vez, pero yo nunca hacía caso.
—¿Valentina? La prima de Miren se llamaba Valentina.
La casualidad es la excusa de los que no quieren reconocer que hay fuerzas que sobrepasan nuestro entendimiento, de aquellos que creen que pueden controlar su vida. ¿Estábamos hablando de la misma Valentina? La suspicacia y el miedo volvieron a apoderarse de mí. ¿Quién le había enviado? ¿Era una trampa? No podía ser verdad, aquello era empezar de nuevo esa pesadilla. Álvaro me tranquilizó y su voz pronunciando mi nombre no me parecía la de un enviado de las brujas ni la de belcebú disfrazado.
—Lía —dijo cogiéndome la mano.
Cuando me contó que tenía una hija con aquella mujer que había realizado prácticas oscuras en su cocina, yo ya había empezado a enamorarme de él. En realidad, había comenzado a sentir algo mientras contemplaba Vuelo de brujas en el Museo del Prado. Esa mezcla de atracción y miedo me descolocaba por completo. Después de desahogar nuestros secretos en el pecho refractante del otro, ¿qué podíamos hacer? Era como si el resplandor que había encendido esa ansia de comunicación se fuera apagando, como si se consumiese la llama que nos había impulsado a conversar, mirarnos, conocernos, desnudarnos. ¿Qué podíamos hacer entonces con nuestra herida? Sentíamos como si en el aire y el tiempo flotara un velo que sin saberlo nos hubiera envuelto ovillados, un hilo transparente de los que tejen las vidas y los encuentros, y que forman la red invisible que nos une a los seres humanos, un hilo tan fino y etéreo que resulta invisible para quien no quiere verlo. Estaba claro que seguiríamos viéndonos, alguien a quien confiesas los peores momentos pasados no puede pasar de largo sin más. Pero, ¿qué haríamos después? ¿Cambiaría en algo nuestras vidas? ¿Nos ayudaría a enfrentarnos al pasado, a olvidar los fantasmas y conjurar al miedo que aún nos atenazaba? Quien más y quien menos alimenta una lámpara descomunal. Algunos vierten en ella el perfume oleoso de la
vanidad, esencias de vainilla y cuero, la melaza embriagadora que con su tufo enturbia los ojos y no deja ver nada alrededor. Otros vierten en la lámpara la superstición, la alimentan con cualquier combustible con tal de permanecer a salvo de la muerte: una lámpara llena de medicamentos, dietas, terapias, manipulación de cuerpos, naturopatía, reflexología, aromaterapia, Reiki, kinesiología, shiatsu, hipnoterapia, sofronización, arteterapia, baños de bosque, procesos de rejuvenecimientos, corrientes de aire que vienen de otros puertos lejanos para relajar nuestras ansias. Una lámpara que parece un mar amarillo y lleno de residuos, vidas invadidas por el artificio del plástico. Vidas plastificadas, protegidas por las seudo-ciencias, puestas a salvo por medio de flores desecadas, comprimidos nauseabundos de extractos cerebrales, masajes, piedras calientes, risas, humo. Mucho humo.


¿Cuál era su lámpara? Álvaro volcaba en la tecnología y la ciencia todo su empeño por mantenerse vivo, que para él era lo mismo que mantenerse cuerdo. Y yo, ¿qué hacía que mi vida siguiera encendida? El demonio con forma de macho cabrío sostenía esa lámpara. Yo la llenaba de un aire volátil, invisible, inaparente, de una nada combustible y peligrosa. Un gas altamente inflamable que en cualquier momento podría hacerme volar por los aires, un aire lleno de cobardía y evitación. A Álvaro también le ocurría; trataba de evitar enfrentarse a la realidad y buscar a su supuesta hija. Él detestaba cualquier cosa que no tuviera una base científica, cualquier cosa que se escapara del entendimiento racional porque sabía que, para él, la línea entre la razón y la locura, era muy delgada. No solo rechazaba con gran desprecio e ira el amplio abanico de curas y prácticas múltiples que se abrían como esperanzadores mundos de conexión con las energías naturales, sino que cada vez que el corazón parecía ganarle terreno a la razón, reculaba para no adentrarse en terrenos pantanosos. Álvaro se movía entre el rechazo rotundo a lo que no era inteligible y la negación absoluta de cualquier aspecto espiritual del ser humano. Yo me debatía entre creer que había cosas que se escapaban a la razón y rechazar todo lo que tuviera que ver con el mundo oscuro de personas como Miren. Con él a su lado, sintiendo la magia de nuestro encuentro inimaginable, sabía que era cierto que la vida no era solo razón y ciencia. Y que creer en aquello no tenía nada que ver con la seudo ciencias ni la adulteración que el ser humano trata de hacer con la existencia.

Ambos nos consolábamos y juntos nos parecía posible coger al toro por los cuernos, o en este caso, más bien, al macho cabrío, dejar de alimentar esa lámpara descomunal, vencer al miedo a que se apagara. Nos documentamos sobre temas de sectas y brujería, y revisamos juntos la obra de Goya: Vuelo de brujas, La cocina de las brujas sobre la que tanto había indagado él, y otros Asuntos de brujas. Incluso nos permitimos bromear
sobre ello.
—La llamaremos operación Lam Desco, en honor a su cuadro El hechizado por la fuerza —dijo riendo—. Al fin y al cabo, yo fui un hechizado, y tú también.
Nos pusimos como primer objetivo intentar conocer la verdad de lo ocurrido. Habíamos cerrado los ojos mucho tiempo. Álvaro debía cerciorarse de que él era el padre de la hija de Valentina y yo tenía que saber por qué Miren pensó que era un alma vieja y si aquellas visiones y pesadillas que había sufrido en la adolescencia tenían algo que ver. Mientras Álvaro intentaba localizar a Valentina a través de conocidos, yo comencé con mis pesquisas. “Lam Desco, Lam Desco”, me repetía para
ahuyentar el miedo a enfrentarme a lo desconocido.
“Lam Desco, Lam Desco”. Otro ritual supersticioso que
pretendía espantar la nigromancia.


Para conocer algo de mi pasado recurrí a mi abuela. Sabía que ella había hecho meticulosamente el árbol genealógico familiar con registro de datos fidedignos desde que comenzó el primer registro civil en 1871. Sin embargo, había algunas páginas en las que se anotaban ancestros previos, sin fechas, entre interrogantes, y varios lugares barajados de nacimiento y defunción. Y vi un nombre entre paréntesis que me llamó la atención:
Esclaramuda.

Apenas tenía tiempo porque debía regresar con Gregoria, era mi obligación, estar con ella y cuidarla, ese era el acuerdo para quedarme a vivir en su casa. Despedí con pena a mi abuela, era la única que me reconciliaba con la familia y mi pasado. Pero le pedí visitar la vieja casa de la familia, cerrada y abandonada.

Pasé con Gregoria la tarde, fui a comprar y la acompañé a casa de una amiga. Álvaro me llamó mientras merendaba con las dos ancianas. Quería invitarme a cenar. Él había avanzado en sus pesquisas, pero aún no había logrado ponerse en contacto con Valentina. Yo le comenté que había descubierto algo que no sabía cómo encajar. Si era cierto que mis antepasados habían tenido alguna relación con la obra de Goya o con la brujería, ¿quién era yo? Y lo peor, ¿entonces todas aquellas supercherías, todas las prácticas oscuras de Miren y su familia, ideas sobre reencarnación y brujería, eran ciertas? ¿Acaso detectaban en mí algo inusual, algo que me vinculaba con ese mundo oscuro? ¿Cómo era posible? Yo no creía en seudo ciencias, le repetí a Álvaro, pero ¿cómo encajar esto?
—Tendremos que asumir que no podemos saberlo todo.
—Álvaro, ¿tú sabes quién eres?, ¿quién soy yo? ¿En qué creer, en quién confiar?
No dijo nada, pero descorchó una botella de vino tinto delante de mí. Comencé a notar la ansiedad en mi pecho. Sabía que después invadiría el estómago y pronto se expandiría por mis brazos, mis piernas y entonces
perdería el control.
—Lía, ¿te fías de mí?
Confío en ti, le dije con los ojos. Mis labios rozados por el líquido grana de un vino tinto cualquiera lo confirmaron: sí.


Quedaba mucho por hacer, mucho por conocer, pero de momento solo cabía aferrarse a algo en lo que confiar.


Reseña histórica
El hechizado por la fuerza, también llamado La lámpara del diablo, es uno de los seis Asuntos de brujas que Francisco de Goya pintó para el palacio El Capricho de los Duques de Osuna a finales del siglo XVIII y actualmente puede contemplarse en la National Gallery de Londres. Goya pinta la escena teatral de la comedia de Antonio de Zamora “El hechizado por fuerza”, representada con frecuencia en aquella época. En esta escena el personaje central, vestido de negro, es un sacerdote supersticioso que con desesperación y terror vierte aceite sobre la lámpara que da luz al cuadro porque cree que morirá en cuanto el aceite se consuma. Con la mano izquierda se tapa la boca para que no le entre el diablo, en forma de macho cabrío, que sostiene la lámpara. Al fondo de la composición están retratados los asnos que aparecen en el segundo acto de la comedia y en primer plano se puede leer “Lam Desco”. Estas palabras forman parte de los versos de la obra que pronuncia el sacerdote Don Claudio: “Lámpara descomunal/ cuyo reflejo civil/me va a moco de candil/chupando el óleo vital”.

Este relato de Martina Trenza (pseudónimo) está publico en Revista Atticus 41.

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LAM DESCO por Martina Trenza

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