Gregory Peck, el rostro de Atticus Finch

GREGORY PECK, EL ROSTRO DE ATTICUS FINCH

 El 5 de abril de 1916 nació Eldred Gregory Peck, en La Jolla, San Diego, California (EE. UU.). Con motivo del centenario de su nacimiento y tras la muerte de Harper Lee, Katy Villagrá Saura ha escrito este artículo para descubrirnos el rosotro de Atticus Finch. Lo hemos dividido en dos partes. En apenas unos días puedes descargar el artículo completo  que publicamos en Revista Atticus 32.

Primera parte

19 to kill
Gregory Peck «con sus hijos» en Matar un ruiseñor

 

La primera imagen que me viene a la cabeza de Gregory Peck es la del hombre sencillo, amable y honesto de Matar un ruiseñor, papel por el que obtuvo el Oscar en 1962. Creo que gran parte de su personalidad, tanto dentro como fuera de la pantalla, estaba claramente reflejada en esta película. Porque el tipo de galán al que dio vida en el cine estaba muy lejos del héroe épico más clásico: Greg, a pesar de ese halo deslumbrante que envuelve a toda estrella cinematográfica (y él lo tenía, sin duda), nos dio siempre la imagen de alguien accesible, cercano, amable, campechanote. Podía ser el amigo cariñoso en el que se podía confiar: tenía la sinceridad reflejada en el rostro.

Alto, moreno, apuesto, de ojos marrones y mirada tímida, que vencía con ese ademán tan suyo de fruncir el ceño; voz grave y profunda y sonrisa franca, Greg sería el nuevo tipo galán surgida después de la Segunda Guerra Mundial al amparo de productoras como la Fox (cuando Ty Power regresó de la contienda, se encontró con que los mejores papeles se los habían dado al nuevo ídolo). «Yo entré al cine cuando los “héroes” dejaban de existir: los Clark Gable, John Wayne y Gary Cooper ya no serían los mismos después de la Guerra; habían perdido credibilidad –explicaba Peck-. El hombre era mucho más frágil, mucho más vulnerable, y el público sentía la necesidad de ver eso reflejado en el cine»[1].

Eldred Gregory Peck nació el 5 de abril de 1916 en La Jolla, California, donde cursó estudios elementales y disfrutó del mar. Después de pasar por la Academia Militar Católica de St. John en Los Ángeles y graduarse en un instituto de San Diego, encaminó sus pasos a la medicina al mismo tiempo que disfrutaba de su afición al remo, el deporte de los solitarios y los tímidos, como solía decir Greg. Pronto abandonaría la medicina, que no era lo suyo, por la literatura y el teatro en la universidad de Berkeley. Por entonces, una lesión en la espina dorsal le libra del ejército pero le impide seguir practicando su deporte favorito. Crece su amor por las tablas (su padrastro, además había sido actor) y participa en varios montajes. Decidido a ser actor, marcha a Broadway con una carta de presentación de su padrastro. No tiene mucha suerte (ejerce de guía turístico y de charlatán de feria) y decide seguir estudiando. Su tesón le lleva a conseguir una beca de dos años para la Playhouse of Dramatics (a la vez, trabaja como modelo de catálogo de ropa para poder mantenerse) y poco después, entra en la prestigiosa compañía del Barter Theatre de Abingdon, donde conocería a su futura esposa, la noruega Greta Konen Rice. De este matrimonio, en 1942, nacerían sus hijos Jonathan, Stephen y Carey. Entretanto, ya había recibido ofertas de Hollywood: llegó a hacer una prueba con David O’Selznick, quien lo rechazó diciendo: «Se parece a Abrahan Lincoln. No conseguiremos nada de él». Irónicamente, cuando Greg era una de sus estrellas, gritaría a los cuatro vientos que el actor era un descubrimiento de la casa.

Gregory Peck en la película Las llaves del reino, 1944
Gregory Peck en la película Las llaves del reino, 1944

Aunque, al principio era reacio a trabajar en el celuloide («Soy un actor teatral y quiero continuar siéndolo», alegaba), el poder disuasorio de un cazatalentos de Hollywood, el guionista y productor Casey Robinson, y un sueldo seguro nada desdeñable, le hace cambiar de opinión. Eso sí; conservando su independencia, sin tener que atarse a ningún estudio en concreto. Debuta en el cine de la mano de Jacques Tourneur con Días de gloria en 1944. La película, producida por la RKO, fue un fracaso que sólo sirvió para introducir al actor en Hollywood. Las llaves del reino (The Keys of the Kingdom, 1944), de John M. Stahl, basada en la famosa novela de Cronin, producida por la Fox, sin embargo, le supondría un rotundo éxito y su primera candidatura. «En las llaves del reino, veo a un joven delgado y sincero que, sin duda se entrega en cuerpo y alma en cada escena –comentaría Peck -. Pero la sinceridad no es suficiente: hay que tener algo más… creo que salí del paso»[2]. Su siguiente película, El valle del destino (The Valley of Decision, 1945), de Tay Garnett, un melodrama romántico lo consagró como galán de la posguerra. Peck se vio acompañado de estrellas de la talla de Creer Garson, Lionel Barrymore, Donald Crisp, Preston Foster o Gladys Cooper, con la había trabajado en una de su giras teatrales de juventud.

Fotograma de Recuerda, 1945, con Ingrid Bergman
Fotograma de Recuerda, 1945, con Ingrid Bergman

Al año siguiente forma pareja con una maravillosa Ingrid Bergman en Recuerda (Spellbound, 1945), fascinante película de Alfred Hitchcock. Producida por David O’Selznick, el filme es una espléndida recreación del universo freudiano, tan en boga en los años cuarenta, que contaba con una sugerente partitura de Mirlos Rozsa, que ganaría el Oscar por esta composición, y unos oníricos decorados (telón de ojos con pestañas; cara vendada a lo Magritte; gigantescas tijeras, cortando los ojos dibujados en la tela, etc.) de nuestro Salvador Dalí, que ilustraban de manera surrealista el sueño de su amnésico protagonista, Gregory Peck, del que Alfred supo sacar su lado más ambiguo y turbador. Recordemos la escena en la que un perdido Peck sostiene en su mano una navaja de barbero y se dirige sonámbulo, con gesto aparentemente amenazador, hacia Ingrid Bergman. La película tuvo un enorme éxito en taquilla y la cotización del actor subió como la espuma. Y si hacemos caso a Selznick[3], los suspiros de las espectadoras formaban parte de la banda sonora en cada  proyección.

Con el mítico western Duelo al sol (Duel in the Sun, 1947), Gregory Peck conseguiría el estrellato definitivo. Si Alfred Hitchcock nos hizo dudar de las buenas intenciones de su protagonista, el todopoderoso David O’Selznick (magnífico productor, artífice del éxito de Lo que el viento se llevó) no se anduvo con rodeos. «A Selznick -decía Peck- le gustó la idea de hacerme pasar del sacerdote santo de Las llaves del reino al violador, asesino embustero, ruin pero simpático de Duelo al sol»[4]. Mezcla de western y melodrama, esta gran película de O’Selznick, que rescribió el guión y fue responsable de su resultado final[5] (King Vidor firma la película pero en su rodaje hubo varios directores como William Dieterle o Joseph Von Sternberg), no fue bien acogida por la crítica (la Academia sólo prestó atención a sus dos actrices, Jennifer Jones y Lilliam Gish). Sin embargo, el público abarrotó las salas. «Hay que reconocer que al público –opinaba Peck de su cometido en el filme- le gustan los personajes como el que encarné en Duelo al sol, porque les da una cierta satisfacción morbosa. Y en cierta forma, no son difíciles de interpretar […] De hecho, a mí no me resultó muy difícil desarrollar el papel porque copié un montón de ademanes y de tics de un primo mío bastante singular. Era una especie de diablo con las mujeres». Sea como fuere, Greg estuvo soberbio como el canalla Lewt McCanles y formó junto a Jennifer Jones (la bellísima y sensual Perla Chávez) una de las parejas más inolvidables de la historia del cine. En nuestra retina quedará siempre la antológica secuencia final en la que Perla, herida de muerte, se arrastra ensangrentada al encuentro de su amado Lewt y se funden en un apasionado, casi violento, beso antes de morir. O’Selznick, valiente como pocos, desafió al Código Hays, a las autoridades eclesiásticas y a la Legión de la Decencia (en España, como no podía ser menos, hizo lo propio, privándonos de varios fotogramas. No sería la única película de Jennifer Jones «mutilada», por cierto) y nos regaló un «western abrasador», una obra maestra de amor fou, de pasiones desbordadas, de exceso y sensualidad, epígono, en algunos aspectos, de los mejores momentos del cine mudo (la escena de la muerte de Lilliam Gish, actriz fetiche de Griffith)[6].

Fotograma de Duelo al sol, 1947
Fotograma de Duelo al sol, 1947

A Duelo al sol, le siguieron Pasión en la selva (The Macomber Affair, 1947), del realizador inglés Zoltan Korda y la oscarizada La barrera invisible (Gentleman’s Agreement, 1947), de Elia Kazan. Esta última supondría su tercera candidatura a los Oscar (la segunda la obtuvo por su papel en la bucólica y sensible El despertar, de Clarence Brown). En ella, interpreta a un periodista que se hace pasar por judío para escribir un artículo sobre antisemitismo. En cuanto a Pasión en la selva, basada en un relato de Ernesto Hemingway, La corta y feliz vida de Francis Macomber, su adaptación fílmica no llegó ni mucho menos a la categoría artística de su modelo, a pesar del buen hacer de su director y de sus actores, Joan bennet, musa de Fritz Lang y el recordado Robert Preston, memorable en Beau geste y Policía montada del Canadá. «Fue lo mejor que pudimos hacer, pero, por supuesto, los últimos minutos arruinan la película»[7], reconoció el propio Peck, refiriéndose, claro está al famoso Código, que impuso «suavizar» el guión.

A pesar de los éxitos cosechados, Greg añora las tablas y decide fundar una compañía teatral en su pueblo natal a la que se suman amigos como Jennifer Jones y Joseph Cotten. Allí representaron con éxito Angel Street, más conocida como Luz de gas en su versión fílmica. De vuelta a los platós protagoniza El proceso Paradine (The Paradine Case, 1948), de A. Hitchcock, un inquietante melodrama judicial con una pérfida, cruel y gélida Alida Valli (Hitchcock no le dejó mover un músculo) y un emotivo Louis Jourdan; El gran pecador (The Great Sinner, 1949), de Robert Siodmak, entretenida y libre adaptación de El jugador, de Dostoievski; Almas en la hoguera (1949), de Henry King, cuyo trabajo mereció que la crítica neoyorquina lo citara como mejor actor del año, y dos excelentes filmes de género: Cielo amarillo (Yellow Sky, 1948), de William A. Wellman y El pistolero (The Gunfithter, 1950), su segundo trabajo con H. King. Ambas estarán entre las películas favoritas del actor.

Gregory Peck con Anne Baxter en Cielo amarillo, 1948
Gregory Peck con Anne Baxter en
Cielo amarillo, 1948

En Cielo amarillo, Peck interpreta el papel de un forajido, jefe de una banda de salteadores de bancos, que decide volver «al buen camino» cuando se enamora de una bonita muchacha que cuida, escopeta en mano, de su abuelo. Interpretada por una Anne Baxter, más natural y espontánea que en otras ocasiones (dos años antes había ganado el Oscar por su desgarrada interpretación en Al filo de la navaja), un elegante y cínico villano, Richard Widmark y unos eficaces secundarios, este modesto western se benefició de la sabia dirección de Wellman y del soberbio guión del escritor y productor Lamar Trotti, lleno de ironía y sentido del humor (en 1949, recibió el premio al western mejor escrito de la Asociación de Escritores de América). El poder evocador de sus imágenes y la originalidad de su puesta en escena (alejando la cámara del centro de atención para crear suspense; dejando la narración en un fuera de campo más sugerente)  hacen de este sencillo e íntimo western una pequeña joya que ha ido valorándose con el paso de los años.

El pistolero se inscribe en la línea del llamado «western adulto» o «western noble», también denominado «western psicológico», más maduro e intelectualizado, que huía de la grandiosidad épica y del mito del salvaje Oeste. La realidad no era tan idílica como nos habían contado: los héroes que habían forjado un gran país, a menudo, se habían caído del caballo y embadurnado de fango. Y era preciso reflexionar sobre ello. A Peck le gustó el guion en cuanto lo leyó y confió plenamente en su director, Henry King, con quien mantendría una estrecha amistad. Para la ocasión. Lució, por sugerencia de King, un bigote nada favorecedor, para parecerse más al personaje que interpretaba, el desafortunado y legendario Jimmy Ringo. Nos imaginamos la cara de susto que pondría Zanuck, el productor de la Fox, al ver ese bigote decimonónico en la cara de uno de sus galanes más guapos. El proyecto, sin embargo, salió adelante. Henry King no hizo concesiones al melodrama ni al sentimentalismo; buscó el realismo, la sobriedad y la contención. Y puso el foco de atención, no en la acción sino en los personajes de la narración, extraordinarios en sus respectivos roles (en especial, Kart Malden y Millard Mitchell). Hay un lirismo trágico en el personaje del pistolero en el western (recordemos Raíces profundas) y King supo sacarle todo el jugo desde su lado más naturalista y objetivo. Ringo, un jinete solitario, cabalga en busca de una vida normal, alejada de una triste fama que le otorga el falso honor de ser el primero en desenfundar un revólver. La libertad que buscaba en su juventud se ha convertido en una maldición: siempre habrá un fanfarrón que quiera medirse con él y que disfrute desafiándole. Y ya, desde la primera escena, King nos lo muestra desde una mesa de póquer. «¿Sabéis quién es? ¡Es Jimmy Ringo!», comenta uno de los jugadores. El estilo parco, austero, de Henry King sólo se permite un rasgo de humor con las viejas señoras de negro, guardianas de la moral, el orden y la decencia; y un mínimo de ternura en el encuentro de Ringo con su mujer e hijo. El guion, firmado, entre otros, por el exquisito André de Toth; su inteligente puesta en escena, y el meditado y excelente trabajo de Peck, en la piel de Jimmy Ringo, un personaje adusto, áspero, amargado, pendiente a cada minuto de un reloj (este aspecto nos remite a Solo ante el peligro), no fueron premiados por el público.

(continuará)

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[1] García Jerez, Silvia, Gregory Peck, el gran liberal de Hollywood, Madrid, Capitel, 2003, p.26. Estas y otras declaraciones de Peck las encontramos en este libro, que contiene un exhaustivo trabajo sobre la filmografía del actor, al que añade algunas suculentas anécdotas de rodaje.

[2] Ibídem, p.24

[3] «No conseguimos que el público se quedara callado…hasta que, mediante siseos, logramos que las señoras presentes dejasen de suspirar, de decir “Oh” y “Ah” y de lanzar murmullos de admiración», cuenta Selznick del pase previo que se hizo antes de su estreno.

[4] Gasca, Luis, Las Estrellas, II, p. 190.

[5] Vid. mi artículo sobre Jennifer Jones en Gaceta Cultural del Ateneo de Valladolid, n55, julio de 2010, pp. 26-29. Selznick acentuó los aspectos más sensuales y violentos de la novela y se atrevió incluso a cambiar el final de la misma (en la novela de Niven Bush, Perla no muere y se casa con Jesse).

[6] Vid. Müller, Jürgen, El cine de los 40, Madrid, Taschen, 2005, pp. 308-312. «Si alguien ve la película y no puede soportarla o se aburre… que haga lo que quiera en la vida o que no vuelva al cine» (Die Zeit). Dejando a un lado la contundencia de la afirmación, lo que está claro es que Duelo al sol es cine en estado puro de principio a fin.

[7] García Jérez, Silvia, op.cit., p. 45.

Katy Villagrá Saura

Revista Atticus

 

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