Crítica película Nuevo orden de Michel Franco

Nuevo orden de Michel Franco

Ficha

Título original: Nuevo orden.

Año: 2020.

Duración: 88 min.

País: México.

Dirección: Michel Franco.

Guion: Michel Franco.

Fotografía: Yves Cape.

Música: Dmitri Shostakovich.

Reparto: Naian González Norvind, Diego Boneta, Mónica del Carmen, Darío Yazbek Bernal, Fernando Cuautle, Eligio Meléndez, Lisa Owen, Patricia Bernal, Enrique Singer, Gustavo Sánchez Parra, Javier Sepulveda, Sebastian Silveti, Roberto Medina, Analy Castro, Eduardo Victoria, Claudia Lobo, Sophie Gómez.

Productora: coproducción México-Francia. Teorema, Les films d’ici.

Género: Distopía. Parábola sociopolítica. Drama. Thriller.

Premios: Premio del Jurado en el Festival de Venecia.

Sinopsis

En Ciudad de México se celebra una boda en una mansión lujosa, rodeada de muros, con contrayentes e invitados de clase alta. Mientras esperan a la jueza que va a casar a los novios, se producen los encuentros y conversaciones propios de esta ceremonia, a la vez que el servicio doméstico trabaja en la cocina y en los salones. Un exempleado de la familia se presenta durante el cóctel para pedir ayuda económica a sus antiguos patrones con el fin de poder hospitalizar a su esposa, gravemente enferma, que también ha trabajado en la casa. Mientras la reacción de la madre de la novia, y del padre, es remisa, la novia decide acudir en ayuda de su antigua doméstica, utilizando el dinero de los regalos. En tanto, llegan ruidos y noticias hasta la mansión de manifestaciones virulentas en la calles y de la actuación contundente de la policía contra ellos.

Un líquido verde, en vez de agua incolora, mana de los grifos del baño. ¿Qué sucede?

Crítica

Michel Franco (Después de Lucía, 2012) ha explicado en entrevistas y ruedas de prensa lo que ha querido expresar con su película: una advertencia sobre la situación del México actual (válido para otros países de América y del mundo), donde las desigualdades sociales cada vez mayores, el racismo, y la feroz violencia de los cárteles de la droga, son el caldo de cultivo para posibles reacciones coléricas de los oprimidos. Ahora bien, como vaticina el director, si la situación explotara, es posible que “perdieran todos”: ricos y pobres, inocentes y culpables, ante una probable dictadura militar-mafiosa, ante una maquinaria de matar y triturar cadáveres.

Podemos entenderlo, también, como una “justificación” a posteriori de Michel Franco ante una película ambigua desde el análisis ideológico y que tampoco plantea la posibilidad de alternativas (llamémoslas así), como más democracia, mayor redistribución de la riqueza, mayor lucha contra la discriminación racial, etcétera. El cineasta se sitúa directamente en ese futuro (cercano) de fracaso histórico de una sociedad, y de un estado (el mexicano) fallido.

Pero estamos ante un film que es una creación, y como tal la vemos y la sentimos los espectadores. El creador se ha expresado en ella desde los recursos del arte, y nosotros lo interpretamos desde nuestros conocimientos y emociones. Porque esta historia, y las imágenes de la película, impactan de forma directa en nuestra retina y nuestro corazón. Es un ejercicio cinematográfico que nos quiere “inocular” emociones de forma directa y contundente. Nos quiere más bien conmocionar, y en buena parte lo consigue durante el tiempo (apenas hora y media) que estamos en la sala.

La película está estructurada en dos actos principales, con un nexo entre ellos y una coda final. El primer acto se sitúa en una mansión de ricos en Ciudad de México donde se celebra una boda, como se ha comentado. La puesta en escena es esencial, desde ese habilidoso plano-secuencia que nos introduce en la casa y nos va presentado a los personajes principales y secundarios. Es una autentica sinfonía de movimientos, conversaciones, que nos permite conocer a toda esa masa coral, a través de sus gestos, conversaciones y actos: recoger los regalos en forma de sobres con dinero, hacer negocios, entablar relaciones para futuras alianzas… Recuerda al inicio de El padrino (The Godfather), 1972, de Francis Ford Coppola, con la fiesta que nos presenta a los personajes del film y nos pone en situación, como ha recordado el crítico Carlos Díaz Maroto.

Llevados por la cámara ágil y envolvente del director entendemos qué mueve a los novios, a sus familias adineradas y a los invitados de una misma clase social y de una misma extracción criolla, es decir: descendientes de españoles y europeos. En tanto que la servidumbre es indígena y de tez más oscura. Aquí se produce una cesura, como es la llegada de un antiguo empleado que viene a pedir un favor (dinero) en un momento inoportuno. A través de su intromisión empezamos a ser más consciente del ruido que llega de más allá de los muros de la mansión, o de algunas manchas de pintura lanzada a los coches de los invitados.

Fuera se están produciendo manifestaciones, quizá violentas (se producen, por ahora, fuera de campo) reprimidas por la policía. Hay controles en las calles, y la propia jueza que va a celebrar el casamiento, llega tarde por ese motivo.

En ese momento, la madre de la novia ha visto, incrédula, cómo del grifo el baño no salía agua potable, sino un líquido verde. Es una visión no tanto desagradable como absurda, quizá debida a los nervios de la señora –pensamos desde nuestra butaca. O un elemento simbólico que se nos escapa. Como cierto gran cuadro que hemos entrevisto ante la cámara en varias ocasiones[i].

La novia, de buen corazón, se irá de su propia boda para ver y ayudar a esa antigua sirvienta enferma, acompañada por el marido de esta y por un empleado que ejerce de guardaespaldas. No estamos ante una historia maniquea de malos o buenos, según clases opresoras u oprimidas. Aquí el guionista y director es más sutil. Cada personaje es responsable de sus propios actos. Es también el momento de ver, comprobar, la gravedad de la situación en la ciudad, con la policía que ha tomado las calles, armada hasta los dientes, y el ruido de fondo de la revuelta.

Menos sutil, y más de brocha gorda, es el fin del que he llamado acto primero, con la invasión de la casa por una horda de manifestantes o revolucionarios desatados, de tez oscura (indígenas, por tanto[ii]), manchados de pintura verde, que perpetran un saqueo y una matanza. Estas secuencias me recordaron el típico asalto de zombis en cualquier película de terror. Los recursos cinematográficos son los mismos: indiferenciación entre los asaltantes, violencia extrema, y cierta caricaturización: la servidumbre ayuda a expoliar la casa como consecuencia de su resentimiento social. Suponemos. El mensaje está entendido en todo caso: estamos ante una revolución de los “zombis” sociales mexicanos, de aquellos que no tienen derechos, de los pobres, de los indios…

Como espectadores es posible que en este momento estemos impactados. Para su fábula distópica, Michel Franco, no ha dudado en utilizar los recursos o trucos de una película de género. Está en su derecho al pretender sacudir al espectador, pero también es cierto que a cambio de perder credibilidad en esos mensajes que dice querer contarnos.

El segundo acto se inicia tras esa cesura que supone la estancia en la casa de la enferma. Al intento de revolución o motín (pues no sabemos si el movimiento pretendía tomar el poder), le ha sucedido un golpe de Estado. El ejército, las fuerzas del Orden, han tomado el poder imponiendo un toque de queda muy amplio, en el que solo se permite salir de casa para ir a trabajar. Para nada más. A la vez se producen detenciones en masa y ejecuciones extrajudiciales en las mismas calles. Estamos asistiendo a una represión brutal, implacable.

Y se ha producido una inversión de los valores, que comprobamos en seguida: las fuerzas que se supone salvadoras de vidas y de haciendas, se han convertido en depredadoras, en trituradoras de derechos, en una maquinaria de secuestro, tortura, extorsión y muerte. La toma del poder lo es por unas “fuerzas del Orden” que se comportan como un cártel de la droga o una mafia. En realidad lo son. Bajo sus uniformes no son más que sicarios que quieren sacar tajada de la situación y ganar mucho dinero. (Esto es propio de todas las dictaduras, pero aquí se cuenta de forma descarnada, sin tapujos). El mecanismo, tal como nos lo cuenta el film, es realmente, perverso: pues los protagonistas (y los espectadores) esperamos que los soldados  “salven” a los “buenos ciudadanos”, pero no que los secuestren y los lleven a centros de detención que nos recuerdan las imágenes de las prisiones de Irak durante la segunda invasión de 2003, o de Guantánamo. También los testimonios de los que pasaron por un centro de detención clandestino como lo fue la Escuela de Mecánica en Argentina.

La maquinaria de extorsión (según Michel Franco), como en los secuestros “exprés”, se perpetra sobre pobres y ricos, pero ante todo sobre los que tienen dinero para pagar su rescate. Los que no lo tienen son ejecutados sin más. En esta inmersión en el horror, en esta “exhibición de atrocidades”, (que diría J. G. Ballard), el director nos muestra su capacidad para narrar la falta de cualquier sentido de humanidad de los mandos y de los soldados a sus órdenes, la degradación de los secuestrados, su angustia y la angustia de sus familiares, o el recurso a las influencias de los más poderosos. Son secuencias rodadas con gran eficacia, enorme intensidad, que quizá acaben produciendo cierta fatiga y con ella nuestro desistimiento. O no. (Este desistimiento que comento me ocurrió luego, pero no en el momento de verlo, de presenciar esas imágenes).

El final no puede ser más desesperado y cínico. Si la revolución devora a sus hijos, este tipo de golpe de Estado, parece decirnos el director, también. El nuevo orden a que alude el título no distingue a los pobres de los ricos; porque entre estos últimos también se tienen que producir ajustes, o “redistribuciones” de poder y de dinero… Es la parte más discutible de la película. Salvo que bajo los uniformes de los militares se escondan los verdaderos jefes de los cárteles antes citados. Algo que en el México actual (por la últimas noticas), no es descartable.

Una película, para finalizar, con una puesta en escena apabullante y digna de encomio: tanto la boda, con su presentación coral de los personajes, como la parte que muestras la represión en los centros de detención. Con unas interpretaciones solventes, al límite siempre, pues deben tomar decisiones en las que se juegan la dignidad (ayudar a una empleada o no), o conseguir que sus familiares paguen un rescate o influyan en los jefes militares que controlan la situación.

Tras salir impactados del cine (no hay respiro), viene las reflexión. Una de ellas es sobre la oportunidad de usar los recursos del cine de género (en este caso de “terror”) en películas de otra temática (la social o política) alejada de las reglas de ese tipo de cine. La cuestión es: si el cine de género gana en profundidad cuando se le enriquece con contenidos sociales o políticos, o si el cine político o social se hace más accesible cuando se introducen esos recursos propios (hasta ahora) del cine de género. Ahí lo dejo.


[i] El lienzo se titula Solo los muertos han visto el final de la guerra, de Omar Rodríguez-Graham.

[ii] La llorona de Jayro Bustamante (Guatemala, 2019), cuenta una historia diferente, pero hay dos nexos, al menos, con Orden nuevo: el tema de la “casa tomada” (que diría Julio Cortázar), donde se ha refugiado un genocida, y el de la aparición y asalto de la casa por parte de los “espíritus” de sus víctimas, que son indígenas, y se parecen o comportan como “zombis”. Una decisión cinematográfica eficaz pero discutible.

Os dejo un tráiler:

Gonzalo Franco Blanco

Revista Atticus