Crítica película El año de la furia de Rafa Russo

El año de la furia de Rafa Russo

Ficha

Título original: El año de la furia

Dirección: Rafa Russo

Reparto: Alberto Ammann, Joaquín Furriel, Daniel Grao, Martina Gusman, Sara Sálamo, Maribel Verdú, Paula Cancio, Miguel Ángel Solá, Sebastián Iturria

Guion: Rafa Russo

Año: 2020

Duración: 102 min.

País: España

Música: Claudia Bardagí

Fotografía: Daniel Aranyo

Productora: Coproducción España-Uruguay; Gonafilm, Aliwood Mediterráneo Producciones S.L, Cimarrón Cine, TVE

Género: Thriller. Drama | Años 70. Dictadura uruguaya

Sinopsis

Montevideo, 1972. Mientras el país se despeña irremisiblemente hacia el precipicio de la dictadura, Diego y Leonardo, dos guionistas de un conocido programa de televisión, luchan por mantener su integridad ante las presiones de sus superiores para que rebajen el tono de sus mordaces sátiras políticas y eviten ofender a los altos militares que se están apoderando del control del país. Paralelamente, del lado de los opresores, Rojas, un teniente del ejército que ha sido presionado para torturar a militantes o simpatizantes de la guerrilla de los Tupamaros, exorciza sus demonios con Susana, una prostituta con la que encuentra una suerte de refugio emocional ante su sentimiento de culpa. Poco a poco, las confluyentes vidas de los guionistas y del militar se ven profundamente afectadas por el yugo de la dictadura que se va cerniendo sobre ellos, y tanto uno como otros luchan por encontrar una escapatoria, una salida digna que les permita aguantarse la mirada ante el espejo.

Crítica

Tras la pandemia parece que poco a poco vamos recuperando la normalidad y el cine vuelve a estar presente en nuestras vidas (si es que alguna vez lo ha abandonado). Lo cierto es que no son muchas las salas que han podido mantener el tipo y veremos en qué situación queda este colectivo, porque querámoslo ver o no… el cine de autor está en peligro de extinción (por lo menos la manera de verlo en gran pantalla –otra cosa son las plataformas audiovisuales-). De la mano del madrileño Rafa Russo podemos disfrutar de una entrega de cine político, algo que se echa en falta en estos tiempos de corrección política.

El cine político, de forma general, pone el acento en un tema político-social para plantearnos una reflexión o denunciar una situación grave que afecta a cuestiones sociales. A veces va a favor del gobierno establecido que con estas cintas trata de adoctrinar (o justificar) su actuación. Y otras veces, es lo contrario, es un cine con una gran carga de denuncia de una serie de acontecimientos, es decir, un cine revolucionario, un cine perseguido, un cine que resulta incómodo para las instituciones de ese sistema político o país. Aunque esto de país no es exclusivo. Recuerdo ahora la magnífica película Spotlight (2015, Thomas McCarthy) que puso en tela de juicio a la institución católica en Estados Unidos tras la denuncia del The Boston Globe de una serie de abusos sistemáticos por parte de sacerdotes a jóvenes estudiantes.

Las fronteras de los géneros son tan delgadas como el hilo de una tela de araña. En realidad, casi todas las películas (creaciones) son susceptibles de una interpretación «ideológica».

En la historia del cine hay infinidad de ejemplos. Tantos como imaginación tengan sus creadores como pueda ser la deliciosa entrega que nos brindó Roberto Benigni con La vida es bella (1997) mostrando los efectos de la devastadora guerra de una manera magistral. O, sin ir mucho más lejos, la película que está en nuestro ADN, Matar un ruiseñor (1962, Robert Mulligan) donde se ponía el acento en la defensa de un hombre al que se le quería cercenar sus derechos (una defensa justa) solamente por tener un color de piel diferente.

En esta ocasión El año de la furia nos muestra un cine de denuncia social, por cuestiones políticas (la represión brutal del régimen militar en Uruguay) de lo que estaba ocurriendo en Montevideo alrededor del año 1972.

La película nos sitúa en ese año, 1972. La situación que vivía Uruguay estaba caracterizada por una grave crisis y un estancamiento económico. Las instituciones democráticas habían caído y se instaló una dictadura militar. Los partidos políticos tradicionales se iban alternando en el poder. La izquierda se unificó y surgió el Frente Amplio en 1971. El gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967 – 1972) funcionó siguiendo las directrices autoritarias con el decreto de la suspensión de las garantías individuales durante casi todo su mandato. Así no es extraño que ciertos sectores de la izquierda (el Movimiento de Liberación Nacional –tupamaros-) impulsaran la lucha armada.

Esta grave situación social (deterioro de las instituciones e ineptitud del gobierno para poner freno a las tropelías militares) culminó con el Golpe de Estado que las Fuerzas Armadas protagonizaron el 27 de junio de 1973. Juan María Bordaberry presidió ese Golpe de Estado disolviendo el Parlamento y sustituyéndolo por un Consejo de Estado. Suprimió las libertades más esenciales y reprimió con dureza a los partidos políticos. Los militares empezaron a acceder a los cargos de responsabilidad del gobierno lo que se conoce como «proceso cívico-militar». Esta situación se prolongó hasta 1985. Durante esos doce años de dictadura militar hubo una gran represión, muy dura con la izquierda que conllevó, entre otras cosas, el encarcelamiento de los líderes sindicales, la expulsión de los funcionarios (con especial atención a los docentes) sospechosos de pertenecer a los movimientos de izquierda («esos melenudos»).

En esta situación político social de un país devastado, nos encontramos con un movimiento que tiene mucha presencia en aquellos años y con protagonismo en El año de la furia (no nos olvidemos de ella). Son los tupamaros. El Movimiento de Liberación Nacional, más conocido con el sobrenombre de Tupamaros, es un es un movimiento político y social de Uruguay que tuvo una etapa de actuación como guerrilla urbana de izquierda durante los años 1960 y principios de los 70. Desde 1989 se integró a la coalición política Frente Amplio y formó, junto con otras agrupaciones políticas y dirigentes independientes, el Movimiento de Participación Popular (MPP). Uno de sus principales líderes es José Mujica quien fue Presidente de Uruguay entre 2010 y 2015.

Uruguay por su prosperidad era conocida desde finales del siglo XIX como la Suiza de América. Tras la II Guerra Mundial hubo una bonanza económica. Fruto de ello, por ejemplo, se construyó el edificio más alto hasta aquel entonces en América Latina (el Palacio Salvo), se construyeron unas excelentes infraestructuras y el país gozaba de la mejor sanidad y educación posibles con niveles de los países europeos. Tenía (en aquel momento) el estadio más grande del mundo (el estadio del Centenario). Todos estos logros, de cara al exterior, hacían pensar que Uruguay vivía una «edad de oro» envidiable.

Si hablamos de cine político y de Uruguay, no puedo por menos que hacer referencia a Costa Gravas y su película Estado de sitio (1972). Está ambientada en unos sucesos que ocurrieron en Uruguay en 1970.

La película arranca con el día a día de una serie de personaje que viven una democracia que está a punto de derrumbarse por mor de los militares. Diego (Alberto Amman) y Leonardo (Joaquín Furriel) son dos guionistas que trabajan en un programa de televisión ofreciendo una crítica ácida de la situación social por la que atraviesa el país. Tienen que lidiar con su jefe y con la censura que tratan de imponer desde las altas instancias gubernamentales. Emilia (Mariel Verdú) se gana la vida regentando una pensión junto a su hija Jenny (Sara Sálamo). La pensión se convierte en un improvisado centro de reunión en el que se encuentra el propio Diego junto a su amigo Sergio (Sebastián Iturría), quien se encuentra «desaparecido». En el otro lado, en la zona militar, la acción se nos muestra a través de un hombre subordinado, un teniente, German Rojas (Daniel Grao), que vive el ascenso de los militares en el poder y que la maquinaria y la ambición le llevan a tener que realizar cosas que nunca pensó en hacerlas en su carrera: la tortura. Por encima de él está el capitán Silveira (Miguel Ángel Solá) que no deja de acosarle para que saque las confesiones a los detenidos. El lado malo del «tanguero» se desborda con ayuda del alcohol. La desaparición de Sergio creará inquietud y provocará una sucesión de acontecimientos que son una clara muestra del devenir del país.

La actuación del teniente Rojas me da pie para abordar un tema candente, un tema que desde que Hannah Arendt puso el foco en él no pierde vigencia: la banalidad del mal. ¿Debe obedecer a su superior Rojas teniendo en cuenta que está en juego su carrera militar e, incluso, su propia vida dado los métodos empleados por los militares? ¿Qué grado de culpabilidad se le puede imputar al teniente? Y ¿qué harías tú ante una situación parecida? Son cuestiones que tienen su enjundia.

Para Arendt, Eichmann no era el monstruo por ejecutar las órdenes. Los actos de Eichmann no eran disculpables, tampoco es que fuera inocente, pero sus actos estaban provocados no porque tuviera una capacidad de ejercer una brutalidad extrema y disfrutar con ello, sino que era un burócrata y un operario del régimen militar. Un autómata que ejercía el exterminio siguiendo las órdenes, sin reflexionar sobre sus actos. Según Hannah Arendt este término se empleó para designar a esas personas que cometen actos de extrema crueldad y que no sientes compasión por sus víctimas. Muchos de ellos podían pasar por personas «normales» a pesar de los actos que cometieron.

¿Se puede considerar como una persona normal al teniente Rojas? Tendréis que ver la película y haceros vuestra propia opinión, porque no os voy a desvelar lo que sucede. Pero yo más bien pondría el ojo en el capitán Silveira, un magnífico papel interpretado por Miguel Ángel Solá. Para los seguidores de este gran actor, lamentablemente poco sale en pantalla. Está un poco desaprovechado.

El punto de reunión del que parten las tramas lo constituye la pensión que regenta Emilia ya que confluyen la mayoría de los personajes. De ahí parte una línea hacía el set de rodaje de los guiones de la televisión; otra línea sería la de la joven Susana (que enlaza con el teniente Rojas con dos espacios: los sótanos lugar de tortura y la cama/apartamento donde se desfoga (con una pequeña bifurcación que afecta a su mujer); y otro ramal sería la zapatería que regenta el matrimonio donde la mujer también tiene un principal papel. Todo ello sería un microcosmos, un microespacio ejemplo de lo que está sucediendo en Uruguay. Esto presenta la dificultad de con tan solo un pequeño grupo de actores abarcar todo un catálogo social.

Los personajes de los dos guionistas muestran una cara y una cruz de la realidad que vive el país. El papel de Diego es de un tipo que trata de vivir de la literatura ya sea con los guiones o con columnas periodísticas. En un principio no siente la necesidad de comprometerse con la lucha política. Piensa que haciendo chistes aunque critiquen el sistema que no se van a meter con él. Pero las circunstancias que rodean a la desaparición de su amigo le llevará a planearse un futuro más comprometido con su pensamiento. Sin embargo, Leonardo, ha experimentado las mieles del ascenso por la publicación (y éxito) de su primera novela. Su compromiso con la lucha por sus ideales se ha dado un par de disgustos cuando la «secreta» ha llamado a su puerta. Esa desidia viene de la mano del miedo. Como diría Atticus Finch, no juzgues a nadie hasta que no calzas sus zapatos. Viviendo con el miedo no es extraño que se haya vuelto una persona meditabunda y atormentada e incluso haya tenido que renunciar a su amor, Raquel, para evitarle males mayores. Esta pequeña trama recoge los grandes sacrificios que tienen que hacer personas como Leonardo, para proteger a sus seres queridos ante el acoso de los militares y la constante represión.

Otra persona que vive atormentada es el teniente Rojas, papel interpretado con solvencia por Daniel Grao. Una máquina entrenada para torturar, pero cada vez que se enfrenta a los detenidos es una auténtica tortura para él mismo. Solo a base de chupitos y tangos es capaz de sobrellevarlo. Eso y el desfogue que tiene con Susana (interpretado por Martina Gusman). Una potente historia de amor que se ve cuestionada por el sentido del deber, las apariencias y la doble moralidad.

Tras su exitosa Amor en defensa propia (2006) Russo regresa a la gran pantalla con este tema política arropado por un buen elenco. Es un hombre polifacético pues también tiene una interesante carrera musical. Su guion de Lluvia en los zapatos (1998, María Ripoll), con el que obtuvo el premio al mejor guion en el Festival de Cine de Montreal. Presentó esta película (fuera de concurso) en la pasada edición de la SEMINCI (en la Gala de RTVE), un habitual con sus cortos. Una película cuyos exteriores ha sido rodada en Montevideo porque mantiene ese aire decadente con sus edificios de la época intactos y los interiores fueron filmados en Madrid. Consigue a través de la fotografía una gran ambientación. Utilizando recursos como el ir oyendo a través de los noticieros de la radio y de la televisión lo que va sucediendo en el país en aquella época. El director madrileño, de padres argentinos, centra su discurso en como el amor, el humor, y la amistad son valores para tratar de sobrevivir en una etapa muy gris. Uruguay años setenta carecía de moralidad tanto a nivel individual como colectivo. Nos muestra que el humor es una forma ingeniosa para afrontar una situación horrible y que el ingenio es más necesario que nunca a la hora de reclamar el ejercicio de los derechos humanos.

Lo mejor del cine de Russo es la poética. En la escena final encontramos un buen ejemplo de esa poesía utilizando una anécdota que actúa como verdadero leitmotiv: los ciudadanos se concentran en sus coches y ponen los limpiaparabrisas en marcha. Estos chirrían por el roce con el cristal seco. Ese sonido es similar a los golpes de las botas militares en una marcha (aunque hay quien ha querido ver otro guiño a ese movimiento de izquierda a derecha que hacen los limpias). Es un gesto de protesta cargado de simbolismo que añora la libertad y trata de sortear el férreo control de los milicos.

Si empecé con un poco de historia, he de acabar con otra píldora. El cine que me gusta debe cumplir tres preceptos: informar, formar y entretener. De una forma nada velada en la película se denuncia la intromisión de los Estados Unidos en el desarrollo de las políticas en Latinoamérica. Esa injerencia tiene el punto culminante en lo que se conoce como Operación Cóndor, una campaña de represión política y auténtico terrorismo de Estado auspiciada y respaldad por Estados Unidos y sus diferentes gobiernos (abarcó administraciones de Johnson, Nixon, Ford, Carter y Reagan). Fue implementada unos cuántos meses antes de los hechos narrados en El año de la furia, en noviembre de 1975. El gobierno de los Estados Unidos proporcionó la planificación, coordinación y formación sobre las técnicas de tortura y métodos para interrogar, así como el apoyo técnico y suministro de ayuda militar. Qué vileza. Se promovía la dictadura para tener controlado los sectores políticos de la izquierda y así, de paso, impulsar un modelo económico buscando un mayor beneficio para aquellos sectores más conservadores y con mayores recursos naturales. Así no es de extrañar que el golpe de estado de Uruguay le siguiera el de Pinochet en Chile y tras años más tarde en Argentina.

El año de la furia es una película cercana al thriller, bien narrada, con muy buenas interpretaciones, con un elemento político sin llevar a la altura del griego Costa Gravas y un cierto toque romántico. Una película que recoge todo el ambiente opresivo que vivía Uruguay y que se extendía por buena parte de Latinoamérica por aquella vileza del apoyo de los Estados Unidos. Película que nos alienta sobre los problemas del crecimiento de los populismos del tipo Trump o Bolsonaro o «nuestro» Santiago Abascal, donde el fascismo y la intolerancia actúan como un virus más letal que el que llena nuestra vida cotidiana actual. Para la Covid-19 ya tenemos vacuna, pero contra la banalidad del mal ¿qué tenemos?

Os dejo un tráiler:

Luisjo Cuadrado

Revista Atticus