Pequeño homenaje a Stanley Donen

Pequeño homenaje a Stanley Donen

 

Con motivo del fallecimiento de Stanley Donen, os ofrecemos un texto de uno de nuestros incombustibles colaboradores, Carlos Ibañez, como un pequeño homenaje.

Puedes leer lo que publicamos en su momento bajo el título: el último mago.

Stanley Donen, el último mago

 

Donen, café y recuerdos

 

En el otoño de mil novecientos ochenta y nueve la vida me trajo un regalo en forma de charla con uno de esos directores de oro de una época dorada y de un género de géneros: el musical. Yo era un casi adolescente que sobrevivía como todos los chicos de barrio entre las mentiras de un futuro mejor y el intento de sortear la mili en lugar de ser un año de mi vida el sorteado. Recuerdo la mañana en la que me llamó el director de una emisora de radio para preguntarme que si sabía algo de Stanley Donen y le solté una perorata de películas de este señor como si de un mantra se tratase. Me dijo que tendría que entrevistarle, bueno, me dijo que tradujese a la periodista del área de cultura de quien se comentaba maliciosamente que dominaba otros idiomas diferentes al inglés.

 

Nueve días más tarde llegué hecho un flan al céntrico hotel y con el estómago más encogido que los rostros de los aguafuertes de Bacon. La redactora no tanto porque llevaba cinco días haciendo las mismas preguntas a tipos que no conocía de nada ni se esforzaba en conocer. Mi cabeza iba y volvía a Cantando Bajo la Lluvia, a La Escalera o a Página en Blanco. A los títulos de crédito que le diseñaba Maurice Binder, a las bandas sonoras que le escribía Henry Mancini y en las estrellas que eran, además sus amigos, Cary Grant, Deborah Kerr y mi idolatrada Audrey Hepburn. Aquí he de confesar que si conocía a Donen era a través de ella y de las tres películas en las que Donen había elegido a aquel paradigma de la elegancia y el saber hacer. Mi favorita, en aquel entonces era Charada, que era la que iban a proyectar esa noche cuando le diesen la Espiga de Oro honorífica al maestro de maestros; ahora, muchos años después, cambié de cinta y reconozco que me pierde Dos en la Carretera, todo un drama disfrazado de comedia en la que se destripa con elegante saña el matrimonio, la vida en pareja, y el compromiso de por vida que se supone que conlleva.

 

Volviendo al relato de los hechos apareció aquel hombre sexagenario que para nada aparentaba los sesenta y cinco que decía su pasaporte sino una década menos. Era flemático, distante, inteligente en su forma de observar y afilado en su manera de responder. Me tocó hacer a mí la pregunta y la que cobraba de la emisora me pasó una sandez y a mí me dio un pudor enorme traducir semejante estupidez y le dije que su cine me parecía una cruda y hermosa verdad siempre disfrazada de otra cosa. Me agradeció el cumplido. Respondió con amabilidad a por qué escondía el género de sus películas bajo la fina capa de la comedia y luego me aseguró con una sonrisa y dando una patada, de paso, a Godard y a su afirmación sobre la veracidad del cine con un no se engañe, señor, el cine es una mentira a veinticuatro fotogramas por segundo.

Después sirvieron café, zumo y unas pastas de té muy finas y todo se distendió. Ahí, terriblemente mermado por los nervios, decidí asaltar al gran Donen. Él comentaba lo bonita que le parecía la ciudad, lo histórico de sus monumentos y prácticamente se le iluminó el rostro cuando le apunté que de un pueblo cercano era el primer blanco que pisó Estados Unidos. Aquello le hizo sonreír, los prácticamente cinco lustros viviendo en territorio británico le habían vuelto impertérrito y más cuando comentó que casi todos sus amigos ya eran excelentes cadáveres. De hecho, afirmó con una frialdad que supuse, y aún hoy supongo, era pura impostación: lo peor de hacerse viejo es que hay que ir al cementerio para poder charlar con los amigos.

 

Le miré con detenimiento. Hice amago de serle cercano con una mueca que pareciese de conformidad con lo que decía. Él comentó algo sobre lo fuerte que era el café, su paladar estaría acostumbrado a los bebedizos aguados que servían en su natal América o al té inglés.

 

Luego él se retiró con una empleada del hotel y el resto nos quedamos dando cuenta de las pastitas y del resto del café, que desde luego no era nada maravilloso, pero no tan malo como insinuó el veterano director y productor.

 

De camino, largo camino, desde el hotel hasta mi ratonera en un barrio obrero, fui repasando todo lo que entendí con mi nivel de inglés y mi cara se iluminó al darme cuenta de que había entendido prácticamente todo, desde que Jules Munshin sufría de vértigo más que el policía enamorado de Kim Novak en la homónima película de Hitchcock y que siempre estaba tocando a alguien durante la escena de Un Día en Nueva York o que para Audrey Hepburn rodar en la Costa Azul mientras se estaba divorciando de Mel Ferrer fue más una bendición que un trabajo y que incluso tonteó con su compañero de rodaje Albert Finney. Era una enciclopedia, historia viva, de un Hollywood, ese Hollywood que yo adoraba entonces, nada que ver con el descrito por Norman Mailer en El Parque de los Ciervos ni siquiera con el vagón de tranvía con el que lo comparaba Kirk Douglas en su El Hijo del Trapero.

Comí y corrí al Manhattan porque ponían Lío en Río, su última producción, entonces y ahora. Y de ahí a comer un bocadillo de fritanga y seguir corriendo hasta el Calderón porque tenía una cita con el maestro. Allí nos contó que cogió una bicicleta para ir hasta un pueblo cercano cuando tenía doce años y que ponían Sombrero de Copa y que marcó su vida y que, por ese motivo, porque él se dedicó al cine gracias a Fred Astaire, nos bailó un poquito de claqué haciendo las delicias de todos los asistentes incluido el crítico de un periódico barcelonés que siempre apestaba a vinazo barato y se quedaba dormido película tras película. Aplaudimos, le aplaudimos con fervor y respeto, y contemplamos como recogía la Espiga con el político de turno dando codazos por hacerse una foto a su vera mientras se le notaba que le gustaría mucho más entregar una copa a un futbolista que cualquier cosa a aquel viejo loco que danzaba por todo el escenario…

 

… Y después Charada.

 

Ése es uno de los mejores momentos que recuerdo de la SEMINCI, y supongo que será uno de los mejores de cualquier SEMINCI, pasada y futura. No todos los días un maestro baila en homenaje a otro maestro y contempla a su vera una de sus mejores películas. Ese hombre que siendo casi un niño codirigió tres joyas con su amigo Gene Kelly, que estaba entonces casado con Betsy Blair y fue, más que quizás, quien animó cuarenta años después al gran Stanley a conocer esa España interior que tan diferente es a la de costa. En palabras de la protagonista de Calle Mayor interpretar a una mujer de provincias españolas hay que hacerlo desde el alma, aunque parezca un poco pretencioso. Y Donen sabía esto y nos regaló el alma, su alma de provinciano universal. Yo puedo decir con orgullo eso de yo estuve allí y será algo que me acompañe en mi vagar el resto de mi vida. Gracias, Mr. Donen.

Carlos Ibañez

Revista Atticus