El saxofonista José Luis Gutiérrez hace un homenaje personal a su amigo Eduardo Cuadrado

José Luis Gutiérrez retrata a Eduardo Cuadrado quizás el más personal, honesto y original de los escultores

Siempre he sido incapaz de disociar, en un mismo artista, su obra de su persona. Para mí un gran artista debe tener también calidad humana. Sin duda, este es el caso de Eduardo Cuadrado, uno de los mejores artistas y a la vez, una de las mejores personas que yo haya conocido.

Su obra tiene valiosas cualidades, entre otras es personal, honesta y original. Con un solo vistazo podemos reconocer si una obra es un Eduardo Cuadrado o no. Esta característica está al alcance de muy pocos elegidos, sólo los más grandes maestros logran tener su propio estilo. Es curioso que, a pesar de su nivel, el mismo Eduardo no se consideraba artista. Imagino que le parecía un término demasiado pomposo y un tanto hueco. Prefería decir: «yo me expreso a través de la escultura o del vídeo».

Las máscaras, esos escudos que utilizamos para protegernos y con los que aparentamos ser lo que no somos. A Eduardo le dolía sobremanera la hipocresía, la falsedad, la falta de libertad o la cobardía que nos impiden mostrar nuestro verdadero rostro. Pensaba que las máscaras sociales poco a poco van destruyendo la esencia de los seres humanos, terminando por ahuecarlos totalmente y convirtiendo su espíritu en hollín.

Cuando creaba, se quitaba las máscaras de la vida. Se situaba en el lugar de la sinceridad con una desnudez que da vértigo. Así afrontaba las durezas que le iban saliendo en forma de obras de arte, a las que él bautizó como Náufragos. Sus queridos náufragos, los olvidados, los arruinados, los descompuestos por los pesos imposibles, los deformados por las constantes máscaras que abrasan, despojos humanos que dan miedo y que Eduardo Cuadrado se atrevió a mostrar al mundo. Esta suerte de liberación personal y de denuncia social, tiene un componente psicológico tremendo, cargado de un mensaje sencillo pero lleno de matices que cada cual debe descubrir. En el fondo de todo ese horror, los náufragos nos muestran que son fruto de la ternura y la compasión de su autor. 

En lo personal era, al menos, tan excepcional como en su obra. Especialmente humilde y reservado, casi nunca hablaba de sí mismo. Poco a poco fui conociendo algunos detalles de su vida, como que en 1997 ganó la Medalla de oro en la Bienal de Arte de Florencia. Nunca se cansó de aprender, en su última etapa decidió embarcarse en otro mundo de expresión, el vídeo arte, para lo cual tuvo que aprender a manejar diferentes programas informáticos, lo que, a pesar de su edad, logró dominar sin problema.

Nunca pretendió alcanzar la fama, jamás buscó el foco mediático. Cuando inauguraba una exposición, le costaba que le hicieran una foto para la prensa. «Es mejor que saquen alguna de las obras, yo no soy nada interesante», decía. Eduardo, simplemente, se expresaba con la mayor honestidad posible, así de simple y así de difícil. No pensaba en la repercusión de su obra, no le importaban las modas, las tendencias o las ventas. No hacía ni la más mínima concesión, toda su intención estaba al servicio de la expresividad más sincera posible, desprovista de cualquier tipo de adorno o alarde. Creía en sus obras con profunda honestidad y pureza. «Cuando las expongo en algún lugar las echo de menos, me hacen mucha compañía».

Le gustaba que los niños se acercasen y jugasen con El Comediante, icono del TAC (Festival de Artes de Calle de Valladolid), situada en la plaza Martín Monsó. También es muy conocida El Fotógrafo situada en el Campo Grande o su canto de cisne, la escultura dedicada a Miguel Delibes, que está colocada en la plaza Zorrilla. Esta última fue un encargo especial de la familia Delibes. Afortunadamente tuvo tiempo para terminarla e inaugurarla. No sucedió lo mismo con El abrazo roto la última pieza en la que me comentó que estaba trabajando inspirada en esta imposibilidad de abrazarnos que, en la actualidad, tenemos todos. Estas que he nombrado son algunas de sus piezas más conocidas colocadas en Valladolid, pero las creaciones más importantes, el gran legado artístico de Eduardo Cuadrado se encuentra en su antiguo estudio de Fuensaldaña, un lugar mágico que el propio artista transformó en un templo. Siempre que he entrado allí he sentido paz y respeto. Sus náufragos caminan en el patio que antecede a la casa, es impresionante verlos todos juntos en su propio hogar. Cada rincón está pensado por el artista, todo muy humilde tal y como era él, pero agradablemente armónico. Un pequeño jardín zen, un delicado rinconcito de botijos, diferentes campanillas que tintinean creando una envolvente sonoridad mística y, por supuesto, el gran árbol. Aún recuerdo cuando me comentó que iba a hacer una pequeña casa en el árbol. Se pasó el verano construyéndola con sus propias manos. Cuando terminó, me invitó a conocerla. Es un lugar delicado y sutil, muy especial como todo lo que hacía Eduardo. Hoy sus cenizas descansan al pie de ese árbol y una enorme soga lo rodea a modo de eterno abrazo.

Siempre estaba vestido con su sincera sonrisa y su inquebrantable espíritu positivo. A todos nos motivaba y animaba. Después de estar con Eduardo uno se sentía mejor, su compañía era terapéutica. Créame el lector que no exagero, yo cuento esto, pero seguro que cualquiera que lo haya conocido podrá contar muchas otras anécdotas positivas. Eduardo era muy querido.

Nunca le vi un exabrupto o una expresión vehemente, lo suyo era cuidar de los demás. Antes de marcharse atravesó cuatro años cargado con un cáncer. A nadie dijo nada, a nadie quería preocupar. Cuando llegó el final se marchó en silencio, así lo quiso y así se hizo, sin ningún alarde ni máscara, se marchó como vivió y podemos decir que hoy el mundo es un poquito mejor gracias a que por él pasó Eduardo Cuadrado.

El futuro de su legado está ahora en manos de su familia, especialmente de su hijo Javier, quien me ha transmitido su compromiso de velar y mantener la memoria y la obra de su padre. Estoy seguro de que así lo hará y espero también que las instituciones sean conscientes de la importancia de una figura como la de Eduardo Cuadrado y sepan encontrar la forma de darle el verdadero valor y la relevancia que se merece.

Eduardo Cuadrado junto a Chuchi Guerra autor de las fotografías

José Luis Gutiérrez

fotografías: Chuchi Guerra

Revista Atticus