Chema Madoz. El ojo invertido. Museo Patio Herreriano

Chema Madoz. Museo Patio Herreriano, Valladolid

Desde la celebración de la efemérides dejé de visitar el Museo Patio Herreriano. Una vez retirados los escombros, Javier Hontoria nos tenía reservada una excelente programación para situar el lugar de lo bello y poner coto al arte efectivo. Ahí lucía esplendida y colorista la geometría de Regina Giménez, la sensibilidad misteriosa y cautivadora de Soledad Sevilla, la epidérmica fotografía de Lucia Morate, una selección de los fondos que custodia el museo donde sobresalía un espléndido Barceló, un neoyorquino Esteban Vicente, un deslumbrante Lezcano o un Lucio Muñoz, por poner algunos ejemplos, y, por supuesto CHEMA MADOZ al que se dedican dos de sus salas.

Cuando de fotografía se trata se fija la atención en el perspicaz ojo del observador que ve aquello que resultado velado para los demás y que a través de cientos de “click” es capaz de rescatar un instante escondido de belleza. No es el caso de Chema Madoz, quien invierte la tradicional relación sujeto/objeto para hacer de cada una de sus obras una mirada atenta y afilada que escruta al observador desde el inefable silencio de una pared blanca. Quizá por ello, ante su obra uno se siente expiado por una extraña realidad que a veces te sonríe irónica guiñándote el ojo, otras te sugieren un universo de posibilidades al alcance de la mano o simplemente te mira mordaz desde su intencionalidad crítica. En cualquiera de los casos, para acercarse a la obra de Chema Madoz es necesario calzarse el zapato izquierdo en el pie derecho para trastear alrededor de esa nueva realidad que solo descubriremos por la puerta de atrás: una nueva metafísica que exige un cambio en la mirada.

El proceso creativo de Chema Madoz aglutina en un único acto percepción, imaginación e ideación. De entrada, realiza un proceso de negación abstrayendo el objeto de sus habituales coordenadas espacio-temporales para abrir el pórtico a nuevas significaciones, a un mundo de posibilidades que pudieran haber sido pero que se quedó en simple intención. “El arte -decía Madame de Stael- no tiene como objeto reproducir la realidad, con este cochino mundo tenemos ya bastante”, algo que Chema Madoz ha entendido a la perfección situando la creación artística lejos de lo inmediato, de lo que está ahí, simplemente a la mano. Por eso me imagino su estudio como un cementerio de objetos que perdieron su alma y buscan ansiosos la aguja en que enhebrar un nuevo sentido y recuperar el aliento.

Descolocado el objeto, Chema Madoz lo acaricia con su mirada de Demiurgo que busca el modo y forma de devolverle el sentido cubriéndolo de un nuevo espacio, de otro tiempo, de una nueva vida. Y es ahí donde entra en acción el sugestivo poder de su imaginación, que sin desprenderse de la idea, va estableciendo nuevas relaciones, densas de significación, que terminan transformando al objeto en sujeto, lo cotidiano en extraordinario, lo insustancial en esencial. Para ello, Chema Madoz hace uso de todos los recursos literarios que nos permiten leer el mundo poéticamente: hipérboles, como en esa serie de fotografías en las que unos troncos encorvados se anuncian victoriosos en un negro negrísimo sobre un blanco blanquísimo; aliteraciones, como en esa obra donde unas cerillas ya prendidas y gastadas aún conservan el poder evocador de su origen, el sol, disponiéndose geométricamente; alegorías, como en esa sombra de rama que se transforma en sistema venoso en un anónimo brazo; metáforas, sí, muchas metáforas, esa escalera negra disparada en torno a una vela blanca hasta alcanzar el blanco de su llama, o ese tronco de árbol amarrado a un tornillo de carpintero  que sostiene en su copa cantos horadados, o esa vieja maleta en que viajan montañas de tierra. Y metonimias, comparaciones, analogías, alegorías… que poco a poco van despertando la mirada del observador hasta devolverle su perdida posición de sujeto. Y es que la obra de Chema Madoz no nos ofrece una mera descripción de la realidad, es pura sugerencia que abre la posibilidad a múltiples interpretaciones, múltiples formas de sentir y pensar. Su obra, después de descolocarte, te ofrece generosa la oportunidad del diálogo.

Pero para lograr su objetivo es necesaria una vuelta de tuerca más, una técnica impecable que hace que sus obras, independientemente de su significado, se ubiquen definitivamente en el territorio de lo bello. De entrada, exhibe una meticulosa composición que dirige nuestra mirada al lugar certero, unas veces al todo, como esa exuberante foto en la que un caballo se alimenta de las hierbas que se asoman desde un caro bolso de piel, otras al detalle, como esa magnífica fotografía en la que unas hojas despendidas de su rosa reclaman nuestra atención en un lugar anónimo. Chema Madoz conoce todos los secretos de la percepción, la proximidad, la semejanza, el cierre o el contraste, como en esa manzana mordida que se alinea sobre una mesa con diversas figuras geométricas. Todo en él es un juego de oportunidades, llegando incluso a desubicar nuestra percepción en esas fotografías en que coquetea con sombras imposibles que lucen en la dirección contraria o esos trampantojos que intensifican la realidad escondida hasta convertirse en protagonistas de la obra, como esa fotografía en la que todo el interés se centra en el cordel y el clavo dejando en un segundo plano el cuadro que sostienen. Y todo ello en una gama de blancos y grises aterciopelados y acaramelados que parecen imposibles de salir de una cubeta de ácidos.

Por todo ello y mucho más, Chema Madoz recibió en el año 2000 el Premio Nacional de Fotografía y hoy lo tenemos en nuestro Patio Herreriano, siendo una magnífica oportunidad para acercarnos a esa realidad suya, que también es nuestra, aunque para ello tengamos que ponernos la chaqueta del revés.

Santiago de la Fuente

Revista Atticus