Crítica película El hijo de Sául de László Nemes

El hijo de Saúl
Reabre el debate de la idoneidad del uso de imágenes en la representación del Holocausto

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Título original: Saul fia (Son of Saul)
Director: László Nemes
Reparto: Géza Röhrig, Levente Molnár, Urs Rechn, Sándor Zsótér, Todd Charmont, Björn Freiberg, Uwe Lauer, Attila Fritz, Kamil Dobrowolski, Christian Harting
Año: 2015
Duración: 107 min.
País: Hungría
Guion: László Nemes, Clara Royer
Música: László Melis
Fotografía: Mátyás Erdély
Productora: Laokoon Filmgroup
Género: Drama | Holocausto. II Guerra Mundial. Drama carcelario

Sinopsis
Auschwitz, 1944. Saúl Auslander es un prisionero húngaro que trabaja en uno de los hornos crematorios de Auschwitz. Es obligado a quemar todos los cadáveres de los habitantes de su propio pueblo pero, haciendo uso de su moral, trata de salvar de las llamas el cuerpo de un joven muchacho a quien él cree su hijo y buscar un rabino para poder enterrarlo decentemente. Saúl se aleja de los supervivientes y sus planes de rebelión para salvar los restos de un hijo de quien nunca se ocupó cuando aún estaba vivo.

Comentario
La película El hijo de Saúl viene precedida por su fama antes del estreno. Esto, simplemente, te crea unas expectativas. Tras su visionado tienes que analizar si las cumple. En mi caso, me defraudó. Tanta alabanza, tanta película del año… que el soufflé se desinfló. Desde su pase en el festival de Cannes se han escrito centenares de páginas sobre El hijo de Saúl.

Vaya por delante que no soy un entendido en nada, y menos en esto del cine. Solo un simple entusiasta y estudioso que trata de aprender. Si gran parte de la crítica bendice esta película es que hay algo que se me ha escapado. Así que me puse a leer largo y tendido. Y ahora, trataré de hacer mi comentario.

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El hijo de Saúl narra las desventuras de Saúl Ausländer (Géza Röhrig), un miembro de los sonderkommandos que deambula por el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau ejerciendo las tareas como si fuera un guardia dentro de las vallas. Su misión es la conducción de los presos hasta la cámara de gas, despojarles de sus pertenencias, deshacerse de los cuerpos y limpiar (con pulsión enfermiza) la estancia para la próxima ejecución. En su ir y venir, Saúl se hace cargo del cuerpo de un pequeño adolescente al que señala como un hijo suyo. Desde el momento de su muerte tratará de que sea enterrado con la mayor dignidad posible, siguiendo el rito judío, poniendo en peligro su propia seguridad y la de sus compañeros. Este grupo anda más preocupado por su inminente futuro -corre el rumor de que ellos serán los próximos en ir al cadalso-. Mientras Saúl busca a un rabino, sus compañeros le increpan que esté más preocupado de un niño muerto que de la salvación de sus compatriotas. Tienen un plan de fuga que ahora ven peligrar por la actitud incomprensible de Saúl.

Dice Primo Levi que «el crimen más demoníaco del nazismo fue la creación de los sonderkommandos». Los sonderkommandos eran unas cuadrillas de presos, judíos, obligados a conducir a otros presos hasta las cámaras de gas. Ellos eran los encargados de «tranquilizarlos» mientras les invitaban a que se fueron desnudando para «la ducha», revisar todas sus pertenecías para quedarse con lo más valioso y, por último, deshacerse de los cuerpos. Una idea maquiavélica. Que tus propios compatriotas sean los encargados de empujarte hasta la muerte con la falsa idea de que tal vez ellos se libren de la misma, es de lo más abyecto y execrable que la mente humana pueda imaginar. Los miembros del comando tenían el dilema moral de empujarlos a la muerte o eran ellos son los que morían. Y esto lo concibieron Hitler y sus secuaces casi como una diversión.

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La interpretación de Géza Röhrig, en uno de sus primeros papeles, es sencillamente magistral. Va y viene de aquí para allá, errático, casi golpeado constantemente, empujado, se mete entre las personas como una rata, mientras le vemos como sufre con ese tormento interior por tratar de agarrarse a algo que le proporcione frescura entre tanta desolación. Al omitir su director los detalles más escabrosos, su rostro es el encargado de transmitirnos todo el horror que le rodea. Y lo consigue, vaya si lo consigue.

El tema del Holocausto ha sido tratado en multitud de películas y el argumento de Nemes no difiere de otros muchos títulos. Lo que destaca en la ópera prima del director húngaro es su aspecto formal que intensifica lo que estamos viendo como lo que está sucediendo fuera de campo. Son apenas ochenta planos secuencias, largos, rodados con un objetivo de 40 mm. El resultado se nos muestra en una pantalla casi cuadrada al utilizar un formato «novedoso» con una relación de 1.33 a 1, limitando lo que ve el espectador para centrarse casi exclusivamente en su protagonista. Si en uno de mis anteriores comentarios (Los odiosos ocho) aludía al rodaje en esa reliquia de formato panorámico, aquí sucede todo lo contario. El director ha elegido ese formato para provocarnos una sensación de agobio, de estrechez y que así podamos fijarnos casi exclusivamente en la figura del protagonista. A esto le añadimos que muchos de los planos están rodados con cámara al hombro (movimiento constante de vaivén) y situada detrás del protagonista. Con lo cual, parece que seamos uno más de su grupo. Es decir, abandona la visión por medio de los ojos del actor principal, para situarnos por detrás de él. Muchas de las cosas que suceden, suceden fuera de foco, fuera de cámara y otras están desenfocadas. Vemos pasar cadáveres, arrastrados por prisioneros, pero muchas veces sin distinguir si es hombre o mujer. Pero sobre todo, oímos la barbarie, oímos los gritos de dolor de desesperación de los prisioneros al enterarse que no es una ducha donde están, que no es agua lo que sale por los difusores. Todo esto es un gran recurso para provocar en nosotros la agitación. Esa incomodidad dista mucho de la empatía. No sé si me expreso bien. Quiero decir, que no me conmovió, no sentí el horror que por ejemplo pude sentir en una película con El club (Pablo Larraín, 2015). O incluso esa otra que te invita a la reflexión desde la comicidad como fue La vida es bella (Roberto Benigni, 1997). Las escenas me sitúan en un laberíntico corredor del infierno, incluso al director no se le han olvidado las escenas con caldera de carbón incluida. Son las cavernas del Averno, los pasillos del inframundo de esa creación tan infame que fueron los campos de extermino. Me situaban allí, pero algo faltaba para que el vello se erizara o el estómago se contrajera. Faltaba que empatizara con lo que estaba viendo. No sé expresarlo de otra manera. Si en Spotlight (Tom McCarthy, 2015) te revuelves en la butaca y no ves una maldita imagen sobre el abuso de a menores, aquí intuyes, oyes y ves horror, pero me falta hacerlo mío. Hoy, tras decenas de años, no se me han olvidado aquellas secuencias en las que los indios se cebaban con las víctimas y al ir a entrar un familiar en la casa, había alguien que le impedía el paso para evitar ver esas imágenes que a nosotros también se nos escatimaban. Esa no visión de lo que allí sucedió tenía más poder que la propia imagen en sí. Eso lo eché en falta en El hijo de Saúl. Tal vez el director nos está enseñando mucho sin mostrarnos nada.

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Reconozco que todas las cuestiones técnicas son de un gran mérito. Seguramente ahora veremos a diferentes directores jugar con el formato de la pantalla (ya sucedió algo parecido con la vuelta al uso del cine en blanco y negro con la premiada The Artist -Michel Hazanavicius, 2011- y «nuestra» Blancanieves -Pablo Berger, 2012-). Y habrá que tener muy en cuenta los siguientes proyectos de Nemes, un cineasta, 39 años, que había obtenido buenos premios con un corto en el que ya estaba la idea original de su ópera prima y que había trabajado como ayudante de dirección con Belá Tarr.

El hijo de Saúl no fue seleccionada para el festival de Berlín (qué oportunidad pérdida, de haber sido precisamente allí en suelo alemán su presentación) y se presentó en el festival de Cannes. Obtuvo el prestigioso premio FIPRESCI, pero se tuvo que «conformar» con el Premio del Jurado, el segundo escalafón detrás de la Palma de Oro que se llevó Dheepan de Jacques Audiard. Eso sí, moralmente fue la vencedora al ser reconocido públicamente su trabajo por los hermanos Coen, presidentes del jurado.

A la hora de valorar la cinta, hay una cuestión ajena a El hijo de Saúl. Pero esa cuestión también es inherente a la película. Y sobre la que, en estos días sobre todo, se han vertido ríos de tinta. Me refiero a la idoneidad de reproducir imágenes del Holocausto para referirse a esta gran matanza. Una de las voces más autorizadas sobre la barbarie nazi fue Primo Levi (1919-1987). Escribió un relato que es el testimonio capital. Se trata de Si esto es un hombre, un relato escrito entre diciembre de 1945 y enero de 1947 sobre su propia experiencia, sobre la vida cotidiana que le tocó vivir en el campo de exterminio de Auschwitz. Allí fue deportado por su ascendencia judía. En él recurre frecuentemente a citas y pasajes de La Divina Comedia de Dante para equipararlos con los horrores vividos por la deshumanización con que fueron tratados en Auschwitz.

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Uno de los primeros que realizaron un documental sobre la Shoah (-literalmente la catástrofe- término hebreo utilizado para referirse al Holocausto) fue Alain Resnais (1922-2014) en 1955 con su película Noche y niebla. Este cineasta francés, una de las principales figuras de la Nouvelle vague que revolucionó el montaje y la fotografía, realizó una película documental a partir del material gráfico incautado al ejército nazi. Su trabajo repasó con ironía y crudeza pero no exenta de una gran delicadeza la maquinaría de exterminio del Tercer Reich.

El filósofo alemán, de origen judío, Theodor Adorno manifestó con su célebre frase: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Su pensamiento contiene una crítica a que después de un genocidio de tal magnitud el hombre sea capaz de olvidar para llegar a conocer de nuevo la belleza.

El cineasta Claude Lanzmann se había opuesto a hacer ficción del Holocausto. Realizó un documental de casi diez horas de duración que lleva por título Shoah (1985). En él recogía decenas de testimonios de víctimas y verdugos a modo de falsa entrevista. Lanzmann ha criticado toda obra ficcionada que tuviera como tema el Holocausto. Considera la ficción como una transgresión. No le gustó nada el tratamiento que hace Steven Spielberg con La lista de Schlinder (1993). Ahora parece que ha dado la «bendición» a la entrega de Nemes.

Hay un hecho fundamental y que también se recoge en la película El hijo de Saúl. Se trata de la toma de imágenes por parte del miembros del Sonderkommandos, esos presos que cumplirán tareas de control y recogida de todas las prendas y enseres que llevaban los presos hasta el momento en que se desnudan para entran en las cámaras de gas. De manera clandestina y casi cuando estaban a punto de huir del Auschwitz, porque sabían que les había llegado su hora, un prisionero, Alex, tomó unas instantáneas para testimoniar lo que allí estaba sucediendo. Esto se recoge muy bien en el libro Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto de Georges Didi-Huberman. Uno de los ensayos clave para entender todo lo que rodea a la conveniencia de reproducir fotografías que testimonian lo que allí sucedió, como si hiciera falta una imagen para refrendar los actos tan execrables. Didi-Huberman vindica el poder del arte para construir un pasado y una memoria, un ensayo en el que defiende la importancia de la fotografía frente a aquellos que manifiestan que no es necesario el uso de imágenes como prueba de algo que no necesita ser probado.

El propio Georges Didi-Huberman, en agosto de 2015, dirige una carta a László Nemes que lleva por título «Salir de la oscuridad». Comienza diciendo al director: «El hijo de Saúl, es un monstruo. Un monstruo necesario, coherente, benéfico, inocente. El resultado de una apuesta estética y narrativa extraordinariamente arriesgada». (La carta está publicada íntegra en la Revista Caimán Cuaderno de cine, número 45, Enero 2016, puedes leer el comienzo en el enlace.

László Nemes, director de El hijo de Saúl
László Nemes, director de El hijo de Saúl

En esa extensa carta al director húngaro, considera que esas cuatro fotografías tomadas de forma clandestina, suponen «un depósito en el que la sombra y la luz, el negro y el blanco, lo definido y lo difuso, son testimonio directo de una situación de la que esas imágenes aparecen como «las supervivientes». Y, por último, considera que es mucho más difícil representar un infierno que ha existido que un infierno imaginario.

En resumidas cuentas, László Nemes no tenía fácil acometer el tema del Holocausto. Un tema que ha sido llevado al cine en multitud de ocasiones. Siempre iba a tener sobre su cabeza si mostrar demasiado podía ser considerado como una frivolidad o, por el contrario, mostrar poco podía ser sinónimo de menospreciar lo que allí sucedió. Ahí radica, también, la grandeza del cine: el suscitar un encendido debate.

El hijo de Saúl, en definitiva, es una película sobrecogedora, claustrofóbica que tiene su mejor baza en los aspectos técnicos (sonido angustioso, cámara agilísima y una limitada profundidad de campo, junto con la presentación en el formato casi cuadrado). Una película que nos plantea, de nuevo, la idoneidad de la reproducción de imágenes para describir el horror con una puesta de escena muy distinta a la habitual. Incómoda, sin concesiones, dura, que no es fácil de ver, pero que resulta necesaria. El hijo de Saúl nos habla del Holocausto, pero también y, sobre todo, de la condición humana. Justo cuando ahora se cumplen 70 años de la liberación del campo de Auschwitz, László Nemes quiere que no se olvide lo que allí sucedió, que no fue otra cosa que el aniquilamiento, planificado y sistemático, de cerca de un millón de judíos a manos de las tropas alemanas.

Os dejo un tráiler:

Luisjo Cuadrado

Revista Atticus

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