Crítica obra teatro – La isla de Juan Carlos Rubio

Sala Concha Velasco – La isla

Cada obra de teatro crea su espectador. En el caso de La isla este espectador sale decepcionado y aburrido a partes iguales después de soportar más de setenta minutos en el asiento, pensado la mayoría de las veces en las musarañas. ¡Qué decepción, Virgen Santa!

Cuando estás sentado en tu butaca y tienes la sensación de que estás perdiendo el tiempo, malo. No soy un espectador al que le interese mucho el argumento aunque agradezco que aquello sea verosímil en la medida de lo posible. 

El autor de esta obra, Juan Carlos Rubio recurre al tópico (aunque no lo parezca) y cae en lo irremediable, en lo predecible. El tópico que ya no conmueve a nada ni a nadie.  Cuando veo a sus intérpretes Gema Matarranz (Ada) y a Marta Megías (Laura) desgañitarse, gritar y llorar desconsoladamente me cuesta creer lo que están haciendo porque me suena a sobreactuación y mentira, que le vamos hacer.

Tengo la impresión que lo que más les importa es que se admire como hacen su trabajo que su trabajo en sí. ¡Mira como sufro, como lloro, que desgracia más grande la mía…! Y qué decir del lenguaje, eso sí que es maltrato de comisaria. El lenguaje  lleva siempre aparejado un poder superior a cualquier gesto, mirada o grito. Superior al de quien maneja un tanque o un bombardero.

¿Que de qué va La isla?  Pues… de lo más sagrado que hay en la vida, el derecho a saber la verdad. Que todo está supeditado a las decisiones. El que elije, des-elige. A veces no se está preparado para encontrar lo ajeno, lo que resulta misterioso en el otro, sus secretos, sus mentiras. Creemos que controlamos  y que dominamos las relaciones, pero “nanay de la China”. 

Otra cosa que me resultó llamativa de La Isla es la ausencia de silencio. Ese silencio expresivo que busca y trasmite placer, dolor y ausencia. Lo escribe muy bien Juan Mayorga cuando dice “que el silencio puede, en un escenario, representar el tiempo. En el escenario, cuando todo calla, oímos el paso del tiempo”.

Uno está acostumbrado cuando entra en la Sala Concha Velasco (LAVA) a elegir continuamente entre opciones grandes, pequeñas cotidianas y rutinarias que te alejan o te acercan al precipicio. Los intérpretes te empujan a ello. En esta ocasión no he sabido encontrar la verdad que me tocara la fibra y tenía unas ganas locas de que acabara aquello para irme a tomar una caña. Otra vez será.

Marcos Pérez

fotografías: Nacho Carretero

Revista Atticus