Relato: Las brujas

Las brujas relato por Martina Trenza

De niña solía ver desde la tronera del desván los vuelos de las brujas. En las noches sin luna pasaban rápidas simulando alas de murciélago y a veces parecían competir entre ellas. Procurando no hacer ruido, arrimaba un viejo arcón contra la pared para poder alcanzar el ventanuco y me apoyaba en el hueco con los pies colgando mientras las observaba sobre su escoba. De madrugada las tres brujas se esfumaban. Entonces yo regresaba de puntillas a la cama. El ama no me despertaba hasta bien entrada la mañana. Las brujas ejercían en mí una mezcla de fascinación y miedo. El misterio que las envolvía, sus raudos vuelos nocturnos y su oscurantismo me intrigaban. Pero lo que escuchaba decir a la gente me causaba pavor: secuestraban niños, los mataban y se comían su corazón. Preparaban pócimas que doblegaban la voluntad de las doncellas para entregarlas al demonio, leían el futuro en las entrañas de las aves y conjuraban al diablo en misas negras. El ama siempre regañaba a las criadas si las sorprendía relatando historias sobre las brujas y reprendía a los chiquillos que trataban de asustarme con cuentos de terror. Pretendía protegerme a toda costa y en alguna ocasión la escuché murmurar algo acerca de un tribunal, un auto de fe y ciertos hechos terribles que habían ocurrido años atrás.

Era la pequeña de siete hermanos, cuatro mujeres y tres varones, y en el palacio apenas reparaban en mi presencia. Mi padre y mi hermano mayor eran caballeros al servicio del rey y llevaban meses en la guerra. Mis hermanas solían quedarse en casa bordando o tocando la cítara. A mí me gustaba acompañar al ama a comprar telas porque así podía salir del palacio y conocer a la gente de la villa, a los comerciantes, a las mujeres que iban a por agua a las fuentes, a los labradores que vendían en el mercado, a los niños que jugaban en las calles. El ama y yo sabíamos tácitamente que no podíamos contar que la acompañaba en sus paseos, so pena que mi madre en encerrara en casa para siempre. La seducción por todo lo que me vetaban también hizo que cuando mi hermano recibía clases de latín, me escondiera tras las cortinas para poder escuchar al maestro. Una vez que acababa la clase, me escabullía para acompañar al ama. En casa, las mujeres preparaban el ajuar de Marilia, la hermana que me precedía, de catorce años. Ella no conocía a su prometido. Yo aún no había aprendido a bordar. Desde el vano de la puerta veía los pálidos ojos de mi hermana sobre el bastidor, y mis pupilas se detenían en su color aguamarina y en su silencio roto por los frecuentes suspiros sin destinatario. Ver a mi hermana de ese modo me causaba casi más pavor que las historias que se contaban de las tres brujas. Oculta bajo una mesa, tras los cortinajes, en la despensa o en las cuadras, escuchaba las conversaciones de las criadas y sus risas cuando se referían a los encuentros matrimoniales, los espantos que relataban sobre las parturientas, sobre la soledad de las esposas, la abnegación que les hacía marchitarse repentinamente como una flor cortada por el anular, la carga que deja una viudez sin recursos y el consuelo del retiro a un convento. Por las noches subía a escondidas al desván y el viento revolvía mis cabellos con la misma fuerza que impulsaba las escobas. Así me sentía libre.

—Cuando acabemos con Marilia, tú serás la siguiente, Amaranta —dijo madre una tarde levantando los ojos de la costura.

No quería bordar mi ajuar, ni envejecer prematuramente como una flor arrancada, ni enclaustrarme en un palacio, ni someterme a la voluntad de un esposo y tener que permanecer en el lecho conyugal sin poder aspirar las ráfagas frías que elevaban los vuelos de las brujas. Quería ser como el ama, que podía salir a comprar al mercado y hablar con la gente humilde sin miedo, sin pudor, que conocía los remedios para los males del cuerpo y el alma, que visitaba a los viejos en el lecho de muerte y asistía partos. Ese era uno de nuestros secretos. No podía contar a nadie que el ama me llevaba a visitar a las mujeres en estado y que, aunque aún era demasiado pequeña, ya había presenciado varios alumbramientos. A veces, después de comprar telas para confeccionar vendas, salíamos de la villa y nos acercábamos al monte a por amapolas, a por dedales y setas. En el desván el ama hacía tablillas para inmovilizar los huesos rotos, los escondía bajo el manto y se los llevaba a los albañiles que construían el puente.

Una tarde leía en el desván uno de los polvorientos libros olvidados allí y trataba de entender el significado de las ilustraciones circulares de color cian y las palabras en latín. La curiosidad por ese libro había sido la que me condujo una noche al desván, cuando descubrí por vez primera a las brujas volando en lontananza. Sentía que ese era el motivo por el que quería permanecer en aquel palacio, por poder leer aquellos libros, esconderme para escuchar al maestro y ver los vuelos de las brujas. Pero algo interrumpió mi calma. Comenzamos a oír gritos. La villa entera se reunió en la plaza. Habían capturado a las brujas. Desde la tronera se podía ver la ladera a las afueras de la villa en la que estaban instalando tres postes clavados sobre un lecho de leña. Me asomé y contemplé la confusión que se había creado, el griterío, las blasfemias, el ajetreo de la gente. Esa noche quemarían a las brujas. El ama me sorprendió subida a la ventana, me cogió por los brazos y aunque chillé y traté de zafarme me encerró en el dormitorio. A la mañana siguiente escuché que la cerradura se abría. Salí corriendo hacia el desván. La colina aún flotaba en un humo hediondo y las pavesas ensombrecían el cielo. La pestilencia de la carne quemada se fue suavizando por una llovizna fina y constante. La tierra era una nube cenicienta. En el palacio, las conversaciones tomaron otro rumbo; se volvía a hablar de las brujas, de sus coqueteos demoniacos, sus peligros, de la justicia. Habían sido acusadas de matar a sus hijos en un sacrificio diabólico. Cuando el humo de las hogueras se disipó pude comprobar que uno de los tres haces de leña seguía intacto. ¿Dónde estaba la tercera bruja que acompañaba a las otras dos en sus vuelos nocturnos?

Pasó el tiempo y no volví a ver las acrobacias de las brujas, desaparecieron las competiciones de carreras de escobas y las noches se tornaron polvorientas, como una asfixiante nube cobriza, sin rastro de alas batientes.

Pasó el tiempo, mi padre y mi hermano regresaron de la guerra y mi hermana se casó. En las calles se incrementaba el temor por las brujas, por la herejía, por las contiendas, por la pobreza. Escuché a los criados decir que los aldeanos temían que aquella ejecución de las mujeres diera lugar a un nuevo proceso como el que había llevado a cabo el tribunal de Logroño pocos años antes. Mi cuerpo crecía en los vestidos rígidos, en el palacio frío. Y el ama dejó de llevarme con ella en sus paseos y visitas. El regreso de mi padre aumentó mi control y ya no fue fácil pasar desapercibida. Echaba de menos recorrer los senderos con el ama, sacar a hurtadillas las tablas para los lisiados, confeccionar las vendas, buscar las plantas para los ungüentos y visitar a las puérperas. Leía los libros olvidados y prohibidos del desván y seguía a escondidas las clases de latín de mi hermano, siempre temerosa de ser sorprendida, de confesar mi deseo de estudiar como él. También echaba de menos las dos pálidas aguamarinas de mi hermana sobre una flor bordada carmesí. Dos lágrimas puras y tristes que no solo se apagaron en mis recuerdos. Mi hermana murió al poco de dar a luz una criatura.

Pasó el tiempo y llegó mi turno. Era hora de elegir los bordados y las telas de mi ajuar. El día que mi madre me lo anunció corrí al dormitorio a llorar. Sentí de pronto como si quemaran mis ojos en una hoguera para volverlos tan pálidos como los de Marilia, cegados por un fuego cruel y absurdo. Vislumbré dos charcos de agua prendidos de mis pestañas a punto de rebosar; dos charcos que se quedarían fijos sobre alguna amapola bordada, sin vida, sin risa, sin savia. Dos charcos que serían agua estancada. Apenas hablaba y comía, permanecí muda y ojerosa durante semanas. El ama me observaba y guardaba silencio; había dejado de preocuparse por mí. ¿Dónde habían quedado las noches de vuelos de escobas, las contradictorias emociones de espanto y asombro por aquellas enigmáticas mujeres que volaban y se ocultaban en cuevas? ¿Dónde los paseos con el ama y sus enseñanzas sobre los reumas y las fiebres? Una noche, abatida, regresé al desván. Miré el añil vacío, sin corrientes de aire ni vuelos iniciáticos. Las estrellas seguían guiñando sus ojos, como si el firmamento fuera imperturbable y lo único mutable estuviera aquí abajo. Incliné mi cuerpo por la tronera. Hubiera sido tan fácil dejarse caer. Oí la puerta a mi espalda. Bajé por el arcón y pisé el suelo. La sombra del ama dio un paso al frente y entró al desván. Me tendió la escoba que llevaba en la mano y me dijo:

—Es hora de elevar el vuelo.

Es hora de cambiar el mundo. A todos aquellos que contribuyeron a cambiar el mundo para hacerlo mejor, aunque por ello fueran acusados de brujería, herejía o locura.

Reseña histórica

Las brujas fue uno de los seis lienzos perteneciente a la serie Asuntos de brujas que los Duques de Osuna encargaron a Francisco de Goya en 1798 para su palacio del Capricho a las afueras de Madrid. En 1928 fue adquirido por José Lázaro y actualmente se encuentra en el Museo Lázaro Galdiano. Francisco de Goya desarrolló ampliamente el tema de la brujería a lo largo de su obra y su visión satírica recibió diversas influencias. Entre ellas, su relación con el grupo de ilustrados de la corte, el hecho de que fuera denunciado a la Inquisición y su amistad con Leandro Fernández de Moratín, quien publicó en 1811 una edición crítica del proceso de las brujas de Zugarramurdi, uno de los casos más famosos de brujería de España que fue llevado por el tribunal de la Inquisición española de Logroño en 1610.

Esta publicación sobre Las brujas esta publicado en Revista Atticus 38

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