Teatro – Esperando a Godot producción de Jesús Cimarro en el Teatro Zorrilla, Valladolid

Esperando a Godot producción de Jesús Cimarro en el Teatro Zorrilla

El Teatro Zorrilla hace una gran apuesta con el espectáculo Esperando a Godot bajo la Producción de Jesús Cimarro.

Esperando a Godot, Teatro del absurdo para hablar de lo absurdo de la vida, esta última versión del clásico del siglo XX que dirige Antonio Simón, nos aporta un equilibrio entre la desesperanza y el fino sentido del humor, ese punto de humor que ya aporta el texto y que aquí está acentuado a las mil maravillas, especialmente por Pepe Viyuela y Alberto Jiménez, con una labor actoral sobresaliente. 

Esta obra es una metáfora válida para tiempos difíciles, tanto los de su composición, la postguerra mundial o los de hoy. “¿Y si nos ahorcamos?”, se preguntan los personajes. No lo hacen, esperan a Godot. Esta expresión, este aldabonazo, supone, la recapitulación o el juicio de la obra. Es el avance hacia el final pero también la conexión con el principio. La acción, absurda, es circular, no hay salida, hasta el último momento de la representación observamos una situación sin sentido, y hasta el humor, recordamos que el propio autor siempre afirmó haber escrito una obra para clowns.

En esta versión, los clásicos Estragón o Vladimir se convierten en Didi y Gogo, dos vagabundos sin memoria que pasan el tiempo en unas vías de tren, donde hablan y esperan a Godot, que nunca llega. No pierden la esperanza de que su venida los saque del apuro de su angustia existencial. Pero nunca se hace presente. La existencia sin creencias y sin acción se convierte en aburrimiento y lo combaten mediante el lenguaje, mensajes con ruptura de la lógica y cambios de universo de discurso, disertaciones absurdas. Resulta fácil constatar cómo la grandeza y universalidad de Esperando a Godot se manifiesta en esa facilidad que tiene este texto para, sin perder su absurdo planteamiento en ningún momento, hablarnos de tantas y tantas cosas: de la esperanza, de la desesperación, de la capacidad del ser humano para seguir adelante. En definitiva, del sentido de la vida y de la necesidad de sobrevivir.

– Vámonos

– No podemos.

– ¿Por qué?

– Esperamos a Godot.

– Es verdad.

Inmersos en este diálogo repetitivo, van avanzando, ven pasar la vida, literalmente hablando, esperando a Godot. Espera que se verá hasta en dos ocasiones interrumpida por la aparición de una nueva pareja en escena que, ahora sí, romperá todo el equilibrio tan eficazmente logrado hasta entonces.

Es la nada, y aparecen Pozzo y Lucky, (con una gran manifestación artística Fernando Albizu y Juan Díaz en sus difíciles interpretaciones), domador y esclavo (unidos por relaciones sado-masoquistas que no se rompen ni siquiera cuando Pozzo queda abocado a la ceguera). Estos dos personajes introducen en el argumento un nuevo modelo de relaciones humanas que nada tiene que ver con el anterior, dando así un paso más en la idea que hasta ahora parecíamos tener clara sobre el sentido de la vida: y es que además de absurda, esta puede resultar también extremadamente complicada, y parece que el tedio se alivia y la espera se hace más llevadera. Sin embargo no hay lugar para la esperanza ni siquiera cuando un mensajero de Godot (Jesús Lavi), y  anuncia que este tal vez venga mañana.

Y aún queda pendiente la pregunta de ¿quién es Godot?, sobre quien el texto juega a no dar demasiadas pistas, salvo la que tal vez esconda la primera parte de su propio nombre. Suficiente para entender por qué este nunca acaba de llegar y aun así, siempre con la tentación de darlo todo por perdido en el maldito árbol, seguimos manteniendo la esperanza.

– ¿Y si no viene?

– Volveremos mañana.

Tan absurdo todo como la vida misma.

Actores por un lado y escenografía por el otro, para que la expresividad de los primeros se vea también equilibrada por la frialdad de la segunda, en lo que es una referencia simbólica, y penetra en la esencia de la obra, una muy acertada elección el diseño de Paco Azorín, que opta por colocar a los personajes sobre una vía de tren, vía muerta pudiera ser, espacio que se sucede a sí mismo, que no sabemos de dónde viene ni adónde va. Con el único añadido de un árbol que encierra un doble sentido, pues nos sirve tanto de refugio para el descanso y que simboliza a la vez la condena (no olvidamos la importancia del árbol del conocimiento del bien y del mal y la referencia al ahorcamiento que los personajes mencionan), aquí manifestada en la tendencia constante al suicidio, pero también la redención (el madero de la cruz).

Y la noche, el tiempo de la ausencia de la luz, de la oscuridad, la dificultad existencial de encontrar salidas a la vida. Los personajes principales de esta obra esperan. Esperan al pie del árbol en una radical soledad e incomunicación que no pueden disipar ni la compañía puramente formal, ni el diálogo que en vano intenta ahuyentar el silencio y el sinsentido. Al final de la obra siguen esperando entre la alternativa de un Godot que nunca llega y un suicidio que nunca se consuma.

Esperando a Godot es una obra magistral que hay que ver bien despiertos, pues en ella se nos plantean preguntas radicales: ¿Dónde iría yo, si pudiera ir a alguna parte? ¿Qué sería, si yo pudiera ser algo? ¿Qué diría, si tuviera una voz? ¿Quién soy, si el otro existe? ¡Ahí es nada! Estamos ante el problema del sentido y del destino, expresado plásticamente en el caminar o en la inmovilidad y la clausura; el problema de la realización personal de quienes se ven abocados a la nada; el problema del decir, del lenguaje y de la comunicación y, finalmente, la gran cuestión de la alteridad, de la apertura al otro que me define pero que, en la imposibilidad comunicativa, me condena a la soledad. Por todo ello, el texto de Esperando a Godot proclama la inutilidad de las cosas y abunda en los temas recurrentes de la separación y el suicidio, para cifrar toda esperanza en algo que ni siquiera saben de qué se trata, porque si llega Godot «Nos habremos salvado». Aunque Godot no llega, porque no hay salvación posible.

Conviene tener alguna referencia del autor; Samuel Beckett (Dublín, 1906 – París, 1989) es una de las cimas de la creación literaria en el siglo XX. Su teatro del absurdo es una manera de ver el mundo que va más allá del teatro existencialista de posguerra que aún conserva ideas, mensajes, encarnaciones dramáticas de planteamientos filosóficos. Con Beckett, y también con Ionesco, los recursos dramáticos se ponen al servicio de una experiencia central que parte del existencialismo: el hombre es un “ser ahí” arrojado y abandonado a la existencia. No hay lógica en el mundo, y la vida está continuamente amenazada por la muerte. Somos “seres para la muerte”, había dicho Heidegger.

Esta versión está muy pegada al suelo de nuestra realidad caótica, absurda, surrealista, cruel, pero que, en vez de trágica, se puede ver como terriblemente cómica al retratar seres incapaces de poner orden en nuestros asuntos y de avanzar coherentemente. Excelente acierto, una vez más, del Teatro Zorrilla con la programación de este espectáculo tan propio para nuestro mundo y con tanta calidad teatral. Y una satisfacción para los asistentes que han llenado el patio de butacas (manteniendo las distancias por las consabidas medidas sanitarias), y que tanto se preocupan porque la cultura siga viva.

fotografías y texto: Luisa Valares

Revista Atticus