Crítica película El club de Pablo Larraín

Crítica película El club de Pablo Larraín

Hombres sin piedad

Cartel El Club trz.aiFicha
Director: Pablo Larraín.
Intérpretes: Alfredo Castro, Padre Vidal, Roberto Farías, Sandokan, Antonia Zegers, Madre Mónica, Jaime Vadell, Padre Silva, Alejandro Goic, Padre Ortega, Alejandro Sieveking, Padre Ramírez, Marcelo Alonso, Padre García, José Soza, Padre Lazcano, Francisco Reyes, Padre Alfonso.
Productor: Juan de Dios Larraín
Guión: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos, Pablo Larraín.
Director de fotografía: Sergio Armstrong.
Año: 2015. Duración: 97 minutos. País: Chile.
Productora: Fábula. Idioma: Español

Sinopsis
Cuatro hombres viven juntos en una casa aislada de un pequeño pueblo costero. Les han enviado a este lugar para que expíen los pecados que han cometido en el pasado. Viven sometidos a una disciplina férrea bajo la atenta mirada de una vigilante. Pero la frágil estabilidad de su rutina se ve interrumpida por la llegada de un quinto hombre que acaba de caer en desgracia y que trae consigo un pasado que creían haber dejado atrás.

Comentario
El club de Pablo Larraín es una película que su visión puede resultar un tanto incómoda. Una de las grandes virtudes que tiene el cine es que gracias al poder de la imagen nos puede llegar a transmitir una serie de sentimientos llegando a empatizar con el espectador. Habría que echar mano de la película recién estrenada Del revés (Pete Docter, Ronaldo del Carmen, 2015) para explicar eso de las emociones. Desde luego que alegría la dejaríamos a un lado. En El club toman mucho protagonismo el asco y la ira.

 

La película arranca con una clara intención que nos desvela por medio de una cita:

Y vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas
Génesis 1:4

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Pablo Larraín quiere aportar algo de luz sobre uno de los temas más escabrosos que afecta a la Iglesia, en este caso, a la Católica: los abusos de determinados sacerdotes a menores. Pero también incide sobre la homosexualidad dentro de este colectivo y la venta de recién nacidos.

Cuatro «curitas» se encuentran recluidos por expreso deseo de las altas esferas eclesiales en un retiro dorado, en una especie de residencia, una casa a orillas de la playa, custodiada por una monja que hace las veces de carcelera y «señora para todo». Ella, hermana Mónica, se encarga de la intendencia, de hacer la comida, del cuidado y aseo personal de alguno de estos «singulares» miembros de la iglesia y hasta de ser la encargada de colocar al galgo en su posición de salida. El entrenamiento de un galgo es la única distracción de los curas. Distracción, que por otro lado, les proporciona unos nada desdeñables ingresos. Esta paz es alterada con la llegada de otro miembro «relegado». Se trata de Matías Lazcano quién no para de proclamar su inocencia y de que todo se debe a un error. Pero junto a él llegará un incómodo acompañante. Para poner un poco de orden (si es que eso es posible) llega un cura, padre García, para encargarse de la investigación de qué es lo que ha pasado y cómo es posible que este «club» sobreviva. Llega con el firme propósito de cerrar la residencia ya que representa el aire renovador de la Iglesia, aunque para los habitantes de la residencia no sea nada más que un burócrata del Vaticano que no sabe lo que es vivir con los más necesitados.

El club es la quinta entrega del chileno Pablo Larraín que nos dejó un buen sabor de boca con su anterior No (2012). Si hay que buscar un referente lo podemos encontrar más que en su filmografía, en la de Michael Haneke. Funny games (1997) es una película con el Mal como protagonista. En aquella ocasión son unos chavales los que se regodean haciendo sufrir a una familia. Creo recordar que no hay escenas de violencia. El fuera de campo cobra su protagonismo, pero el espectador no ve nada, pero siente la violencia en sus propias carnes. Aquí, en El club, podemos sentir la humillación en nuestro ser. Se nos revuelve el estómago y te dan ganas de salir de la sala por no aguantar más. Pero apenas hay violencia física (salvo un par de cosas que no tienen que ver con el sexo) ni acoso a menores que supondría una justificación a ese asco. El Mal se nos muestra por medio de la palabra, en cómo Pablo Larraín cuenta la historia. Es con el personaje de Sandokán, quién por medio de constantes repeticiones de su letanía, como si fueran las jaculatorias del rezo del rosario, casi a veces inaudible, pero suficiente para que el espectador vaya montando, en sus cabeza, la reconstrucción de los depravados hechos. Incómodo, terrible, desazonador.

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Tras ese arranque con la frase de la luz sobre el negro de la pantalla las primeras imágenes nos muestran el entrenamiento del galgo como una metáfora del adiestramiento que los sacerdotes hacen a sus feligreses que exigen una disciplina inquebrantable. Imágenes muy poéticas, casi hipnóticas con el perro dando vueltas y más vueltas siguiendo la piel atada a un palo con el que el cura lo mueve sin parar. Magnífica escena. El tono de la película, gris azulado, es más bien oscuro, es como si hubiera una nebulosa, es un tono apropiado para contar la historia y acertada con la biografía de los personajes ya en el crepúsculo de sus vidas. No son muy ancianos (salvo uno de ellos) pero ya sus carreras han llegado a término.

Pablo Larrain ha construido un poderoso relato con un buen manejo de las imágenes y sobre todo esa luz. Muchas de las escenas están en el exterior cuando ya se ha puesto el sol y casi apenas vemos nada. Casi sucede lo mismo con los diálogos. Hay que estar muy atento. Son potentes, pero a veces el tono y sobre todo ese silabeo rítmico, presente en el personaje de Sandokán, ayudan al propósito concreto del director, a crear ese nerviosismo en una situación incómoda. Incluso a veces no lo oímos o, mejor dicho, no los entendemos, pero es que eso da igual, intuimos las frases que nos lleva a esa otra emoción: la ira.

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Los personajes están soberbios gracias a su buena definición en el papel. Sandokán es un pobre hombre. Es el más básico, el más primario de todos ellos. Es la plasmación del Mal. Lo amaron, lo quisieron, lo utilizaron, lo abandonaron. Un juguete roto. El resto del plantel está soberbio en su papel de curas que arrastran su pena pero sin ser conscientes de ese mal que han ejercido durante años porque ellos encuentran su justificación en la Biblia, en la palabra del Señor. Otro rasgo magnífico del director es que de uno de ellos no existe ni expediente, hala, para que nos imaginemos lo que queramos. Si grandes son los papeles de los hombres, el de la única mujer es prodigioso. La monja, hermana Mónica (Antonia Zegers), con su expresión de dulzura oculta el bicho que lleva dentro. Impresiona. Sobre todo en uno de los últimos planos que protagoniza con un inquietante contrapicado.

Destacable también es la música que llega de la mano de Carlos Cabezas quien también ha trabajado en la chilena Aurora (Rodrigo Sepúlveda) premiada en la pasada edición de la SEMINCI (mejor guion).

El club es un relato inteligente realizado por el director chileno Pablo Larraín que trata de aportar algo de luz sobre un tema escabroso sin juzgar a los miembros de ese indeseado club de los sacerdotes perdidos. Tampoco se recrea en la bajeza moral de su los moradores. Intensa e incómoda de ver, pero magnifica a pesar de esa sensación de asco e ira que se nos pone tras su visionado. Ha sido nominada para el Oscar a la mejor película extranjera y obtuvo el Oso de Plata en el Gran Premio del Jurado del pasado Festival de Cine de Berlín.

Os dejo un tráiler:

Luisjo Cuadrado

Revista Atticus

 

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